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sábado, 8 de enero de 2011

martes, 4 de enero de 2011

4

La última tarde vamos a dar un paseo por la playa de Berria, en Santoña. La luz se extingue a la velocidad de nuestros pasos sobre la arena húmeda. Mañana cada uno de nosotros volverá a su rutina habitual y, de alguna manera, dos mil once habrá comenzado de verdad.

domingo, 2 de enero de 2011

2

Por la mañana nos acercamos en coche a Laredo, una localidad cuyos encantos originales fueron sepultados en algún momento del siglo pasado por el desarrollismo urbanístico vinculado al veraneo de playa. El día es gris y el paseo marítimo ofrece un aspecto desolado y triste, apenas vencido por los gritos de nuestros niños que corren persiguiéndose. Compramos pan y regresamos a la casona. Qué agradecimiento siente la mirada cuando dejamos atrás los suburbios y la autopista y nos adentramos en la carretera del valle, rodeados de prados, bosques y peñascos de cimas envueltas en niebla.

sábado, 1 de enero de 2011

1

La noche cae temprano entre las montañas. Los faros de un coche aparecen y desaparecen en las curvas de la carretera. El ruido de las ramas de los árboles del bosque se mezcla con el del río que fluye en la oscuridad. En la casa hay luz, hay calor. Me daré la vuelta y entraré allí, lejos de este otro mundo frío.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Siempre al norte

Mientras dos mil diez se apaga sin estridencias, ajeno a la terrible crisis económica y los desastres naturales, yo plancho ropa para el viaje familiar de fin de año. De nuevo iremos al norte, siempre al norte, no muy lejos del mar.

sábado, 28 de agosto de 2010

Álbum de Connemara

LA CASA




LOS QUE SE FUERON




LUGARES










PERSONAS




IRLANDA ES UN JARDÍN



(Pasar el cursor sobre las fotografías permite leer información, así como abrirlas y ampliarlas.)

viernes, 27 de agosto de 2010

Días de Connemara

EL MERO ACTO DE VIAJAR

El de hoy ha sido un día muy largo e intenso. Comenzó en Binéfar, provincia de Huesca, Aragón, España, y acaba aquí, en Great Mans Bay, Dereen Daragh, Lettermore, Connemara, Condado de Galway, costa oeste de Irlanda. Caigo en la cuenta, por infantil que resulte pensarlo, de que el mero acto de viajar, la posibilidad de trasladarse sobre el planeta de un lugar a otro, me sigue pareciendo increíble, mágico, algo casi inexplicable.

Salimos de casa en dirección a Barcelona a las cuatro de la madrugada. En el aeropuerto del Prat, tras esperar un buen rato, tomamos un avión hacia Dublín, donde nos esperaba un Toyota Avensis con cambio automático y el volante a la derecha que conduje por el carril de la izquierda de costa a costa hasta llegar aquí, parando en Galway para comprar provisiones. Maite me avisaba cuando me aproximaba peligrosamente al arcén y lo cierto es que he disfrutado mucho, aunque al principio estaba un poco nervioso.

La casa tiene unas vistas soberbias de la bahía, pero lo que más nos ha llamado la atención es que está llena de detalles personales, fotografías y objetos de la familia McDanagh, uno de cuyos miembros, Michael, un hombre muy alto que habla inglés a golpe de glotis (estamos en territorio Gaeltacht, donde se habla gaélico), nos ha guiado desde la iglesia de Lettermore y nos ha entregado las llaves. Cuando se ha ido hemos descubierto, al ir a recoger la compra en la nevera, un regalo de bienvenida consistente en una botella de vino blanco australiano acompañada de queso cheddar rojo y un paquete de galletas saladas crackers, un detalle que me ha hecho recordar el día que pensé en la posibilidad de llevar un par de botellas de rioja bueno para obsequiárselas a los propietarios de la casa, el día que lo pensé, debo decir, y a continuación deseché por el límite de peso de los equipajes en el avión.

Antes de cenar nos hemos dedicado a explorar las habitaciones y rápidamente hemos deducido que ésta fue la casa familiar del clan, donde todo empezó. En las paredes de un pequeño salón enmoquetado hay colgadas fotografías de los abuelos, los hijos (aparece Michael en varias edades) y los nietos, incluso una felicitación de navidad insertada en la esquina de uno de los marcos. Nos ha sorprendido mucho. «Es como ocupar la casa de tu tía del pueblo», ha dicho Maite. «Bueno, dudo que exista algo más irlandés que vivir durante unos días en la casa de una verdadera familia irlandesa, con sus retratos, santos y todo», le he replicado con un vaso de carísimo whiskey irlandés en la mano. «Ya, pero es un poco raro, ¿no? Fíjate, esta fotografía es de una boda». «No sé si es raro, cariño, lo que sí sé es que estamos muy cansados y que mañana lo veremos todo con otros ojos, recuerda que esta madrugada estábamos en Binéfar y ahora estamos aquí, ¿no es increíble?».

FUNDA NÓRDICA

He dormido como un tronco toda la noche, cubierto por una funda nórdica que no me ha molestado en absoluto. Las vistas desde la cocina son preciosas. El mar es gris, como el cielo y las nubes. En los cables del tendido eléctrico se ha posado un grupo de cuervos.

NUNCA HABÍA IMAGINADO QUE LA COSTA IRLANDESA OLIESE ASÍ

Hemos ido a dar un paseo por la playa desierta. Nunca había imaginado que la costa irlandesa oliese así. Imaginaba el olor salado de las costas del norte de España, aquella mezcla de yodo, helechos y espuma de olas, pero aquí huele a melaza, a flores, a las algas cobrizas que lo cubren todo expuestas al sol que de tanto en tanto asoma entre las nubes. Es un olor dulzón que deja un persistente sabor ferruginoso en la boca, ahumado, mineral. Todavía tengo que decidir si es agradable o no. Lo que no tiene parangón es el paisaje, aún más hermoso de lo que imaginaba.

ARTEFACTOS

En esta casa nada funciona fácilmente. Hay que poner en marcha mecanismos diversos para que el agua salga caliente por la alcachofa de la ducha y también, algo insólito, para que sencillamente la corriente eléctrica fluya a través de un enchufe. Lo de la ducha es curioso: no hay grifos ni palancas sino una especie de caja con dos mandos que regulan la salida del agua y la temperatura. Para que funcione basta con accionar un interruptor situado en el pasillo después, eso sí, de haber abierto el gas en la cocina de la planta de abajo y esperar diez o quince minutos para que se caliente el agua. Estuvimos en Londres hace un par de años y detecto ciertas similitudes entre Irlanda y lo que vimos allá: casi todo es raro, antiguo, como de otro tiempo: la tetera eléctrica, el abrelatas, la tostadora, incluso el sintonizador de la televisión por cable parece haber sido fabricado en los años cuarenta del siglo pasado, me recuerda a la máquina Enigma que descifraba los mensajes secretos de los nazis.

CONDUCIR POR LA IZQUIERDA

Vine un poco preocupado por tener que conducir con el volante a la derecha y por el carril izquierdo de las carreteras, de hecho ese fue el motivo de que alquilase un coche con cambio automático, así me ahorraba tener que cambiar de velocidad con la mano izquierda, y fue una gran idea, el Toyota Avensis va de maravilla, muy fino, y sólo tengo que concentrarme en acelerar y frenar. Pero a lo que iba: me ha costado dos días cambiar los hábitos. Algo que ayuda mucho al proceso es la amabilidad y educación de los conductores irlandeses, ya puedes conducir a cuarenta donde se va a ochenta que nadie te pitará ni te presionará como sucede en mi país. Para empezar ellos no corren, algo de puro sentido común teniendo en cuenta que las carreteras de este país son bastante malas, pero es que además son muy corteses, dejan pasar en los atascos, ceden el paso, saludan, en fin, algo inaudito para un español.

REGATA DE HOOKERS

Por la mañana nos sorprendemos al ver algunos coches en el entorno de nuestra casa, normalmente desierto. Han venido para asistir a una regata de hookers, los botes a vela típicos de Connemara. Nosotros podemos contemplarla desde la cocina. No acabo de comprender, sin duda alguna por ignorancia, dónde reside la diversión de ver pasar unos bonitos barcos por la bahía una y otra vez pero los aficionados, armados con prismáticos y encaramados a las rocas y colinas junto a las playas, parecen disfrutar mucho durante horas.

UN PASEO POR GALWAY

Después de la siesta nos vamos a dar un paseo por Galway, una bonita ciudad de sesenta y seis mil habitantes. En las calles peatonales del centro hay muchos pubs, restaurantes y comercios. En las terrazas la gente bebe pintas de cerveza y en algunas esquinas los músicos callejeros cantan tras el estuche de sus guitarras abiertos en el suelo. En una de ellas hay un tipo moreno y mal afeitado que canta música tradicional irlandesa con una bellísima voz de barítono. Frente a él un hombre de unos sesenta y pico años le acompaña en voz baja llevando el ritmo con una pierna. Me quedo un rato disfrutando. Tras cuatro o cinco canciones el señor del público se acerca al músico, deposita unas monedas en el estuche de la guitarra y le hace un signo levantando el pulgar de la mano izquierda. Yo también le doy dinero y le sonrío en muestra de agradecimiento. Toca y canta mejor que algunos músicos profesionales que escucho en los discos que he traído.

Regresamos de Galway cuando ya es noche cerrada y llueven ráfagas provenientes del mar. Si todavía me resulta algo complicado conducir en este país de día y con buen tiempo, en estas condiciones he de concentrarme con todos los sentidos. Para volver a casa debemos atravesar tres puentes ceñidos por muros de piedra tan estrechos que cuando se cruzan dos vehículos ambos deben frenar y avanzar casi rozándose para poder pasar. De noche y lloviendo todavía no comprendo cómo no he dañado el lateral izquierdo del Toyota. Estaba cagado de miedo y debía de ser evidente porque nadie en el interior del coche decía ni mú. Imagino que con el paso de los días acabaré tomándoles la medida a los dichosos puentes, por otra parte muy pintorescos y objetivo de fotógrafos y turistas.

ACANTILADOS DE MOHER

Conduzco hasta los acantilados de Moher, el lugar más visitado de Irlanda. Las vistas son ciertamente espectaculares, altos acantilados recortados contra el cielo sobre un mar oscuro, y ya está.

Bueno, no está, porque mientras contemplaba los precipicios he reparado en una señora de avanzada edad que tomaba el sol sentada en un banco con los ojos cerrados. Su rostro emitía tanta serenidad, tanta paz y agradecimiento, que no he podido evitar hacerle una fotografía con el teléfono móvil.

DÍAS DE DESCANSO

Tras un día de excursión nos quedamos otro en casa, que para eso la alquilamos. En todos nuestros viajes lo hacemos. Días de descanso: comemos en la cocina, dormimos la siesta, leemos, vemos la televisión, damos un paseo por los alrededores, en fin, hacemos vacaciones de las vacaciones.

WHISKY AGUADO

El agua que sale por el grifo de la casa es igual de turbia que la que riza el viento en los lagos y ríos de Connemara, del color del whisky aguado. Cuando el primer día preguntamos a Michael McDanagh si podíamos beber de ella nos comentó con una sonrisa que él no lo haría.

LAS ISLAS ARAN

Hoy hemos visitado Inis Mór, la más grande de las islas Aran, donde hemos alquilado (junto a dos mil personas más) unas bicicletas para recorrer la isla. Al principio aquello parecía la salida de la vuelta ciclista a España y se ha creado un caos casi angustioso pero luego, poco a poco, a medida que la isla iba absorbiendo carne humana, las cosas han mejorado. Lo cierto es que el paisaje, bancales divididos por cercas de piedras y estrechos caminos que desembocan en playas de aspecto salvaje, es precioso, muy intenso y fotogénico y, a decir verdad, idéntico al que tenemos alrededor de nuestra casa. Aquí y allá, como sucede en todo Connemara, pedaleábamos junto a ruinas de casas abandonadas. Me he dado cuenta de que lo más resistente son las chimeneas, que se mantienen en pie acosadas por helechos y zarzales. Yo, sin embargo, no soy resistente y he terminado con los huevos escocidos por el roce del sillín, y eso que en las cuestas desmontaba y proseguía mi camino empujando ignominiosamente la bicicleta. Maite, Paula y Carlos me adelantaban mofándose de mí y luego yo les alcanzaba cuesta abajo, ajeno al significado de palabras como dignidad, honor o vergüenza.

De la excursión de hoy me ha gustado especialmente el viaje en ferry hasta la isla, sentado cómodamente en la cubierta superior y felizmente ignorante de que regresaría con la entrepierna maltrecha. El mar estaba tranquilo y ha sido muy bonito ver aparecer las islas en el horizonte.

TODO ESTÁ CUBIERTO DE FLORES SILVESTRES

Después de la siesta vamos a dar un paseo por la carretera. Todo está cubierto de flores silvestres, hay especies que no reconozco y otras que sí, como las moras, abundantísimas. Ya hay frutos maduros y Carlos se detiene a recogerlos y comérselos. Yo también las pruebo y están muy ricas. Junto a algunas casas hay montones de turba preparada para el invierno. Los conductores de los pocos coches que se cruzan con nosotros nos saludan con un gesto de la mano posada sobre el volante. Empiezo a pensar si el gobierno irlandés no paga un salario a sus ciudadanos para que sean tan amables con los forasteros y se lo comento a mi familia. Nos reímos. Hago fotografías de todas las flores. Me siento tan feliz.

LA GRANDEZA DE IRLANDA

Irlanda tiene solamente cuatro millones de habitantes, es un país pequeño, el único de toda Europa Occidental que tiene menos población que hace un siglo y medio. ¿Qué la hace grande? Podría hablar de su música, de sus poetas, de su cerveza Guinnes, oh, Dios, qué bien la tiran, cómo la voy a echar de menos, pero hoy quiero hablar de sus preciosas carreteras locales, tan bellas como estrechas y mal asfaltadas: en ellas diez kilómetros son equivalentes a veinte o treinta y las distancias se multiplican, por eso Irlanda es tan grande, inmensa como un continente.

CONG

1.

Este viaje comienza conmigo sentado en el suelo frente a una televisión Vanguard en blanco y negro. En la película hay un regreso, una historia de amor y una pelea, pero lo que queda grabado para siempre en mi cerebro infantil son los paisajes, las canciones y una carrera de caballos en la playa. Todavía no sé que esta película volveré a verla más adelante y en color muchas, muchas veces; todavía no sé que en la edad adulta, del modo absurdo en el que suceden estas cosas, la convertiré en uno de mis mitos personales; todavía no sé que un día viajaré a Irlanda y visitaré algunos de los escenarios que ahora mismo estoy viendo en la pantalla, que beberé una pinta de Guinnes en esa misma taberna donde Sean Thornton y Willy Danaher se conceden un descanso en la pelea, que caminaré por la misma calle, girando en la misma curva junto al río que Sean y Mary Kate toman a toda velocidad pedaleando en su tándem mientras huyen de la vigilancia del pequeño Michelin. No, todavía no sé.

2.

Anoche vimos «El hombre tranquilo». Soy tan friki que la metí en el equipaje para poder verla aquí. Dispersos por el salón de los McDanagh los Miramón Puértolas vimos la película juntos, algo que, para mi sorpresa, nunca había sucedido, de hecho caí en la cuenta de que mis hijos la conocían como se conocen algunas leyendas y cuentos infantiles, por referencias.

La experiencia fue maravillosa, les gustó mucho, rieron, se conmovieron, reconocieron el paisaje y disfrutaron de las peripecias de los personajes. Al finalizar les dije: «¿Comprendéis ahora por qué me enamoré de Irlanda, por qué estoy tan emocionado de estar aquí?».

3.

Al salir de la curva he visto la calle, la cruz celta en el centro de la cuesta y a la izquierda el bar de Pat Cohan con su fachada de madera pintada de verde y, oh, dioses, mi corazón ha dado un vuelco. Todos los ocupantes del coche han fijado su vista en mí para asistir al espectáculo de mi felicidad.

MÚSICA EN LA PARROQUIA

Por la noche, avisados ayer por el encantador propietario del pequeño supermercado de la carretera de Lettermore, nos hemos acercado a un local anexo a la iglesia donde actuaba un grupo de música tradicional irlandesa. Éramos los únicos extranjeros de la sala, llena de vecinos que se saludaban entre sí en gaélico. El párroco se ha acercado, nos ha dado la bienvenida en inglés y con cierto aire detectivesco nos ha preguntado de dónde éramos. Tras comprobar con el rabillo del ojo que nadie oculto con pasamontañas nos apuntaba con metralletas le hemos contestado y, ante nuestra respuesta, nos ha felicitado por la copa del mundo de fútbol y se ha ido.

El concierto ha sido una delicia, nadie dotado de sistema nervioso podía dejar de marcar el ritmo con las rodillas o la cabeza. En un momento dado una joven ha salido a bailar y luego un señor mayor se ha sumado a ella, zapateando los dos sobre el suelo del salón de actos con ligereza élfica.

ES AUSTERO, ES ELEGANTE, ME GUSTA

En las estrechas carreteras de Connemara casi todos los conductores se saludan al cruzarse. Lo hacen levantando discretamente uno o dos dedos del volante. Yo he aprendido a hacerlo. Es austero, es elegante, me gusta.

UN NUEVO DÍA

Todavía con los ojos medio cerrados salgo al exterior. Un nuevo día comienza en este remoto lugar de Irlanda. El mar parece mercurio bajo el cielo cubierto de nubes grises. Las vacas pastan en el prado de al lado. La bandera de Irlanda flamea junto a la casa de la carretera de abajo, de cuyas ventanas abiertas escapa la música pachangera de un programa de radio.

AQUÍ LAS MAREAS SON INMENSAS

Aquí las mareas son inmensas, de cuatro o cinco metros de profundidad, si no más. En cada una de ellas el mar Atlántico deposita y eleva los barcos sobre el fango cubierto de algas. Para alcanzar nuestra casa, que aunque administrativamente pertenece a la isla de Lettermore en realidad está situada en la que hay debajo de ella, Gorumna, debemos atravesar tres brazos de mar conectados por tres estrechísimos puentes de piedra. Cuando la marea está alta los postes de luz emergen directamente del agua.

IRLANDA ES ZEN

Camino de Westport el paisaje de Connemara, duro y pedregoso, da paso suavemente a los prados verdes y las sinuosas colinas del condado de Mayo. Los ríos corren por doquier y las ovejas de caras negras pastan tranquilamente. En algunas zonas son visibles las zanjas abiertas para recolectar turba. Hay lagos donde se reflejan las montañas. Hay islas en los lagos, y en las islas pequeños bosques vírgenes. Irlanda es zen.

CERCAS DE PIEDRAS

Las cercas de piedra están por todas partes, muchas desde hace siglos. Lo que me llama la atención es que el material utilizado para mantenerlas en su sitio es la fuerza de la gravedad, sólo su propio peso, lo que les confiere un aspecto neolítico que el liquen y el musgo que crece sobre las piedras no hacen sino acrecentar.

LLUEVE SUAVEMENTE

Llueve suavemente durante todo el día. Decidimos quedarnos en casa y aprovechar para poner alguna lavadora y relajarnos. Por la tarde vamos a Galway a dar un paseo. Es la tercera vez y ya la sentimos un poco nuestra. Mientras Paula y Carlos pasan un rato en un cibercafé, ansiosos por conectarse a internet, Maite y yo tomamos unas pintas en un pub cercano. Los parroquianos también beben y el camarero tiene listos los vasos siguientes, la cerveza decantándose sobre un enrejado dispuesto para ello, porque sabe que cuando terminen le pedirán otra levantando discretamente un dedo, dos a lo más, igual que hacen al saludar desde el coche.

MADRUGAMOS PARA VISITAR DUBLÍN

Madrugamos para visitar Dublín, de la que nos separan doscientos sesenta kilómetros. El esfuerzo merece la pena. La ciudad me sorprende por su tamaño aparente, resulta difícil creer que en ella vive un millón doscientas mil personas pues todo parece estar a la vuelta de la esquina. La escasa altura de los edificios hace que el cielo siempre esté muy presente, lo que confiere a sus calles una atmósfera propia de las poblaciones pequeñas. Pasamos el día caminando de un sitio a otro, deteniéndonos de vez en cuando, como hace todo el mundo a nuestro alrededor, para consultar el plano. Visitamos el pequeño barrio de Temple Bar, así como el Trinity College, las dos catedrales y el castillo de Dublín, símbolo del poder británico sobre la ciudad durante muchos siglos. Comemos en una terraza del restaurante The Church, en el centro más comercial de la ciudad, atendidos por un simpático camarero canario que nos cuenta que trabaja todos los veranos allí para pagarse la carrera de Derecho en Valencia. Lo cierto es que se escucha hablar español por todas partes. Muy entrada la tarde regresamos a la otra costa del país, atravesando el verdor de los prados y bosques para alcanzar los bancales de Connemara azotados por el viento.

UN PRECIOSO DÍA DE VERANO

Hoy ha amanecido un día esplendoroso, sin una nube en el cielo por primera vez desde que llegamos. El mar riela plano bajo el sol y el horizonte se difumina en la calima.

DISFRUTA DE IRLANDA, IDIOTA

Los días pasan, siempre más veloces de lo que uno es capaz de imaginar, y la nostalgia comienza a hacer su nido en mi estómago. Y no es solamente porque el viaje haya superado ampliamente su ecuador, no, es porque ayer en Dublín caí en la cuenta de que probablemente ya nunca volvamos a viajar los cuatro juntos. Paula, definitivamente convertida en una mujer, se va a Barcelona en septiembre y no es fácil que a partir de ahora quiera venir con nosotros. Aunque ¿qué hago pensando en estas cosas? Aprovecha los tres días que quedan y disfruta de Irlanda, idiota.

¿DÓNDE ESTÁN LOS CAMINOS QUE LLEVABAN HASTA AQUÍ?

En nuestro día de descanso salimos a caminar por «nuestra» playa, a tres minutos de casa. A lo lejos avistamos unas ruinas -cuántas hay en este país de emigrantes- y decidimos acercarnos a ellas atravesando las rocas y el campo. Son los restos de una pequeña iglesia y una vivienda, probablemente la del cura, levantadas frente al mar. Los matorrales y las zarzas las cercan mientras sus muros se resisten a caer. ¿Dónde están los caminos que llevaban hasta aquí? Cierro los ojos y me concentro en el silencio absoluto, ni siquiera roto por los pájaros o el mar.

UN PEQUEÑO PARQUE NACIONAL

Conduzco hasta el Parque Nacional de Connemara. Tras todos estos días ya no tengo que pensar dentro del Toyota, me he convertido en un conductor irlandés a todos los efectos y circulo despacio, saludo a todo el mundo y disfruto de la vida. El parque es muy bonito y muy pequeño. Caminamos uno de los tres o cuatro recorridos, apenas cuatro kilómetros, y disfrutamos del paisaje inhóspito y absolutamente romántico de Connemara. Comemos los bocadillos en una mesa de picnic y tras un último paseo por un pequeño bosque nos vamos a Clifden, un pueblo que nuestro querido Michael McDanagh se empeñó en recomendarnos.

UNA FERIA DE CABALLOS EN CLIFDEN

¡Grande y agradable sorpresa! Resulta que justamente hoy se celebra en Clifden la Feria anual del poni de Connemara, una raza equina que prolifera en muchos de los bancales de cercados de piedra y es literalmente adorada por los habitantes de este territorio. Ellos, como yo, también aman los caballos. Mi familia no y decidimos separarnos: yo me voy a la feria y ellos se van a pasear por los mercadillos y puestos callejeros que inundan el pueblo en este día de fiesta mayor.

La Feria del poni de Connemara resulta ser todo un descubrimiento para mi infantil y mitómana inteligencia. En un campo se exhiben ejemplares de caballos frente a jurados vestidos con traje y bombín en la cabeza, y ¿a quién veo llevando del ronzal un precioso ejemplar? ¡Al hombre mayor que salió a bailar en el local de la iglesia de Lettermore la noche del concierto! En otro campo anexo al de las exhibiciones jóvenes jinetes ejecutan carruseles de monta frente a otros jueces. El ambiente es un estímulo permanente para mí. En un escenario ambulante hay un concurso de baile de música tradicional irlandesa donde niñas y niños, delante de juezas con cuadernos de calificación en las manos, bailan al son de una pareja de músicos compuesta por un anciano acordeonista y una jovencísima violinista. A mi alrededor hay puestos de hamburguesas, té, pasteles y helados «Angelito». Estoy tan emocionado que ya no distingo si la gente habla en gaélico o en inglés.

A LA DERIVA EN LA ANTÁRTIDA

El viento ha soplado con fuerza toda la noche, silbando y ululando contra las esquinas de la casa como si fuese el fin del mundo. Si hemos podido dormir esta noche podríamos hacerlo en un velero a la deriva en la antártida. Último día en este país maravilloso. Anoche dejamos preparadas las maletas. Dentro de pocas horas volveremos a cruzar el país de costa a costa, rumbo al aeropuerto de Dublín. Vuelvo la mirada a la cama para contemplar con nostalgia anticipada el edredón nórdico con el que me he abrigado todas estas noches.

EL MERO ACTO DE REGRESAR

Aterrizamos por la noche en Barcelona y nos recibe un calor húmedo e insoportable. Allí recogemos nuestro coche, cambio el chip cerebral para volver a conducir por la derecha con el volante a la izquierda y emprendemos el último tramo hasta Binéfar, a donde llegaremos pasadas las dos de la madrugada. Calor, calor, calor, hace mucho calor. Ay, Irlanda, cuánto voy a echarte de menos.

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Álbum de Connemara

domingo, 4 de abril de 2010

Alto Ampurdán

Días en una masía del alto Ampurdán: lluvia, sol, nubes, el mar liso como una laguna, bosques de árboles derribados por las feroces tormentas del invierno, una agradable comida en el patio con mi amigo y su amiga. Ampurias griega y romana, las calas de Begur, Calella de Palafrugell, las antiguas calles adoquinadas del call de Girona, aquellas por las que yo paseaba en diciembre de mil novecientos ochenta y ocho, recién llegado para ocupar mi plaza. Entonces todo era nuevo para mí.

jueves, 7 de enero de 2010

Vidas minúsculas

Las calles de Mauléon aparecen desiertas a las doce de la mañana del dos de enero de dos mil diez. No se ve un alma por la calle. Me pregunto quién vive tras los visillos de las ventanas, quién puebla este pequeño pueblo de Aquitania atravesado por un río. Hay una breve avenida flanqueada por árboles, un frontón, el Café de l'Europe. En el escaparate de una tienda fotográfica sonríen niños desconocidos encaramados a una motocicleta. Pienso en Proust; pienso en las vidas minúsculas de Pierre Michon; pienso en aquella película que en su día me gustó tanto, «Las confesiones del doctor Sachs». ¿Podría vivir yo en un lugar así? Ah, pero yo ya vivo en un lugar así: pequeño, provinciano, casi desierto a determinadas horas del día. En mis ventanas hay cortinas. Un cielo gris que presagia lluvia. Vidas minúsculas.

jueves, 31 de diciembre de 2009

Musgo

La lluvia nos acompañó durante todo el viaje, una lluvia suave y constante que continúa cayendo en la noche que cubre los bosques que nos rodean. Mis padres, hermanos y sobrinos vinieron ayer a la casa y a nuestra llegada el lugar ya había sido ocupado por el clan, diecinueve personas más otra que crece en el vientre de su madre. Dentro de unas horas cenaremos y brindaremos para que el nuevo año que comienza sea benévolo con nosotros. Si la leña arde en la chimenea y la lluvia empapa el musgo en la oscuridad, ¿cómo no tener esperanza en el futuro?

martes, 29 de diciembre de 2009

Toki Ona

Todavía no ha llegado el paso de año nuevo y ya comienzo a elaborar mi lista de buenos propósitos. Siempre es la misma, lo que dice mucho de mi escasa fuerza de voluntad, y también siempre sostengo cierta esperanza en cumplirla, lo que dice algo de mi ingenuidad. Pero ahora es momento de envolver regalos y comenzar a preparar el viaje de pasado mañana a Toki Ona, que significa «Lugar bueno» en euskera. El propósito principal de mi lista, teniendo en cuenta las comidas y cenas que me esperan, deberá esperar a los Reyes Magos.

martes, 6 de enero de 2009

Ventanuco

Regreso de Asturias alejándome del buen tiempo y penetrando kilómetro a kilómetro en la gélida niebla. Quedan atrás los valles verdes, sus laderas cubiertas de bosques de eucaliptos, pequeñas aldeas, una playa, dos ciudades; quedan atrás días de convivencia familiar, volver a decir mamá y papá a cada rato, ser llamado tío por las sobrinas más pequeñas, estar con mis hermanos; quedan atrás los primeros pasos de este nuevo año que suavemente comienza a precipitarse. Grande es el mundo, y tan pequeño como mi vida.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Equipaje

El día ha amanecido húmedo y gris. Todavía con el eco de los conciertos del fin de semana en el oído preparo el equipaje. Estoy un poco cansado físicamente, han sido días de muchos ensayos y preparativos, pero es un cansancio agradable el que se siente cuando uno ha hecho bien las cosas. Esta noche dormiremos en Zaragoza y mañana emprenderemos viaje hacia el Norte, hacia el mar, hacia ese desconocido año que se avecina. Quién sabe lo que guarda para nosotros.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Días de Normandía

La casa está en una de las cientos de carreteras locales que cruzan la península de Cotentin, en el canal de La Mancha, y soy incapaz de encontrarla, así que aparcamos junto a la iglesia de L'Hommet d'Arthenay, la aldea a cuyo término municipal pertenece, y telefoneamos al señor Humbert Bigot, quien no tarda mucho en venir a buscarnos en su pequeño Peugeot azul. Él nos guía a lo largo de dos o tres kilómetros hasta la que será nuestra residencia durante las próximas dos semanas. Su esposa nos saluda cordialmente y nos enseña las distintas habitaciones, los electrodomésticos, el ajuar, la barbacoa, el jardín trasero, lindante con un campo de manzanos con cuyos frutos elaboran sidra. En el frigorífico han dejado enfriándose dos de sus botellas como amable obsequio de bienvenida.

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He dormido maravillosamente bien. Mientras me dirijo al baño el suelo de madera cruje bajo mi peso. La luz lluviosa de nuestra primera mañana en Normandía se cuela a través de los visillos de las ventanas abuhardilladas del pasillo.

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Aparcamos junto a las dunas cubiertas de hierba y, a través de un sendero de arena, descendemos a la playa. El cielo cubierto convierte el mar en una superficie de aspecto metálico. El aire trae aroma a algas y yodo. En este mismo lugar, hace sesenta y cuatro años, desembarcaron parte de las tropas norteamericanas que liberaron Europa del nazismo. He leído muchos libros sobre ese día, he visto muchas películas. Fue aquí. Caminamos junto a la orilla, cruzándonos con otros grupos de turistas, algunos de ellos alemanes, vestidos, como nosotros, con chubasqueros para la llovizna que cae intermitentemente. Nos dirigimos al museo Memorial UTAH que se construyó en una zona de búnkers, allí se exponen numerosos restos de la batalla: armas, vehículos, uniformes, utensilios que llevaban los combatientes, pertrechos de todo tipo. Como todo el mundo, antes de entrar nos hacemos una fotografía delante de un tanque Sherman en bastante buen estado de conservación. Dentro del museo asistimos a la proyección de imágenes del desembarco. Antes de irme del edificio escribo lo siguiente en un libro de firmas: “Memoria y gloria eterna para los jóvenes norteamericanos que dejaron aquí su vida en defensa de la libertad. Jesús Miramón. España”.

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Saint Lô es una ciudad más grande de lo que yo pensaba. El domingo por la tarde está prácticamente desierta. Caminamos por sus calles llenas de comercios y cafeterías cerrados. Hay una muralla, una iglesia reconstruida (la ciudad fue absolutamente destruida durante la batalla de Normandía), un amplio y tranquilo canal surgido de un cuadro de Monet.

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Normandía huele a pasto fresco, a madera barnizada, a naftalina, a manzanas verdes, a asfalto mojado, a animales de granja, a hierro antiguo, a flores húmedas, a sidra casera, a leche, a bizcochos de mantequilla, a pan recién hecho, a queso, a marisco, a algas en proceso de descomposición, a yodo marino, a densa espesura, a prados silvestres, a paredes de piedra cubiertas de liquen, a sombra, a humo de rastrojos, a nubes perpetuas, a lluvia por la mañana, a sol por la tarde, a noches de verano de sábanas y manta, a Innisfree.

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El día amanece luminoso y soleado. Es increíble cómo la luz puede modificar la sensación que produce una región. Mañana de compras para unos días en la que buscamos productos del país: patés, quesos, carnes, vinos, etcétera. Los precios son más baratos que en España.

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Llegamos a la playa de Gouville, al oeste de la península, cuando ya se retiran los tractores que han estado recolectando moluscos en la zona de marea baja. Los trabajadores viajan de pie en los remolques junto a sacos que emiten un intenso aroma a mar. Paseamos por la orilla adentrándonos en tierra a la sorprendente velocidad a la que sube la marea, tan potente que absorbe el movimiento de las olas convirtiendo el mar en un creciente lago de aspecto mineral. Exceptuando dos pescadores que han instalado sus largas cañas en puntos muy alejados del agua, conocedores de lo que aquí sucede a estas horas, no hay nadie más en la playa. El cielo es gris, mesozoico.

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Aparcamos el coche y nos adentramos entre los árboles del bosque de Cerisy. Sólo se escucha el crujido de las ramas del suelo bajo nuestras suelas. Entre la hierba crecen los helechos y el acebo, y el suelo está levantado aquí y allá por los hocicos de los jabalíes. De pronto el sol ha quedado lejos y hace un poco de frío.

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Después de comer decidimos quedarnos en casa el resto del día. Los adultos dormimos la siesta sin prisa. Por la tarde disfrutamos del jardín, del clima fresco. Cenamos una pizza, queso, paté, embutido. Ah, qué agradable es también no tener planes.

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La arena está cubierta de conchas y restos de algas. En la zona de aguas someras un caballo trotón arrastra un pequeño carruaje de carreras conducido por su entrenador. Una pareja juega con sus dos perros junto a la orilla.

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Me encanta conducir a través de estas carreteras locales de color rosa envueltos por el bocage, el nombre que se les da a los altos y característicos muros de vegetación interrumpidos de vez en cuando por cercas de entrada a prados donde pastan vacas y caballos.

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En uno de los tejados de la iglesia de Ste. Mère Eglise cuelga la figura de un paracaidista de la 82 división aerotransportada, unidad que fue lanzada en la madrugada anterior al día del desembarco. El paracaídas y el maniquí es un homenaje del pueblo a aquellos hombres, así como el recordatorio de una escena real que la película “El día más largo” hizo famosa: uno de los paracaidistas aterrizó directamente sobre el campanario de la iglesia y quedó allí colgado y expuesto a las defensas alemanas. Milagrosamente sobrevivió y en uno de los carteles explicativos que salpican la población leemos que regresó a Ste. Mère Eglise en varias ocasiones. En las fotografías aparece un jubilado de rostro rubicundo. Falleció en 1976.

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Nos sentamos en la terraza de una pequeña crepérie en la plaza de la iglesia de Ste. Marie du Mont, una de las cuidadas y preciosas aldeas que salpican cada pocos kilómetros este territorio. Pedimos gallettes, crepes saladas hechas con trigo sarraceno. La mía tiene huevo, jamón, champiñones en salsa y ensalada. Bebemos sidra y agua. Todo está buenísimo. Cae la tarde. La cuenta asciende a 39 euros. ¿Quién dijo que Francia era un país caro?

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Cherburgo, cuando uno accede desde las zonas rurales del interior, parece una gran ciudad en comparación a las abundantes aldeas y pedanías que por doquier salpican el paisaje normando. La zona del puerto es también la más turística. Desde allí salen y llegan diariamente ferrys que comunican Francia con las relativamente cercanas Irlanda e Inglaterra y el turismo anglosajón campa a sus anchas. Nos topamos con un mercado callejero donde venden verduras, quesos, patés, comida del país. Compramos queso y judías verdes. Luego paseamos a lo largo de los muelles donde se tambalean los mástiles de los barcos allí amarrados. En uno de los malecones se mece la reproducción histórica de un drakar vikingo. El sol brilla con fuerza en el cielo pero no alcanza a hacer calor. Adoro este clima.

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Mi hermana y su familia han venido a pasar unos días con nosotros. Después de su llamada telefónica comunicándonos que ya estaban en Saint Lô he salido a esperarles a la carretera: qué alegría he sentido cuando he visto aparecer su coche, y qué preciosas estaban mis sobrinas. Besos, emoción y abrazos: qué curioso resulta que nos reunamos a tantos kilómetros de casa. A pesar de su cansancio después de un viaje tan largo hemos cenado tranquilamente (láminas de magret de pato asado con rúcula y vinagreta de mostaza, quesos, foie, patés, vinos de Burdeos y Borgoña) y los adultos nos hemos ido a la cama cerca de las dos de la mañana.

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Las niñas y sus primos se apresuran hacia la arena de la playa Omaha para jugar, más allá del feo monumento conmemorativo del desembarco más duro y sangriento de aquel día. Me sucede lo mismo que en la playa UTAH: no puedo evitar conmoverme al pensar en todas las vidas que fueron segadas aquí hace sesenta y cuatro años. Donde se apostaban los nidos de ametralladoras y los cañones hoy se levantan bonitas casas de vacaciones con vistas al mar; en la orilla donde miles de jóvenes fueron abatidos las gaviotas se trasladan de aquí para allá con aire impertinente. Recuerdo un texto maravilloso que expresa algo de lo que siento.

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La excursión a Mont Saint Michael ha sido decepcionante, no por culpa del lugar, ciertamente espectacular y muy bonito, sino por la masificación turística a la que nosotros ocho hemos contribuido. Era tal la muchedumbre que pretendía entrar en la abadía que en un momento dado, cuando estábamos encajonados en la estrecha y única calle de acceso sin poder ir hacia adelante ni hacia atrás, mis sobrinas en los hombros, la sillita plegada contra las piernas para molestar lo menos posible, hemos decidido escapar de allí, lo cual tampoco resultaba fácil. Y cuando hemos llegado al aparcamiento ha sido para participar en un monumental atasco de una hora de duración sólo para salir a la carretera. Conclusión: jamás hay que ir a Mont Saint Michael en agosto.

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La ciudad de Bayeux es limpia y ordenada. En el centro histórico, uno de los pocos del territorio que salió indemne de los bombardeos y enfrentamientos de la liberación, se conservan bonitos edificios de la Edad Media. En las calles que rodean la preciosa catedral de Notre Dame hay muchos restaurantes y terrazas y el aire huele a pan, a queso fundido, a mostaza. Acudimos al museo en el que se expone el tapiz de Bayeux, el famoso lienzo de setenta metros de longitud donde, a través de imágenes cargadas de potencia y de gracia, se nos narra la historia de Guillermo el Conquistador, noble normando que se coronó rey de Inglaterra. Uno de los aspectos más interesantes del tapiz, muy evidente cuando uno se halla ante él, es la información viva y casual que ofrece: ornamentos, armaduras, costumbres, vituallas, barcos, batallas, gestos de hombres y animales. Todos salimos casi tan maravillados de nuestro pequeño viaje temporal al siglo XI como de lo bien que se han portado Celia y Olivia.

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De madrugada se han ido nuestros queridos visitantes. Maite y yo nos hemos levantado para despedirles. La noche estaba oscura. Les esperaba un largo viaje hasta Santander.

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Va a llover, puedo sentirlo en cada rizoma y raíz bajo la hierba, puedo sentirlo sobre mí como siento vuestros pasos en el césped cuidadosamente segado. Os detenéis frente a mi cruz blanca, leéis: "Here rest in honored glory / a comrade in arms / know but the god", a veces hacéis una fotografía, y luego proseguís vuestro camino. No os lo reprocho, hay muchísimas cruces a mi alrededor, casi diez mil camaradas me acompañan. Al principio me dolió ser uno de los pocos que no tenían nombre, aquel obús alemán me deshizo de tal modo que no pudieron identificarme. Ahora ya no me importa: mis padres hace mucho que murieron con la diminuta y permanente esperanza de que yo estuviese vivo, amnésico en Francia, asistido por desconocidos, ingresado en alguna parte, y mis amigos de Brooklyn me olvidaron al cabo de pocos años, ¿qué otra cosa podían hacer con un colega desaparecido en combate a los diecinueve años? Poco a poco, año tras año, fui acostumbrándome a este estado anónimo, vegetal, mineral. Va a llover. Puedo sentirlo en el granito de mi lápida labrada, puedo sentirlo en la corteza de los pinos que crecen tumbados por el viento del mar. Dios conoce mi nombre.

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En los prados que rodean el castillo de Guillermo el Conquistador, en Caen, grupos de jóvenes hacen botellón. El sol brilla tímidamente sobre los tejados de pizarra de la ciudad. Visitamos la catedral de Saint Pierre y damos un paseo por las animadas calles circundantes. Hay muchos comercios, bares y cafeterías. Pasado mañana nos vamos de este país. Sé que es una tontería pero eso me condiciona para disfrutar del día de hoy. Soy estúpido.

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Aparcamos frente a la extensa playa de Coutainville. La marea está baja y la arena brilla bajo las nubes. Caminamos a lo largo del paseo marítimo junto a casas con contraventanas de madera y tejados a dos aguas. Nadie se baña en el mar. Una pareja de jinetes avanza al paso en la zona donde rompen las olas.

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Desayunamos muy temprano y recogemos todo. Arreglamos y limpiamos las habitaciones, vaciamos el lavavajillas, ordenamos las cosas, dejamos todo exactamente como estaba cuando llegamos. En la mesa de la cocina, a modo de obsequio de despedida, coloco a la vista dos botellas de rioja bueno que encargué a mi hermana. A las nueve de la mañana, tal y como quedamos, aparece el matrimonio Bigot. Les damos las gracias, les expresamos lo maravillosamente bien que hemos estado en la casa y les devolvemos las llaves. Au revoir. Adieu.

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Que nunca olvide el sonido
de las ramas del árbol
al otro lado de la carretera,
mecidas por el viento nocturno
de Normandía.