lunes, 30 de septiembre de 2019

Treinta de septiembre

Y aquí acaba septiembre de dos mil diecinueve. Y aquí termina mi último latido. Y aquí mi último parpadeo inconsciente. Siempre está terminando algo, siempre está comenzando algo, no siempre nuestro, no siempre al alcance de nuestra mano. A veces pienso seriamente que nuestro cerebro ha evolucionado para articular de manera plausible lo que no debería poder ser articulado plausiblemente. En vez de volvernos locos del todo contamos historias alrededor del fuego por la noche, bajo la espina dorsal de la vía láctea. Nada como las palabras. Ellas nos protegen del caos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Veintinueve de septiembre

Hemos vuelto de Zaragoza relativamente temprano, con tiempo para asar al horno un sencillo ternasco con patatas. Carlos se ha despertado más tarde y ha venido a besarnos. Si supiera qué ricos me saben sus besos en la mejilla, los besos de un hombre de veintidós años a quien cuidé durante un año de excedencia, como a su hermana mayor. Cuántas veces les limpié el culo y cambié sus pañales.

Nostalgia, aléjate de mí, te lo imploro. No te necesito. Prefiero el aroma que ahora mismo inunda mi casa: los pimientos y berenjenas asadas de la escalivada. También cocí al vapor judías verdes, zanahorias y patatas cortadas en trozos pequeños para hacer ensaladilla rusa. Comida para los días que vendrán. Creo que cocinar me gusta más que escribir. Cuando cocinas lo haces para personas físicas sentadas a tu lado en la mesa. Cuando escribes lo haces lanzándote al vacío, al silencio, a la más absoluta insignificancia. Y de verdad no digo que sea algo injusto: más aún: entiendo que es normal. La comida es necesaria, escribir un diario es el lujo de quienes podemos permitirnos comer cada día.

sábado, 28 de septiembre de 2019

Veintiocho de septiembre

Vuelvo a escribir desde el dormitorio de mi hija en Zaragoza, rodeado de sus cosas. Sombreros de fiesta, fotografías de su laboratorio en Barcelona, dibujos, acuarelas, un libro titulado El mundo invisible de Hayao Miyazaki, de Laura Montero Plata.

Vengo a escribir aquí porque me resulta imposible hacerlo en el salón con la televisión encendida. Necesito un rincón alejado del ruido. Sé que han existido escritoras y escritores capaces de crear en una cafetería llena de gente, en el metro, en cualquier parte. Mi talento, si existiese, no es tan fuerte: necesito silencio o, como mucho, mi música favorita.

Este diario es siempre mi última tarea antes de irme a dormir. Creo que así debe ser aunque a veces, traicionándome, he publicado páginas a la una de la madrugada. Pero en general creo firmemente que así debería ser. En general. Casi siempre. Cuando la jornada ya termina y lo que queda es dar gracias y retirarse del escenario hasta mañana. Retirarse al camarote, a la habitación de puertas automáticas de la nave espacial que surca el espacio en un silencio que no podemos ni imaginar.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Veintisiete de septiembre

He conducido y hemos llegado de noche. Seguro que lo habré escrito mil veces, pero me encanta conducir de noche. No ver lo que rodea la carretera que iluminan los faros del coche hace que tu concentración alcance casi el nivel cerebral de la meditación. Las líneas de pintura fosforescente llegando y desapareciendo tras el vehículo. Siempre que conducimos viajamos en el tiempo -como cuando caminamos e incluso cuando respiramos durmiendo la siesta-, pero de noche se parece más a como siempre lo imaginé.

En Zaragoza casi siempre sopla el cierzo. Ahora escribo con dos ventanas abiertas y opuestas y el aire me acaricia fresco, constante. Dormiré muy bien, siempre duermo bien en Zaragoza.

jueves, 26 de septiembre de 2019

Veintiséis de septiembre

Otro día se aleja llevándose cosas y dejando cosas, como hacen los ríos y las orillas del mar. Hoy a última hora del trabajo he atendido a una mujer guapa, inteligente y muy sensible. Había venido con su marido, un hombre también inteligente y con un brillo especial en la mirada. Hemos hablado mucho rato de cosas que no puedo ni quiero revelar, pero una de las conversaciones ha discurrido sobre la importancia de querernos a nosotros mismos y aceptarnos como somos y ser libres de la opinión de los demás. Hay enfermedades que simplemente consisten en ignorar o no saber enfrentar cosas sencillas, ligeras e ingrávidas. Lo he visto antes durante mis años de profesión: jóvenes extremadamente delgadas que se veían gordas en el espejo, personas adorables sin un atisbo de amor hacia sí mismas. No son enfermedades fáciles de curar porque hunden su raíz en lo más profundo de lo que somos: nuestra mente, nuestros sentimientos, nuestra visión personal de la extraña realidad que a todos nos rodea cada día desde que abrimos los ojos por la mañana hasta que los cerramos por la noche.

Yo, antes de cerrarlos esta noche, quiero pensar en Teresa y alegrarme porque poco a poco va curándose y aprendiendo y explorando más allá. Quienes hemos padecido depresión y ansiedad nos reconocemos mutuamente y sabemos en qué consiste y qué no se nos debe decir aunque sea con buena intención. Ha sido un placer hablar con ellos y quedan en mi memoria, que para los seres humanos que atiendo diariamente es sorprendentemente buena.

Debemos aprender a querernos como queremos a nuestros amigos: sin juzgarlos. Debemos dar valor a las cosas que se nos dan bien, sea cocinar, limpiar o arreglar cosas; sea dar comprensión y cariño a los demás sin darnos cuenta. Todos tenemos dones, regalos involuntarios que damos cada día al mundo sin ser conscientes de ellos. Prestemos atención sin mirar demasiado atrás. Exploremos a través de bosques, montañas, costas y desiertos. Somos seres humanos: nacimos para eso. Que los bosques, las montañas, las costas y los desiertos sólo existan en nuestra imaginación no invalida en absoluto nuestro viaje.

Cierro el cuaderno de bitácora. Ahora me acostaré en la cama y dormiré profundamente mientras este submarino, este avión, este barco pequeño surca las olas del tiempo pausado en el que mi cerebro se recupera de todo lo vivido, todo lo escuchado y olido y visto, y hace una selección de lo importante, lo muy interesante, lo casi interesante, y tira a la basura todo el resto al margen de mi voluntad. ¿Y si algunas noches me resisto a acostarme precisamente porque no estoy seguro de lo que mi propio cerebro hará desaparecer durante el sueño? Pero ahora estoy muy cansado y me rindo como cada día. Este es el ciclo. En otro lugar amanece ahora. En otro lugar despiertan.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Veinticinco de septiembre

Esta noche hemos cenado de aquella manera, cada uno por su cuenta y a deshoras, sin juntarnos: pan con tomate, fuet, queso, jamón. A las once y cuarto ha venido Carlos, nuestro hijo de veintidós años, y ha preguntado: ¿qué hay para cenar? Le he dicho: no hay nada, pica-pica. Jó, ha dicho, esperaba que hubieseis cocinado algo. Lo siento, le he dicho, no teníamos ganas, pero puedes hacerte tú lo que quieras. Ha abierto la nevera delante de mí y ha pronunciado la siguiente palabra: "supervivencia". Me ha hecho mucha gracia. Así es, le he dicho, pura supervivencia en esta isla desierta. Y antes de regresar frente a esta página en blanco le he dicho también: recoge todo lo que ensucies, ¿vale? ¡Y pon en marcha el lavavajillas!

martes, 24 de septiembre de 2019

Veinticuatro de septiembre

Se me cierran los ojos. En el trabajo hemos regresado al horario de invierno y los martes atendemos al público, además de por la mañana, también de cuatro a siete de la tarde. Si de normal salgo reventado, los martes me arrastro hasta mi casa. La edad pasa factura, y las ocho intensas horas de atención directa a los ciudadanos, y el anochecer temprano al salir a la calle.

Ojalá sueñe con caballos, con barcos, con naves espaciales, con las cosas que me gustan. Y si no sueño con ellas que mañana no recuerde nada pero despierte limpio mentalmente, descansado, a punto para una nueva etapa de mi viaje. Ahora, casi desnudo, tras el siguiente punto y final depositaré mi gran, gran cabeza en la almohada, y desapareceré.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Veintitrés de septiembre

Me angustia pensar en la navidad. Y no porque este año la celebremos en mi casa: disfruto cocinando para las personas que quiero, pero cada año que pasa odio más la navidad. No la necesito y no me produce absolutamente ninguna ilusión. Ninguna. Y tanto es así que ahora, cuando todavía no ha terminado septiembre, ya comienza a darme manía.

No aludiré a la fiesta del consumismo desbocado, etcétera, no. Es el conjunto. Las luces en las calles, los adornos, los putos villancicos, los belenes. Añoro un futuro, si añorar el futuro es posible, en el que mi compañera y yo podamos no celebrar la navidad y retirarnos durante esos días a una pequeña casa rural en el bosque sin comida especial, sin regalos ni noticias navideñas, sólo días normales en los que pasear y dormir a rienda suelta y nada más.

¿Que por qué no lo hacemos ahora? Es fácil de comprender: por amor, porque mis padres viven. Ellos crecieron en la terrible posguerra civil española y en sus vidas la navidad es un acontecimiento muy importante. Da igual que nos reunamos tres o cuatro veces al año toda la familia: la navidad es la navidad y debe celebrarse. Mientras ellos permanezcan en este mundo, y espero que sea durante muchos años, acataré sus tradiciones porque les amo. Y al escribir esto lo cruzo con lo que escribí en el párrafo anterior: "Añoro un futuro", y algo se rompe en mi corazón al darme cuenta de que en ese futuro ellos no estarán. No añoro su ausencia, lo haré en su momento o quién sabe, tal vez otros me añoren a mí. Es difícil escribir sobre estas cosas sin contradecirse o enredarlo todo sin querer, pero creo que se entiende lo que quiero decir, a pesar de mis limitaciones para hacerlo.

El caso es que esta tarde he pensado en la navidad sin venir a cuento, en su relativa cercanía, y me he angustiado un poco. Sólo me calmará pensar los menús y, sobre todo, cocinarlos. No me complicaré la vida, somos demasiadas personas. Eso sí, en honor a mi madre los fritos -calamares a la romana, empanadillas, croquetas- no faltarán. Las navidades de mi familia son imposibles sin ellos.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Veintidós de septiembre

He bajado la basura a los contenedores hace un momento. No había nadie en la calle. He hecho tres o cuatro fotografías sin flash, me gustan mucho las fotografías nocturnas sin flash, casi siempre. Los ginkgos de la otra acera ya tienen frutos, son absolutamente redondos y de color crema. Poca agua en el río y muchas algas agitándose en dirección al mar. Hierba crecida en las riberas. No he visto murciélagos. Los pájaros duermen en la pequeña espesura que crece al otro lado. Por las mañanas, al salir el sol, organizan una ruidosa algarabía que, mientras me da rabia por despertarme, alimenta poderosamente mi esperanza. Pero ahora, cuando la noche inicia su viaje, he vuelto a casa, he venido a esta habitación, me he sentado frente al portátil y he escrito: "He bajado la basura a los contenedores hace un momento", y después todo lo demás.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Veintiuno de septiembre

Agradezco a los dioses de la lluvia, el pan, los charcos después de la lluvia; agradezco a los dioses de las duchas y el sexo y las lubinas a la plancha, y también a los dioses del whisky y la siesta y la ignorancia, que hoy no haya sucedido nada especial. Un sábado tranquilo y casi aburrido. Ojalá pudiera firmar un contrato con todos ellos, y me he dejado centenares de dioses, por no decir miles, que me aseguraran que el resto de todos los sábados de mi vida, no digo ya todos los días de la semana, sólo los sábados, serán tan tranquilos y sin noticias como el de hoy. Mi alma agradece la nada más que a todo.