martes, 12 de febrero de 2008

En el ambulatorio

La inmensa mayoría de personas que vienen al ambulatorio tienen más de sesenta y muchos años y miden menos de un metro sesenta de estatura. Las señoras llevan el pelo cardado como nubes de azúcar; los hombres visten todos, sin excepción, pantalones de tergal con la raya de la plancha bien recta y marcada. Ellos, de rostro curtido y moreno, perfectamente podrían ser italianos, o turcos, o portugueses, o griegos; entre las pequeñas mujeres, sin embargo, abundan los ojos claros y la piel pálida.

Miro con disimulo a la gente para entretenerme, para que corran mejor los minutos que quedan hasta que me haga pasar el doctor. Siempre hay retraso sobre la cita previa, media hora como mínimo, pero no me fío de llegar tarde y cada vez que vengo me toca esperar un buen rato. Claro que en esta ocasión espero no regresar por aquí en mucho tiempo: hoy vengo a por el alta médica. Cuando vine en lo peor de la gripe, hace una semana, también tuve que esperar mucho tiempo. Recuerdo que sudaba a mares, se me iba un poco la cabeza y tenía la sensación de que todos los que me rodeaban se encontraban maravillosamente bien de salud. A pesar de mi lamentable aspecto nadie me dijo que pasase delante, probablemente ni se fijaron en mí. No todo el mundo tiene la costumbre de observar a los demás.

Del consultorio sale un matrimonio de ancianos, ella con su cabello rubio flotando alrededor de la cabeza y él con el rostro cobrizo surcado de arrugas, a continuación se asoma el médico, dice mi nombre y primer apellido, y vuelve a desaparecer.

2 comentarios:

Ángel Ruiz dijo...

Pasar por el ambulatorio es una prueba, al menos para mí, pero también una ocasión de ver a la gente, al menos para gente como yo, que me muevo en ese mundo de ficción llamado campus universitario.

Jesús Miramón dijo...

Hola, Arp, efectivamente hay muchos mundos de ficción. Es bueno saberlo.