sábado, 13 de abril de 2019

Trece de abril

Hoy por la tarde he conducido a través de los Monegros en dirección al pequeño pueblo de Robres, donde se ofrecía una misa funeral por la prima de Maite que murió el viernes de la semana pasada.

Los Monegros siempre me han fascinado, aunque hacía muchos años que no los recorría y he descubierto que el regadío ha modificado el paisaje anteriormente seco y yermo en grandes campos de cereal. Pero la carretera seguía siendo la de siempre, estrecha, sin señalizar muchas veces, y con rectas de kilómetros y kilómetros entre un paisaje casi plano salpicado aquí y allá de peñas de arenisca moldeadas por el viento y pequeños bosquecillos junto a acequias y canales.

La misa ha sido larga, monótona y triste. Nos poníamos de pie. Nos sentábamos. Volvíamos a ponernos de pie, a menudo con dudas de unos y otros; volvíamos a sentarnos.  El sacerdote, un hombre más joven que yo y que sabía leer, ha convertido el vino en la sangre de un judío que vivió en la Palestina de hace dos mil años y el pan en su carne, para proceder posteriormente a su deglución.

Vale: me eduqué en un colegio religioso.  De Dominicos concretamente. Sé de qué va.  Todos los martes teníamos misa. Y los domingos también, claro. Pero ahora que soy mayor, ahora que he podido asombrarme ante la imagen de un agujero negro en el espacio profundo, ahora que me fascinan la paleontología y la arqueología y la ciencia ficción, sólo puedo asistir a misa en esos términos.

Me ha gustado un detalle que ha dicho el cura: "Y Jesús resucitó y se presentó ante los suyos con los agujeros de los clavos en las manos -o en las muñecas- y en los pies". Lo ha dicho así, literalmente: "o en las muñecas", y mientras me levantaba y me sentaba he pensado: este hombre ve documentales. Y sin embargo cree en la resurrección, en la virginidad de la madre de aquel judío y en todo lo que vendría después y nos trajo esta tarde hasta esta pequeña iglesia de un pueblo perdido en medio de los Monegros.

Respeto las creencias de cada cual a mi manera, es decir, no diciéndoles en voz alta lo que pienso de ellas. Creo que más no se me puede pedir.

2 comentarios:

Elvira dijo...

Eso ya es mucho, no decirles lo que piensas cuando crees que están muy equivocados. Lo máximo para mí sería ser capaz de abrir un interrogante en mi mente: ¿es posible que algo, aunque sea poco, de lo que esta persona cree, sea verdad?

Un beso

Jesús Miramón dijo...

Querida Elvira, mi educación elemental, lo que entonces se llamaba EGB, la hice en un colegio religioso. Creo que era el martes... No sé, pero un día a la semana íbamos a misa y DEBÍAMOS confesarnos. Yo me inventaba todos los pecados: he sido desobediente, he tenido envidia, etc. Los domingos otra vez misa. Cuando canta en la Coral de Binéfar lo hice en muchas misas. Mientras tanto leí, crecí, exploré.

A mi edad ya no concibo que alguien intelectualmente normal, informado, que lee la prensa y, en ella, los avances científicos; no concibo, digo, que piense que aquel hombre palestino era más hijo de dios que otros y que vino a la tierra para salvar nuestros pecados. Nuestro único pecado, como el de las avispas y los rinocerontes, es existir. Somos animales. Muy animales y mucho animales. Hemos inventado tantas cosas que se nos olvida que dios es una de ellas. Seguramente porque hemos desarrollado un pensamiento poético, vale, pero dios no es sino una invención para explicar tormentas, muertes inconcebibles, cruzadas sangrientas y poder, mucho poder político y social.

No pretendo convencer a nadie. Soy el fruto de lo poquísimo que he logrado explorar a mi edad. Pero con ella, con mi edad, me planto antes de seguir avanzando. Creo en la ciencia, en la poesía y en la música. Pero sobre todo en la ciencia, que probablemente puede explicar la poesía y la música. ¿La religión? Ni la miro, ni le doy una patada, salto sobre ella como sobre la cagada de un perro. Millones han muerto por culpa de algo tan absurdo y muerto.

Un beso, Elvira.