martes, 16 de julio de 2019

Dieciséis de julio

Por la mañana fuimos a visitar un rato a mis padres. El próximo veintinueve de julio mi madre cumple ochenta años y el siguiente sábado tres de agosto nos reunimos toda la familia en el restaurante El lechugero de Cascante, en Navarra, mi pueblo y el de mis antepasados. Regentado por mis amigos de veranos adolescentes, Carmelo en sala y Angelines en la cocina, mi familia lo celebramos todo allí, y algo tan bonito como cumplir ochenta años no podía ser una excepción. Se da también el caso de que los fundadores originales del restaurante y hostal, que al principio era una tasca, son amigos íntimos de mis padres desde la infancia hasta hoy.

Mi madre nos ha dicho que le hacía mucha ilusión reunirnos a todos ese día, y entonces yo he recordado que mi iPhone me había enviado el día anterior uno de esos recuerdos que recopila la aplicación de fotografías, y precisamente eran fotografías de mis bisabuelas, mis abuelos y también de mis padres cuando se conocieron, con apenas quince años. Hemos estado viéndolas. A ratos señalaban: este está muerto, esta también, este muerto, este muerto... Yo me partía de risa. Sois unos supervivientes, les he dicho, sabiendo que, como todos, algún día dejarán de serlo. Le he guiñado el ojo a mi padre, que estaba contento de ver a mi madre tan lúcida y tan majica hoy, y le he dicho: Papá, a este paso la mamá no deja vivo a ninguno.

Ha sido un rato agradable. Había fotos maravillosas.  Qué guapos y qué jóvenes eran estos dos seres extraordinarios a los que todavía puedo abrazar y besar y oler.  Y qué poco podían imaginar que tendrían cuatro hijos, tres nueras, un yerno y diez nietos que les quieren, más las parejas de mis sobrinos y sobrinas y mis hijos. La vida creciendo como una enredadera.


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