jueves, 11 de abril de 2019

Once de abril

He salido un momento a las siete de la tarde a hacer unos recados. La luz del sol en retirada convertía en hermosos los edificios más feos, que, durante un momento, resplandecían como palacios.

Un avión cruzaba el cielo dejando su estela blanca y contaminante a diez u once kilómetros de altura sobre mí y sobre Barbastro. Sé que desde esa altura todos somos invisibles y la tierra se convierte en un puzzle de ocres, marrones y verdes tímidos, pálidos, indiscernibles. Lo he pensado cuando le hacía una fotografía imposible desde la calle.

En el parque de la plaza jugaban niños pequeños mientras los padres y madres charlaban entre ellos. Todo era pacífico, cotidiano, seguro. En los columpios había niños y niñas de origen africano jugando y chillando. Ningún peligro a la vista, sólo una tarde de jueves después del colegio, antes de volver a casa y preparar la cena.

¿Todavía hay alguien que pueda preguntarse por qué se juegan la vida huyendo de la guerra, cruzando el mar para llegar hasta aquí? Esos niños y niñas podrán ser médicos, ingenieras, policías, fontaneros, lo que quieran y alcancen a ser. ¿Quién no se jugaría la vida por algo así? ¿Quién no lo comprendería si tiene un corazón que late en su pecho?

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