lunes, 28 de junio de 2010

Un viaje inesperado

A media mañana Carlos me llama al teléfono móvil desde el hotel cercano al cámping donde pasa unos días de campamento. Me dice que se encuentra mal, que le duele la tripa, que ha vomitado durante toda la noche, que vaya a buscarlo. Salgo del trabajo, subo al coche y enfilo la carretera que lleva a las montañas. Kilómetro a kilómetro voy dejando atrás viñedos, campos de cebada y olivos. Los embalses están llenos y las copas de los árboles asoman en el agua. Pronto el verdor de los pinos y los abetos da paso a congostos de roca negra rezumante de humedad, tras los cuales se abren pequeños valles surcados por ríos a cuyas orillas florecen negocios turísticos de rafting y piragüismo. Localidades poco pobladas, algunos restaurantes a pie de carretera, bellísimas casas de piedra, prados con vacas y caballos. En algunas zonas de las cumbres todavía brilla la nieve. Atravieso Benasque, dejo atrás el desvío a Cerler y las estaciones de esquí, continúo en dirección a los Llanos del Hospital y me desvío en el Hotel Turpi, junto al cual está instalado el campamento donde mi hijo lleva una semana. Él, muy pálido y con gesto serio, me espera en la recepción. «¿Qué tal estás, cariño mío?», le digo. Se acerca a mí, sus ojos azules brillando no sé si de emoción o de fiebre, y nos abrazamos. Comunico a los monitores nuestra partida, les doy las gracias, subimos el equipaje al coche y emprendo el viaje de vuelta. El adolescente-niño de trece años se duerme enseguida, agotado por una gastroenteritis común, y yo conduzco dejando atrás los deliciosos dieciséis grados de temperatura para acercarme kilómetro a kilómetro a los treinta y tres terribles grados del lugar donde vivimos.

domingo, 27 de junio de 2010

Tormenta de verano

La tormenta que el calor presagiaba ha llegado al fin, acompañada de aparatosos truenos infantiles. Me gusta la lluvia a la luz del sol.

miércoles, 23 de junio de 2010

Casa de guardacostas

Mientras guardo las cosas de la compra en la despensa de la galería echo un vistazo al otro lado de la calle y veo a nuestra vecina de enfrente poniendo la lavadora al tiempo que habla por teléfono, el aparato sujeto entre la cabeza inclinada y el hombro derecho. Es una chica muy joven que se instaló a mediados del año pasado. Tiene la costumbre, como nosotros, de no bajar la persiana, así que es frecuente, aún sin querer, ver su mesa de la cocina dispuesta con los platos de la cena, normalmente para ella sola, en ocasiones para sus amigos, algunos de los cuales salen al balcón a fumar. Supongo que también ella nos habrá mirado sin querer alguna vez, yo en la cocina atareado entre ollas y sartenes, Maite corrigiendo exámenes y trabajos, mi hijo conectado al messenger en el ordenador del salón.

Hoy mi joven vecina estaba poniendo la lavadora mientras hablaba por teléfono; hace unos meses la sorprendí colocando en la barandilla un macetero con flores que al cabo del tiempo murieron por falta de riego; el otro día vi cómo extendía con cierta dificultad un tendedero plegable para secar la ropa, y juro que a punto estuve de llamarla para ofrecerle mi ayuda.

Es curioso pero, no sé, creo que he desarrollado cierta inexistente e invisible relación con esa chica que no me conoce. Me recuerda a mí mismo cuando con veintipocos años fui a vivir a Gerona y tuve que aprender a toda prisa los rigores cotidianos de la supervivencia: cocinar, poner lavadoras, limpiar, tratar de que creciera alguna planta a mi alrededor, ordenar los libros en unas estanterías recién compradas, colgar en la pequeña sala aquella lámina de Edward Hopper en la que aparecía una casa de guardacostas junto al mar.

sábado, 19 de junio de 2010

Descalzos

El fallecimiento de José Saramago trae un inmenso alud de epitafios, panegíricos, elegías y artículos. Entre los que he leído hay uno que narra un viaje que el escritor hizo por Portugal el año pasado. Saramago tenía ochenta y seis años y, en un momento dado, le cuenta al periodista lo siguiente:

«El recuerdo más dulce de mi vida es el del momento de volver a mi pueblo cuando se acababa el curso en Lisboa. Tomaba el tren de las 5,55 horas en el Rossio y, a mediodía, estaba en Mato do Miranda. En el mismo salto que daba para salir del tren, me descalzaba, y no volvía a ponerme los zapatos hasta que volvía a Lisboa».

Estas frases me han conmovido. Tengo la intuición de que en los últimos días eran ese tipo de imágenes las que resucitaban en su memoria, por encima de premios, condecoraciones y reconocimientos. He recordado algo que el abuelo Antonio comentó cuando ya estaba muy enfermo, pocos meses antes de morir, algo que escribí en «Innisfree» el 21 de agosto de 2004:

Esta semana le daban la tercera sesión al abuelo. El martes se fueron los dos, padre e hija, a Zaragoza, y el jueves fui a buscarlos después del trabajo para traerlos a casa en el coche. Regresábamos a Binéfar por la carretera a través de los campos amarillos. De vez en cuando yo echaba un vistazo al espejo interior: el hombre miraba a través de la ventanilla con ojos perdidos. Maite ponía su mano izquierda en mi pierna derecha, contenta de volver a verme, contenta de regresar. También yo estaba contento de volver a estar con ella. Junto al arcén corría el agua de una acequia. El abuelo dijo: «Cuántas veces no me habré bañado yo en una acequia». Volví a echar un vistazo al retrovisor: Antonio seguía mirando con sus ojos muy azules a través de la ventanilla. Durante unos segundos sentí que había escuchado sus pensamientos, pero abrió levemente la boca para continuar: «En verano, cuando el calor apretaba como hoy, me bañaba en las acequias, así me refrescaba. Me desnudaba y me metía en el agua». El coche ronroneaba a cien kilómetros por hora. «Yo entonces era un crío». Lo pronunció sin ninguna entonación especial, impertérrito, mientras en un segundo regresaba a su infancia de pastor, su niñez única e irrepetible, lejana, insólita, inimaginable; un tiempo anterior a la supervivencia, al festejo, al traslado a Zaragoza en busca de mejores oportunidades; un tiempo anterior a los días felices de la madurez, la paternidad, los nietos; una época anterior a los tristes días de la enfermedad y la muerte de su mujer, y ahora su propia decadencia. El agua de la acequia fluía bajo la luz del sol junto a la carretera. «Yo entonces era un crío», dijo, y no volvió a decir nada más durante el resto del viaje.

Dicen que al final de la vida recuerdas con más exactitud cómo era la cocina de tu niñez que el menú que comiste ayer. Las frases de José Saramago y Antonio Puértolas, uno escritor galardonado con el premio Nobel y otro jubilado de la Red Nacional de Ferrocarriles, enlazan directamente con la nota que se encontró en la cartera de Antonio Machado tras su muerte, aquella tan famosa que decía:

Estos días azules y este sol de la infancia.

Descansen en paz todos ellos como descansaremos nosotros, descalzos para siempre, los pies sumergidos en el agua clara de las acequias bajo el sol.

Viaje relámpago

El viernes por la tarde emprendo un viaje relámpago de ida y vuelta a Zaragoza. Los campos verdes ahora son dorados. La periferia de la gran ciudad es deprimente: paisajes posnucleares, apocalípticos. Recojo a Paula y sus amigas en la residencia y vuelvo a la carretera. Ellas duermen, agotadas tras su semana de inmersión en la facultad de ciencias. Las despierto al llegar a Binéfar, dejo en sus respectivas casas a A. y L. y al cruzar el umbral de la mía me doy cuenta de lo agotado que estoy. Me tenderé en la cama con la intención de descansar un poco y me dormiré en el acto. Cuando despierte será demasiado tarde para acudir al ensayo con el coro, noche cerrada en la claraboya del techo, los horarios echados a perder.

jueves, 17 de junio de 2010

Un patán

El otro día una compañera de trabajo me dijo lo siguiente: «Tu aspecto no tiene nada que ver con tu manera de ser». Durante un instante me quedé sin saber qué decir. «¿A qué te refieres exactamente?», le pregunté. «A que no tienes la constitución de alguien sensible», contestó. «¿Quieres decir que parezco un patán, un bruto sin sentimientos, sólo porque soy grande y fuerte?», volví a preguntar. «Exactamente», contestó ella, riendo. Entonces contemplé mi reflejo en el cristal de un armario y comprendí lo que quería decir.

sábado, 12 de junio de 2010

Antes del concierto

Despierto de la siesta, casi siempre una siesta un poco inquieta, desvelada, y vuelvo a ducharme; después me afeito, me lavo los dientes a conciencia y me aplico desodorante en las axilas y el pecho; luego me visto tranquilamente con el pantalón negro, la camisa negra, los calcetines negros y los zapatos negros; a continuación me pongo bajo el brazo la carpeta con las partituras del concierto convenientemente ordenadas y así, limpio, oliendo a aftershave, el pelo todavía húmedo, salgo a la calle.

martes, 8 de junio de 2010

La virgen de la cueva

Los medios de comunicación anuncian que las temperaturas descenderán hasta diez grados y se avecinan chubascos. Yo caigo de rodillas, levanto los brazos al cielo y, con lágrimas idénticas al sudor, doy gracias a Buda, Manitú, Yahvé, Alá, Zeus, Rá, Jesucristo, Mahoma, Pachamama, la virgen de la cueva.

domingo, 6 de junio de 2010

La luz del flexo

La estación de los insectos diversos, zumbadores, múltiples, merodeadores, ha comenzado. Alrededor de la luz del flexo encendido sobre mi mesa revolotean dos palometas de alas triangulares y un compañero de largas antenas que no sé identificar. Por fuerza han tenido que entrar a través de la puerta abierta de la terraza, superando la nube de olor del jazmín; son más valientes que las moscas, que no se atreven. Mientras escribo estas palabras el insecto de largas antenas se traslada despacio por el marco de la pantalla del MacBook. Yo continúo tecleando y la aparición de signos negros sobre fondo blanco a medio centímetro de su diminuto cuerpo no parece afectarle. ¿Qué significado tiene su indiferencia? En el exterior retumban los truenos de la tormenta que está a punto de alcanzarnos. El ventilador gira de izquierda a derecha. Comienza a llover.

jueves, 3 de junio de 2010

Encuentro con Berna

Apoyado en uno de los soportales de piedra de la plaza mayor de Graus espero a Berna, una amiga de la red a la que hoy conoceré personalmente por primera vez. Estoy nervioso y trato de calmarme mirando el vuelo de los pájaros que chillan en el espacio rectangular. Como Berna, a pesar de ser madrileña de nacimiento, es de origen chino, yo tendré ventaja a la hora de identificarla, pues ella ignora mi aspecto. ¿Por qué estoy tan nervioso? Hemos hablado varias veces por teléfono y nos hemos escrito, así que en cierto modo ya nos conocemos. Supongo que lo que me pasa, por infantil que resulte, es que temo decepcionarla.

Cuando ella aparece mira durante unos instantes a su alrededor. Me acerco, le digo: «Hola, Berna», reímos, nos damos dos besos y de pronto, como por arte de magia, la tensión desaparece. Le cuento que el corazón me latía a toda velocidad. Nos sentamos a la mesa de una terraza y pedimos unas cañas. Ella ha traído su último libro para regalármelo. Durante dos horas hablaremos de nosotros, de literatura, de familia, del campo, de la ciudad. Comprobaré una vez más que las personas que conocemos a través de internet son tan interesantes y generosas en un lado de la pantalla como en el otro, y también apasionadas, inocentes y dotadas de una genuina curiosidad.