domingo, 21 de abril de 2019

Veintiuno de abril

Ayer fuimos de excursión a la ruta de los azudes, en Pozán de Vero. Hoy hemos ido a Torres de Alcanadre para hacer una ruta que partía de una ermita y recorría un sendero hoy por hoy muy abandonado que en algunos tramos acompañaba al cauce del río Alcanadre. El paisaje era premonegrino, austero, cubierto de aliagas y y otras plantas que pinchaban, roca arenisca, pequeños pinos inferiores a nuestra estatura.

Soy de los que piensan que no hay lugar estrictamente feo sino la mirada que se deposita en él. Nuestra excursión de esta mañana ha sido muy bonita, pero nos hemos dado cuenta de que el sendero había sido invadido por la vegetación e incluso algunos de los postes de madera indicando la dirección habían caído al suelo sin que nadie se hubiera preocupado, en años, de ponerlos en su sitio. A menudo nos ha costado trabajo encontrar el camino, lo cual, tampoco voy a negarlo, nos ha hecho sentir exploradores de otro tiempo.

Paula echa de menos estos paisajes cambiantes. Al lado del río Alcanadre la vegetación de ribera crecía verde y maravillosa a pocos metros desde donde la admirábamos, terreno de matorral, romero en flor, zarzamoras, líquenes, musgo amarillo, malas hierbas y, como malas, protegidas por todas sus armas.

Hay una belleza antigua en los bosques de Noruega, quién podría negarlo. Árboles de diámetros inmensos y alturas épicas. Pudimos disfrutarlos el verano pasado. Agua, hierba, lagos, arroyos por todas partes. Hay una belleza antigua, es verdad, pero también monótona.

Paula, que ha venido a pasar unos días con nosotros, disfruta de la variedad de paisajes y, sobre todo, del disfrute de cambiar cada pocos kilómetros de naturaleza, incluso aunque ésta haya sido modificada por la humana. Me ha pedido que aparcara a un lado de la carretera junto a un campo de colza. El cielo era gris de lluvia y el campo amarillo intenso brillaba como un milagro alienígena.

Cuando nuestra hija viene a visitarnos recupera los campos de cereal, las amapolas, la aliaga, los altísimos cielos azules, las encinas carrascas, los pinos y enebros, las zarzamoras, los lirios silvestres, las margaritas, el paisaje de su infancia. Es cierto: no son los bosques vikingos entre los que ahora vive y que, para una temporada, lo mismo te dejan con la boca abierta. Pero echa de menos la variedad de que todo cambie si conduces unos kilómetros hacia Benasque o Bielsa o si los conduces hacia Sariñena y Tardienta. Incluso si conduces, como hacemos tantas veces, hacia el desierto que rodea a Zaragoza. Ella conoce, desde su infancia, la variedad, y tras eso todo es pobre y escaso.

2 comentarios:

Elvira dijo...

Es así. Me has recordado a mi padre, que decía que los bosques suizos son muy bonitos pero huelen a humedad, en cambio el monte de por aquí, con algunas encinas, robles o pinos, y lleno de matas de romero, tomillo, brezo, jara, rosales silvestres, etc., olía de maravilla.

Un beso

Jesús Miramón dijo...

El paisaje de nuestra infancia nos marca para siempre. Mi hija echa de menos la variedad y estos cielos tan altos y azules. Tantos árboles y plantas y arbustos diferentes. Las aliagas, el romero ahora en flor. Los olores que allí no puede oler pero retiene en su memoria desde que era una niña.

Yo no comparo nada con nada, intento dar testimonio de mi navegación en este cuaderno de bitácora. ¿Recuerdas cuando se llamaban así los blogs?

En mi caso, sólo en mi caso, creo que podría ser feliz viviendo en una cabaña en el fondo de un fiordo frente a una playa de guijarros donde golpeara el mar. Yo creo que sí podría porque amo el frío y lo poco. Aunque debería vivir solo, porque la persona que me acompaña desde los dieciocho o diecinueve años no viviría así ni loca de atar. Debería dejarlo todo atrás, y no quiero repetirlo porque... bueno. Libélulas que atraen.