martes, 27 de marzo de 2018

Campo de minas

La muerte, nuestra antigua compañera, la que nunca ronda lejos de nuestra sombra, ha hecho acto de aparición en las ondas concéntricas de piedras que golpearon el agua de personas cercanas que me importan mucho.

El pasado jueves murió un amigo de mi hermano Carlos Miramón. Hablamos de un hombre de cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. No entraré en detalles porque es algo demasiado íntimo, pero Carlos y él eran amigos desde la adolescencia.

Hoy mi otro hermano Carlos (Carlus, Carles, cada quien le llamamos como nos apetece y a él le da igual), mi mejor amigo durante más de treinta años desde que llegué a Girona, me ha contado que esta mañana se enteró de que una antigua novia suya había fallecido hace casi tres años sin él saberlo. Hemos hablado un rato. Yo la había conocido como conocí también al amigo de mi hermano carnal.

La muerte posee de modo natural los conocimientos técnicos que los fotógrafos de Lenin o Stalin trabajaban a conciencia: hacer desaparecer a los seres humanos de las fotografías. Hoy aparecían en un mitin en la plaza roja de Moscú y una década después, en la misma imagen, habían desaparecido como por arte de magia. No lo hacían del mundo pues en muchos casos (estoy pensando en Trotsky) su huella perduró, pero en otros casos sí que desaparecieron como desapareceremos todos, incluso el mismo Trotsky, Shakespeare, Manrique y todas, absolutamente todas nuestras personas queridas y desqueridas.

Lo único bueno de la muerte, además de hacer sitio en un planeta limitado, es que no hace distinciones, nos iguala a todos sin discriminación de ninguna clase; lo malo y lo triste es la desolación que causa a su paso, el estupor ante la evidencia de que algo que palpitaba y exploraba y reía y comía y follaba y leía libros en el sofá, de pronto ya no exista.

A mi amigo entristecido le he dicho que la vida es un campo de minas y la obligación de nosotros, seres humanos más o menos inteligentes y dotados, todos sin distinción, del milagro de la poesía, es atravesarlo cantando, riendo, bailando, amando, desamando y explorando como si caminásemos sobre puras nubes de cielo, césped de terciopelo, el agua inmaculada de un riachuelo. Esa es nuestra única opción si no queremos encerrarnos en casa esperando que llegue nuestro momento con la mirada que tienen las vacas mirando pasar un tren (y esta frase no es mía, pero no recuerdo dónde la leí).

La vida no es un combate contra la muerte: nacemos con esa batalla perdida desde que empezamos a llorar en el paritorio después de la bofetada de la enfermera en el trasero. A partir de ese mismo instante cada día es un regalo, un milagro. Primero sin consciencia alguna y a partir de cierta edad con ella, aunque no importe.

Escucho los tambores de Semana Santa en Barbastro. Me doy cuenta de que sus redobles acompasados no son otra cosa sino el remedo del latido de nuestros corazones.

miércoles, 21 de marzo de 2018

En voz muy baja

Escribo esto en voz muy baja. Maite habla por teléfono con nuestra hija Paula en el salón. Puedo oír parte de su conversación. El río fluye cada día -cada día, cada noche, interminablemente- hacia el mar, pero sólo puedo escucharlo si abro la ventana, que ahora está cerrada.

Oigo risas de Maite, lo cual significa que todo va bien. Yo estoy aquí, en mi pequeño rincón junto a la cama, escribiendo en voz baja, asombrado de mi vida y de la vida de quienes me rodean e incluso de quienes viven al otro lado del planeta. Asombrado de la Luna y las nubes y la noche; asombrado de que mi corazón palpite como el motor de un coche sin la más mínima vacilación, preciso, sin errores; asombrado de haber nacido y amar y sentir esperanza sabiendo que moriré cualquier día de estos.

Escribo esto en voz muy baja. Realmente no comprendo nada y me doy cuenta de que escribo por eso. En mi viaje breve me acompañan los testimonios de otros que ya no existen, la maravillosa música de otros; las pinturas, sobre todo los retratos, de personas que ya no existen; las siluetas de manos en cuevas de hace miles y miles y miles de años.

Maite y nuestra hija han terminado de hablar y reír. Mi compañera pronto asomará en esta habitación para contarme lo que han hablado. Seguro que tendrá algo que ver con el amor. Regreso al mundo. Corto y cierro.

lunes, 19 de marzo de 2018

Xim-xim

El lunes de la semana pasada, aprovechando que llevé a mi hijo al aeropuerto de Barcelona para que emprendiese el viaje a Italia de su beca Erasmus, subí un poco más hacia Girona y quedé a comer con mi mejor amigo.

Le esperé frente al edificio de la Seguridad Social donde trabajé hace muchos años y nos abrazamos y nos dimos dos besos al vernos, y volvimos a abrazarnos.

Paseamos por el barrio medieval de Girona y descubrí que lo están restaurando, con más o menos gusto, para construir pisos y apartamentos de lujo, alejándolo urbanísticamente de lo que siempre fue. En cualquier caso las callejuelas y escaleras del barrio judío, así como los porches de la rambla, seguían siendo los mismos que descubrí un invierno de hace muchos muchos años, recién arribado a la ciudad con veintidós o veintitrés años.

Después fuimos a comer a un restaurante de Canet d'adri, a pocos kilómetros de la ciudad. El local estaba lleno de gente, más de lo que mi amigo esperaba, así que nos tocó hacer cola hasta que quedó libre una mesa. Observé a la clientela y durante unos segundos regresé a mi recuerdo de esa Cataluña profunda, las mejillas rojas, la ropa de trabajo, el catalán cerrado que aprendí y cuando trabajé en Lleida tanto les sorprendía. La camarera cantaba el menú a toda velocidad (después de nosotros había más gente esperando) y a esa misma velocidad nos sirvió la comida. Comida de rancho, de currantes que tenían que volver al tajo, comida de la clase social a la que Carlos y yo y nuestros padres siempre pertenecimos. La comida estaba muy mala -tal vez ya no somos como nuestros padres- pero nos reímos, charlamos y disfrutamos de la compañía mutua. Él bebió vino peleón; yo, como tenía que regresar en coche a mi casa, cerveza sin alcohol.

Antes de despedirnos condujo delante de mí en dirección a la autovía que me devolvería a Barbastro, pero previamente nos detuvimos para hacer una pequeña excursión en el volcán de la Crosa, cuyo gran diámetro de bosques envuelve un campo de cultivo de color verde esmeralda y un horrible pozo de ladrillos industriales en su centro. Había también algunas plantaciones de nogales y avellanos. Llovía un poco, casi nada, xim-xim. Caminando por un sendero entre robles, encinas y alcornoques, un bosque antiguo de ramas caídas, musgo y espesura salvaje, regresamos al parking y allí nos despedimos hasta las próxima ocasión. Él regresó a su pequeña y cercana casa en el bosque y yo emprendí carretera adelante hacia mi hogar frente al río Vero.

jueves, 15 de marzo de 2018

Un poema de Silvia

La mare
feia un ram
de flors silvestres
per guarnir
la taula de càmping
quan esmorzàvem
en aquells estius eterns.
M'ensenyava el luxe.

10.8.17

Silvia Castelló Masip

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Mamá
hacía un ramo
de flores silvestres
para adornar
la mesa de camping
cuando comíamos
en aquellos veranos eternos.
Me enseñaba el lujo.


Traduciré más poemas de Quadern de la Bauma, el libro inédito de Silvia. Tengo muchas esquinas dobladas en sus páginas.  Sirva este como entrada. Tan sencillo, tan aparentemente fácil pero con una verdad que te golpea. Poesía de verdad. Un lujo. La admiro mucho.

sábado, 10 de marzo de 2018

La nueva revolución francesa

Ya no me gusta discutir. Aprendí hace mucho tiempo que nadie convence de nada a nadie. En mi juventud me batí el cobre a muerte por asuntos de los que ahora ni siquiera me acuerdo.

Ayer en las redes alguien a quien tenía por, no sé, un desconocido inteligente, escribió que las movilizaciones feministas que ayer se manifestaron en toda España eran "buenas intenciones". No actos, no consecuencias, sólo buenas intenciones. Por supuesto, me fue imposible hacerle cambiar de opinión. Cuando mi paciencia se agotó, casi al mismo tiempo que la suya, lo dejé estar (aunque yo no me burlé nunca de él). Da igual.

Aquí en mi casa, en mi cuaderno, digo que lo que sucedió el pasado ocho de marzo no fueron buenas intenciones sino un cambio de paradigma. Desde adolescentes hasta ancianas dijeron "basta". Y al decirlo no atacaban a las mujeres que afortunadamente no han sufrido ninguna de las lacras que se denunciaban, ¿cómo pensar semejante cosa? Lo que hacían simplemente y con una asistencia masiva era apoyar a las miles y miles que siguen sufriendo el estigma de ser mujer.

Yo, como sabéis, trabajo en una pequeña agencia comarcal de la Seguridad Social atendiendo al público. La vida pasa ante mí en lo bueno y en lo malo. Las personas me cuentan sus vidas así, literalmente. Yo las bebo. Sé lo que sucede con las mujeres que trabajan en la hostelería (dadas de alta a media jornada y trabajando catorce horas al día), sé lo que sucede con tantas cuidadoras de ancianos y empleadas de hogar trabajando sin estar de alta. Yo lo denunciaría todo, como es mi obligación, pero si ellas me piden por favor que no lo haga porque perderían su único recurso para sacar adelante a su familia, no lo hago. ¿Hombres en esas situaciones? No recuerdo haber atendido a ninguno. Siempre son mujeres, como siempre son mujeres quienes al quedarse embarazadas son despedidas con contratos por obra, por temporada, etcétera. Yo sé lo que pasa. Cada día la realidad se asoma al otro lado de mi mesa de trabajo. Por eso cuando alguien el jueves hablaba de "buenas intenciones" tuve que contenerme mucho durante la discusión, y lo hice, para no dejarle en evidencia.

El feminismo es la nueva revolución francesa. Si progresa política y legislativamente, también y sobre todo en las costumbres y usos, supondrá un cambio fundamental en el futuro de nuestra especie y, añadiría, de nuestro planeta. Este mundo necesita urgentemente a las mujeres y las necesita libres, sin miedo y dueñas de su destino. Son, como mínimo, la mitad de la población mundial, y yo añadiría: la mejor mitad. Es mi opinión después de cincuenta y cuatro años conviviendo con ellas y con ellos. Es mi conclusión.

lunes, 5 de marzo de 2018

Un eco del placer

El cansancio tiene un eco del placer. Dejarse llevar. No aguantar más y dejarse llevar, rendirse. Escribo estas palabras mientras el sueño, a pesar de que no son siquiera las diez de la noche, me somete a un asedio sin piedad, armado de altas torres de madera que alcanzan las nubes y y de las que surgen flechas blandas como el algodón.

Dormir. Olvidarse de todo lo que nuestro cerebro contiene salvo los residuos del día que utilizará para construir nuestros sueños. Dormir. Despertar en otro lugar, fresco, despejado, sin recordar nada de este otro lado de la cama. Despertar como un pastor de camellos de doce años, despertar como la inmediata víctima de un bombardeo en Siria, despertar como uno de los futuros colonizadores de Marte.

La vida es un misterio muy difícil de comprender, y las religiones no son la respuesta, sólo un consuelo triste e infantil y muy, muy cruel y sanguinario; un consuelo oportunista que se nutre del analfabetismo científico y la ausencia de la más mínima curiosidad natural de sus acólitos.

La vida es un misterio y lo mejor es que su exploración sólo depende de nosotros. De nada ni nadie más.

Incluso en el cansancio extremo que tiene un eco del placer sexual nuestra vida es lo único que poseemos de verdad en este mundo. Yo todavía no la he explorado toda. Pensaba que era una isla pero ha resultado ser un continente. Pensaba que se trataba del presente pero mi imaginación la proyecta hacia el futuro más lejano, más allá de Marte, más allá incluso de nuestro sistema solar, más allá de nuestra segura extinción.

viernes, 2 de marzo de 2018

Manrique

A veces me parece escuchar
el llanto de un bebé
o los maullidos de un gato,
ladridos de perros todos los días
a las seis de la mañana,
el agua de otras duchas,
la orina de otras personas,
las televisiones de otras personas.

El río Vero, después de la nieve
del miércoles y la lluvia del jueves,
ha crecido tres metros
y se precipita hacia el lejano mar
convertido en chocolate que
arrastra ramas, troncos, objetos
flotantes.  Tú y yo
compartimos ese viaje.