domingo, 31 de marzo de 2019

Treinta y uno de marzo

Esta noche perdí una hora. Llevo tanto tiempo escribiendo este diario que seguramente todo lo que diga a partir de ahora ya lo dije antes: me perturba haber perdido una hora. Ahora mismo son las diez y veinticinco de la noche pero ayer, en este momento exacto del mundo, eran las nueve y veinticinco de la noche. Me cuesta comprenderlo y a la vez me ayuda a entender que todas las medidas que nos rodean a lo largo de nuestra vida son solamente eso: acuerdos colectivos, convenios, apaños. Medimos el tiempo según nos conviene, aunque él no haga lo mismo con nosotros.

sábado, 30 de marzo de 2019

Treinta de marzo

Hemos ido a visitar a mis padres caminando. Desde nuestra casa cuesta media hora más o menos. Me ha sorprendido un poco ver lo sucias que estaban las calles de Zaragoza, o tal vez fuese efecto de la luz, que se desvanecía poco a poco mientras se encendían las farolas. La gente tomaba copas y tapas en innumerables terrazas. Hemos pasado, tanto en la ida como en la vuelta, frente a un gimnasio donde podías ver a las personas corriendo en cintas móviles pues en vez de pared había un inmenso cristal.

Al llegar a la casa donde me crié nos hemos encontrado con mi hermano Carlos y Concha, nuestra cuñada queridísima. Ellos se han ido al cabo de un rato a buscar a mi sobrino Diego, que estaba en casa de un amigo, y Maite y yo nos hemos quedado con Jesús y Nati un rato más. Ochenta y tres y casi ochenta años. Hoy mi madre estaba mejor que la última vez que fuimos a verles, así que he vuelto a casa más animado, aunque con una consciencia muy clara de que ya hemos entrado, como hijos e hija, en una etapa muy concreta de nuestras vidas y, sobre todo, de las vidas de nuestros padres amados.

Al llegar a nuestro apartamento he venido al cuarto de mi hija con un bourbon con hielo y aquí estoy, escribiendo mientras escucho una obra que descubrí hace poco y desde entonces no puedo dejar de oír. Parece mentira que tras tantos años de música no la conociera, pero cuantas más existirán. Es el precio que pagamos: vivimos fugazmente, pero tal vez por ello lo hacemos con más intensidad.


 

viernes, 29 de marzo de 2019

Veintinueve de marzo

Estaba duchándome con la puerta del cuarto de baño cerrada cuando he oído golpear en la puerta a nuestro robot de limpieza Roomba. Han sido tres o cuatro golpes suaves, pero durante un momento he sentido algo entre la perplejidad y el miedo.

jueves, 28 de marzo de 2019

Veintiocho de marzo

No habrá en la historia del universo otro día exactamente igual al de hoy. Hace mucho tiempo leí un artículo que explicaba el tiempo del siguiente modo: un vaso de vidrio al borde de una mesa cae y se rompe en pedazos al golpear el suelo de la cocina. Eso es el tiempo. Podríamos recoger los restos de ese vaso y pegarlos uno a uno hasta reconstruirlo, pero ya no sería el que estaba, minutos antes, intacto al borde la mesa. Sería otra cosa. Lo comprendí enseguida. El tiempo es eso.

Cada día de nuestra vida es un vaso que cae en el sueño de la noche. En mi inútil rebelión contra la ciencia y la física estos textos podrían ser, de algún modo, un intento de recuperar lo posible sabiendo que es imposible. Es la reunión de algunos restos. Migas de pan en la oscuridad del bosque.

Puedo leer en este diario lo que sentía al ir a recoger a mi hijo al colegio cuando era pequeño y corría feliz hacia mí arrastrando la chaqueta por el suelo, y emocionarme al hacerlo. Pero aquel momento existió y murió. Nunca volverá a existir como nunca él será otra vez un niño ni yo un padre de cuarenta años. Y no pasa nada. Sólo escribo sobre ello. Todo es como debe ser. Doy testimonio nada más.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Veintisiete de marzo

En el cercano recinto ferial de Barbastro, más allá del Palacio de Congresos al otro lado del río, las cofradías de Semana Santa ensayan con sus tambores y bombos para la próxima Semana Santa, como cada año por estas fechas.

Hoy he leído que actualmente, en España, el verano dura cinco semanas más que en mil novecientos ochenta. Son datos que me aterran porque no soporto el calor. Odio el calor, me resulta obsceno y embrutecedor.

El perro de alguna vecina ladra y ella le grita, sin éxito, que deje de hacerlo. Comprendo que algo no está funcionando bien en esa relación.

Por otro lado mi vida personal está bien. Calmada. Tranquila cuando no pienso en el calentamiento global; tranquila cuando no pienso en las guerras actuales y anónimas que matan a civiles, a mujeres y niños como sucede en Yemen; tranquila cuando no pienso en las toneladas de plástico y basura que flotan en los océanos; tranquila cuando no pienso en las próximas elecciones y la posibilidad real de que la derecha más radical gobierne en mi país; tranquila cuando no pienso.

Es difícil no pensar. A mí me cuesta mucho aunque a veces, de hecho a menudo, soy capaz de conseguirlo: mirando una película, viendo un partido de fútbol, concentrado en el plato que estoy cocinando, hablando con mi mujer de cómo le ha ido la mañana. Durmiendo la siesta como quien muere temporalmente.

A veces me siento un explorador antártico: cuanto más avanzo en la ventisca menos sé hacia donde me dirijo. Suenan los tambores y bombos que ensayan su participación en la Semana Santa que rinde tributo a la crucifixión y resurrección de Jesucristo en Palestina hace dos mil años, y yo, mientras escucho su sonido rítmico e hipnótico, me imagino avanzando entre la nieve y el hielo de la Antártida, perdido sin saber todavía que lo estoy.

martes, 26 de marzo de 2019

Veintiséis de marzo

Escribo con una tranquilidad, acaso debida al cansancio físico, que incluso me sorprende. Hace años, no demasiados, este proyecto de escribir en este diario cada noche me hubiese producido cierta ansiedad, cierta inquietud. Ahora no es así. Imagino que esto debe significar algo bueno para mí: que he madurado, tal vez; que me he dado cuenta del verdadero interés de mis cosas y mis asuntos y mis pensamientos; que en realidad ninguna de mis palabras es tan importante, que se perderán en el silencio del espacio que contempla la aparición y desaparición de galaxias y planetas. Darme cuenta de lo pequeño que soy. Es importante saberlo.

lunes, 25 de marzo de 2019

Veinticinco de marzo

A veces echo mucho de menos el mar. Hace años escribí en este mismo diario que me gustaba el mes de marzo porque contenía la palabra "mar".

Echo de menos el mar y la época en la que conducía en invierno con Maite a mi lado por la retorcida carretera de Orriols, entre Banyoles, donde vivíamos, y L'Escala, rumbo a la antigua ciudad griega de Ampurias. Nunca olvidaré el sonido del motor del Alfa Romeo apurando las curvas. Éramos jóvenes y de todo este ahora en el Somontano de Huesca no sospechábamos nada; tampoco, todavía menos, de nuestros futuros hijos.

El sonido de las olas rompiendo en la orilla. Lo escribiré mil veces, un millón de veces; lo escribiré antes de morir, si soy capaz de ello: el sonido de las olas rompiendo en la orilla una y otra vez, una y otra vez.

domingo, 24 de marzo de 2019

Veinticuatro de marzo

El día se extingue despacio,
sin prisa, a la velocidad de
la fuerza de la gravedad que
empuja mi cama, la silla y la mesa
en la que escribo hacia
el núcleo de la tierra.

Nada extraordinario
sucedió hoy, algo
que mi cerebro colmado
de voces y sucesos
a lo largo de tantos años
agradece infinitamente.

Silencio y paz. Silencio
y este dejarse llevar
por la corriente sin remedio.

sábado, 23 de marzo de 2019

Veintitrés de marzo

Esta mañana, paseando con mi compañera junto al canal, he visto la primera amapola de dos mil diecinueve. Todo ha florecido antes de lo acostumbrado. Podíamos vislumbrar la nieve en la lejana cordillera, ya no en forma de cimas blancas sino en flecos rasgados descendiendo y desapareciendo en las laderas. Había mariposas y hormigas. Pájaros en un cielo sin nubes. Romero en flor. Aliagas amarillas como las primeras plantas que crecerán en Marte cuando hayamos colonizado el planeta muchos siglos después de mi muerte.

viernes, 22 de marzo de 2019

Veintidós de marzo

Es un hombre grande, alto y muy fuerte. Lo que convendríamos en llamar "un chicarrón del norte". Se levanta de noche, tan temprano que a veces desayuna cuando otros recenan. Luego sale de casa, se sube a su camión y parte rumbo a su próximo destino. Desde la cabina contempla el amanecer sobre la tierra, sobre los campos, sobre la carretera a menudo desierta, sobre paisajes de todo tipo, y a veces hace fotografías. Le gusta mucho su trabajo -creo que a mí también me gustaría.

Es un hombre grande, alto, fuerte, y su corazón y su sensibilidad son más grandes que él. En mi limitado círculo social tengo a cuatro o cinco hombres como símbolos de lo que significa ser un buen hombre, un hombre bueno, simplemente eso: bueno. Uno es él, junto a mi padre y mis hermanos y mi mejor amigo. Se llama Gustavo y es mi cuñado, el compañero de nuestra hermana pequeña. En mi familia todos le queremos muchísimo. Lo que no sé si él sabe es que, además de todo eso, es un poeta maravilloso.