martes, 27 de febrero de 2018

Aguanieve

Es verdad que nieva en Barbastro desde hace algunas horas pero son copos muy muy livianos, a medio camino entre la lluvia y el aguanieve.  Y además es de noche y no me apetece salir a girar sobre mí mismo en medio de la calle con los brazos extendidos, los ojos cerrados y una sonrisa en la boca, sintiendo tantos besos helados sobre mi rostro derritiéndose al instante.  Me iré a dormir y lo primero que haré mañana por la mañana será mirar por la ventana.

lunes, 26 de febrero de 2018

Tambores lejanos

A poca distancia de mi apartamento las cofradías de Semana Santa ensayan sus tamborradas. Tambores y bombos dale que te pego durante horas. Más cerca, en la calle bajo mi ventana, llora un niño pequeño aunque no un bebé; reconozco el sonido: es una rabieta a la que sus padres, con buen criterio, no hacen ni caso: se le pasará. En algún piso vecino, tal vez en el de arriba pero no sobre mí sino al lado, están escuchando un partido de fútbol a todo volumen. Cierro la puerta del baño del dormitorio y su sonido se amortigua.

Pronto prepararé la cena para tres. Carlos ha terminado el curso lectivo. Si todo sale como esperamos, dentro de unas semanas volverá a Italia con una beca Erasmus a hacer las prácticas de agente forestal en un parque cerca de Roma.  Poco a poco todo va llegando.

Hoy Paula nos ha enviado unas fotografías de Bergen nevada, tomadas, creo, desde el laboratorio.

Maite y yo tenemos muchas ganas de que nuestro hijo menor se emancipe e inicie su propio vuelo. Nunca hemos sentido el síndrome del nido vacío. En realidad tenemos muchas ganas de estar solos y disponer de todo nuestro dinero para nosotros y nuestras causas perdidas. Es posible que esto que acabo de escribir suene horrible pero es la verdad.

Los tambores lejanos (qué gran película, qué indios semínolas más postizos, qué escenas de interior de los pantanos de Florida tan enternecedoras) han cesado. Mañana volverán a sonar. Leí una vez que aquí en Aragón, y supongo que también en otros lugares, se celebra la Semana Santa con tambores y bombos, con sonidos ensordecedores, para recrear la leyenda de que cuando Jesucristo exhaló su último aliento en la cruz los cielos se abrieron y hubo terremotos y no sé cuántas cosas más. Sobre el Jesús palestino nunca he tenido una opinión clara, y eso que he leído algunos libros sobre su posible existencia real en este planeta. Últimamente mi mermada inteligencia me empuja a creer que es el constructo de dos mil años de la férrea voluntad de miles de personas; el constructo, el fruto, de una vertiente del judaísmo arcaico que triunfó en el mundo de un modo inimaginable incluso para sus creadores. Pero mi imaginación de antiguo alumno de Dominicos de Zaragoza me hace no dudar de la existencia de aquel ser humano, y lo imagino como cuando tenía diez años y quería ser sacerdote y todavía no sabía del placer sexual y el aspecto y sabor de los genitales femeninos: un hombre de pelo largo, barba y ojos bondadosos que había venido al mundo (a través de la vagina de una mujer virgen, ahí ya debí haber dudado) para salvar a la humanidad de su pecado original (existir, ir tirando).

Hará un año o así leí un libro muy interesante de Emmanuel Carrère titulado "El reino". Me interesó mucho. Analiza los evangelios para explorar lo que sucedió "de verdad", escenas nimias que no aportan nada al texto y sin embargo se repiten en todos, incluso, sino más, en los apócrifos. Él sostiene que ello da testimonio de la existencia de un Jesús verdadero, de carne y hueso. Y mi corazón de niño educado en Dominicos se expande como unos pulmones sanos y agradece que eso sea así, más allá de que al hacerse mayor y descubrir que había otras religiones reveladas tan potentes como la suya, se convirtiese en ateo. Si los pies del ser humano que acabó haciendo que las cofradías de Barbastro me den la tabarra con sus ensayos de tambores pisaron efectivamente, carnalmente, el suelo polvoriento de este mundo, les perdono.

Aunque no se puede ser hijo de Dios como no se puede ser hijo de un pulsar o de un agujero negro que engulle materia y tiempo sin límite. Prefiero pensar en un hombre que saca adelante a su familia en Bangladesh, un voluntario musulmán que arriesga su vida internándose en un colegio bombardeado para salvar a los posibles supervivientes, el matrimonio de pensionistas que ayuda a sus hijos y nietos quitándose de comer carne y pescado sin decirles nada.

Mi puesto de trabajo se parece a una iglesia más que muchas iglesias, así lo siento y lo vivo día a día.

Finalmente aquel niño que estudiaba en dominicos e incluso se planteó ser sacerdote hasta que descubrió el milagro maravilloso de la masturbación y la belleza de las mujeres, ha encontrado su sitio: escribir en medio del espacio vacío donde se cruzan ondas wifi, microondas, rayos gamma, neutrinos y bosones de higins.

Sin título

Me muero de sueño,
aunque no solamente de eso.

domingo, 25 de febrero de 2018

De los bosques y las nubes

Bosques salvajes a vista de dron. Desde una avioneta. Imágenes de bosques vírgenes. Me gustará verlas en la televisión toda la vida porque no tienen edad. Soy consciente de estar viendo un paisaje de hace siglos y también, cuando nos hayamos extinguido, el de dentro de miles o millones de años.

Porque los bosques viven al margen del Románico o la existencia y desaparición de los neandertales; porque los bosques existen al margen de nuestra consciencia, aunque a menudo perezcan bajo su codicia.

Aquí en Aragón, debido a la despoblación del mundo rural, los bosques han ido recuperando paso a paso, en silencio, los espacios que en su día les fueron arrebatados.

También las nubes son ajenas a nuestra breve historia. Lo pensaba esta mañana durante el paseo en el campo. Ellas viajaron en el cielo sobre todos los seres humanos que me han precedido y lo seguirán haciendo hasta el final, bellas y, al mismo tiempo, absolutamente ajenas a la belleza.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Cómo nos alejamos

Muchas mañanas, atravesando el gran patio interior del edificio donde vivo ahora, los plumosos y redondos gorriones que buscan y picotean nuestras migas y restos de comida me dan sin darse cuenta los buenos días con su alegría habitual, sin descubrir jamás su secreto para sobrevivir, ellas, unas aves tan pequeñas, a noches de temperaturas bajo cero.

Amo a los gorriones que todavía son tan abundantes aquí en Barbastro. Despiertan en mí un profundo sentimiento a medio camino entre la ternura y la admiración.

Leí hace tiempo que se habían extinguido en Londres. Ojalá fuese una noticia falsa.

Una vez, en Londres, paseando por el centro de la ciudad, ya noche cerrada, vimos una raposa buscando comida entre la basura. ¿Cómo es posible que los zorros prosperen en las aceras entre coches aparcados y los gorriones desaparezcan?

Ignoro qué nuevos tiempos se precipitan a toda velocidad hacia nosotros, e ignoro todavía más hasta cuándo podré dar testimonio de todo esto, pero quiero expresar ahora, antes de que todo suceda, que los humildes gorriones alcanzan mi corazón como no lo hacen otras aves. Son pequeños, casi invisibles y, sin embargo, resistentes y despiertos. Se alejan de nosotros unos pocos metros saltando sobre el suelo helado y luego contemplan cómo nos alejamos.

domingo, 18 de febrero de 2018

Afortunadamente

Una semana sin escribir y no ha pasado nada. La estación espacial no ha caído hacia la tierra convirtiéndose en una nube de meteoritos de objetos científicos y astronautas muriendo y deshaciéndose al chocar contra la tenue línea de nuestra atmósfera. Ninguna especie supuestamente extinguida ha reaparecido en lo más profundo de las pocas junglas que quedan por explorar. Así de desagradecido es el mundo con mi inmenso talento: una semana sin escribir y la luna no se ha alejado de la tierra convirtiéndola en una peonza girando sin ancla alrededor del sol, condenando a una muerte instantánea a todos sus pasajeros.

Sí, el mundo es muy desagradecido.

Afortunadamente yo no practico el rencor.

domingo, 11 de febrero de 2018

La belleza

El domingo acaricia la orilla donde dormiré y, no sé por qué, recuerdo la playa de Ampurias en invierno, hace treinta años. En aquella época los restos del muelle griego todavía no estaban protegidos de los curiosos, y uno podía dar la vuelta sobre sus sillares para contemplar el mar.

La carretera entre Bañolas y Ampurias era preciosa, pequeña, comarcal, la carretera de Orriols. Nuestro Alfa Romeo sonaba como una orquesta de música clásica mientras tomaba una curva tras otra entre los campos de cereal y los bosques.

No hay nada como las playas en invierno. Recuerdo que todavía no habían acontecido las olimpiadas de Barcelona y uno podía llegar en coche hasta la misma playa desierta, descendiendo por un camino de tierra y piedras.

Creo que fue en aquellos años cuando el sonido de las olas rompiendo una y otra vez en la arena se fijó en mi cerebro para siempre. Y con él todas sus manidas metáforas, todos sus significados. Cierro los ojos a muchos años y centenares de kilómetros de allí y puedo escucharlo intacto, perfecto. El sonido de las olas, junto al de la lluvia o el crepitar del fuego, viajarán conmigo hasta mi desaparición.

La belleza, no nos engañemos, no sirve de nada en nuestra ausencia eterna, pero ahora, en nuestra presencia eterna, es, después del amor, lo mejor de este sueño absurdo.

sábado, 10 de febrero de 2018

Carne de ciervo

No he sabido nada de la persona que escribió el comentario que da título a mi entrada anterior, ni siquiera en privado. Continúo sin saber sus motivos ni su identidad. Pero no puedo permitirme perder más tiempo ni pensamientos en algo sobre lo que no tengo ningún poder de actuación, y continúo viviendo mi existencia normal y corriente.

Por la mañana fuimos a dar un paseo junto al canal. Vi un jilguero y un petirrojo, además de las habituales bandadas de gorriones moriscos, una pareja de cuervos, una urraca y las habituales palomas torcaces, cuyo ruidoso aleteo al emprender la huida entre las ramas de las encinas a veces nos asusta.

Los campos de cebada verdeaban como si estuviésemos a principios de primavera, la tierra empapada de la lluvia de los últimos días. Al fondo del paisaje la cordillera de cumbres cubiertas de nieve resplandeciente bajo el sol. Hace años que descubrí que ninguna fotografía les hace justicia -en las imágenes aparece mucho más lejana que en la realidad, pequeña, casi insignificante- pero ante las lentes de los ojos humanos es una imagen cercana cargada de belleza, casi al alcance de la mano.

Hoy hemos comido calçots al horno con salsa romesco y lomo de ciervo. Nunca había comido ciervo salvaje y me ha sorprendido maravillosamente su sabor. Lo he marcado en la sartén dejándolo un poco crudo en el centro, como hago con el buey y la ternera, añadiendo después la sal gruesa y la pimienta negra, y me ha gustado mucho. Mientras mi hijo Carlos y yo masticábamos con placer -Maite cada día es más vegetariana- no he podido evitar pensar que durante miles y miles de años nuestros antepasados comieron esta carne sin antibióticos ni hormonas, carne silvestre cazada por ellos mismos en los bosques. Yo la compré en un supermercado. Ya he descubierto varias páginas de internet donde venden carne de caza, y creo que quiero probar todas las especies antes de que esté prohibido. Jamás he dejado de ser un hombre de cromañón.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Ayudaste a destruir a mi familia

"Jesús, escribes muy bien, pero ayudaste a destruir a mi familia", escribió un autor o autora anónima en los comentarios del texto anterior.

Confieso que al principio no supe cómo reaccionar. Publico en internet desde mayo de dos mil cuatro, es decir, desde hace muchos años, y nunca me había encontrado con un comentario así. Anónimo o anónima, si tu atención era perturbarme te diré que lo has conseguido, aunque a medias, porque es más curiosidad que inquietud lo que siento por lo que escribiste. Yo sé perfectamente lo que he hecho y no he hecho a lo largo de mi vida, y si algo sé es que nunca he destruido conscientemente ninguna familia.

Eso sí, como escritor me siento atraído magnéticamente por tu comentario. ¿Y si lo hice sin darme cuenta? ¿Destruir una familia? Hace falta mucha fuerza, mucha voluntad, mucha consistencia para perpetrar semejante tragedia. Y reconozco que yo tengo todo eso, aunque nunca lo haya manifestado públicamente. Soy como un superhéroe en la sombra esperando su momento, y todavía no ha llegado.

Esta noche voy a dormir muy bien, y si no aclaras el sentido de tu comentario éste se perderá entre los cientos o miles que arrastra este cometa raro que es mi diario desde hace tanto tiempo. Sólo de ti depende querer aclarar por qué escribiste eso, o guardar silencio. Yo sólo puedo jurarte que no censuraré nada. Nada de nada. En tus manos dejo mi espíritu.

lunes, 5 de febrero de 2018

Se resquebraja

Aventuraron tormentas de nieve, situaciones de alerta meteorológica, y en los noticiarios de las televisiones todas las jóvenes y bellas periodistas aparecen dando su crónica en medio de temporales terribles.

Aquí sólo llueve o, mejor dicho, llueve felizmente. Aunque no a gusto de todos. Hoy en el trabajo han venido muchos trabajadores agrarios por cuenta ajena que cobran por las jornadas reales que realizan (sí, eso es legal en nuestro país), y la lluvia de un día les arrebata el jornal de ese día. Todos eran extranjeros y a casi todos los conozco desde hace muchos años, como ellos a mí y por mi nombre.

A mí me gustaría que todo el año fuese así: mansa lluvia, días gélidos con un sol frío brillando en el cielo, coches y plantas heladas, cuervos en el campo, bandadas de decenas de pequeños gorriones moriscos volando de un arbusto a otro a nuestro paso, poder habitar el submarino de mi casa llevando una vieja, viejísima chaqueta de lana. Olvidar temporalmente, como un cobarde, que nuestro futuro es todo lo contrario a este frío maravilloso, limpio, transparente, este frío que limpia nuestros pecados y los convierte en hielo que, al caminar, se resquebraja y desaparece.