Un gigantesco bloque de hielo se desgaja de su plataforma y cae con estrépito sobre el océano antártico. Una niña congoleña duerme en su jergón. Un hilo de pequeñas hormigas va y viene entre el jardín y la despensa de una casa en Dinamarca. Llueve lentamente sobre el Cabo de Hornos. Crujen las dunas del desierto del Sahara. Alguien se lleva a la boca una copa de vino en una aldea de Francia. Una profesora de historia de treinta y dos años se masturba en Tokio. Tres cachorros maman de las ubres de una leona en las llanuras del Serengeti. Un joven agoniza entre los hierros de su coche en una carretera local de Canadá. Una anaconda se desliza bajo el pantanal amazónico. Un niño ruso lee absolutamente concentrado un libro de seiscientas páginas que ya siempre formará parte de su vida. Los embates del mar reducen milímetro a milímetro el tamaño de Irlanda. Un hombre escribe todo eso en alguna parte.
lunes, 23 de julio de 2007
Días de Asturias
Hoy ha salido el sol, que se cuela a través de los cristales empapados por la condensación del calor interior del bungalow. Los turistas, los petirrojos y las ardillas nos asomamos a la luz tras una noche donde la lluvia no dejó de repiquetear sobre el tejado de madera.
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Durante el recorrido en coche entre Ribadesella y Gijón no dejamos de asombrarnos de la belleza del paisaje de Asturias. Una vez en la pequeña ciudad caminamos por su paseo marítimo. La marea está tan alta que apenas deja una franja de playa libre para que los bañistas puedan extender sus toallas. Visitamos el parque de La Atalaya, un monte de verdes prados frente al cantábrico; admiramos la escultura “Elogio del horizonte”, de Eduardo Chillida, los restos del fuerte del siglo XVII que defendía la costa de los barcos enemigos, el puerto deportivo. En una sidrería del antiguo barrio de los marineros comemos pulpo con patatas, ensalada, pescados a la parrilla. Después de comer regresamos al parque para tumbarnos sobre la hierba y hacer la digestión. Las gaviotas se gritan unas a otras en el cielo, a veces parecen reír en breves carcajadas histéricas. Más tarde, camino del coche, volvemos a pasar junto a la playa de San Lorenzo. El mar ha retrocedido cuarenta o cincuenta metros y la arena se ha cubierto de personas que toman el sol. Los peatones las observan con evidente diversión apoyados en la barandilla metálica pintada de color blanco.
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Ayer fuimos a la playa de Vega y hoy hemos estado en la de Tereñes. Deambulamos por la zona de costa donde la marea deja charcos en las rocas. Hay pequeñas anémonas, cangrejos ermitaños, bígaros, gobios. El cielo, como todos los días desde que llegamos, está gris. El azul del mar es oscuro y mineral.
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Cada mañana después de desayunar camino a paso ligero durante media hora por las estrechas carreteras circundantes, entre pequeños muros de piedra y esponjosas laderas cubiertas de vegetación. Hay dos perros que siempre me ladran.
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Despierto en medio de la noche lluviosa. Mi hijo duerme a mi lado, contemplo durante un instante el perfil de su cabeza en las sombras. De camino al cuarto de baño compruebo en el teléfono que hay sobre la mesa que son las cinco y media de la madrugada. Al regresar me asomo a una de las ventanas. El cielo está oscuro como si todavía faltasen muchas horas para amanecer. El orballo repiquetea en el tejado y los canalones.
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Playa de Santa Marina, de Vega, de Tereñes, de Barro, de Poo, de Isla, playa de la Griega. M. y yo jugamos a imaginar que nos retiraremos aquí cuando nos jubilemos. El verde que todo lo inunda llena nuestro cerebro de una tranquilidad antigua y equilibrada. Y el sonido del mar.
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En el campo crece el laurel, crecen nogales, eucaliptos, ortigas, helechos; en los jardines hortensias, manzanos de sidra, limoneros. El agua está presente allí donde posamos la mirada: cae lentamente del cielo, rezuma de la tierra, hidrata nuestra piel. Nosotros, que venimos de comarcas amarillas, gozamos sin cansancio de tanta abundancia.
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Hoy en la playa de la Griega, en Colunga, nos hemos puesto de pie dentro de la huella fosilizada de un gran saurópodo que pasó por ese mismo lugar hace millones de años. He caído en la cuenta de que su peso fue tan real como el mío. ¿Cómo olía el aire que flotaba entonces sobre la tierra? ¿Qué animales volaban sobre las olas? A pocos metros de la orilla asomaba un banco de arena que la marea había limpiado de todo signo. Nos hemos descalzado y vadeando un pequeño istmo hemos alcanzado y conquistado el lugar, cruzándolo con nuestras huellas.
viernes, 6 de julio de 2007
Víspera
Me he despertado a las seis y ya no lograba volver a dormir. Hoy es un día especial: mi última jornada laboral antes de las vacaciones de verano, la víspera de un viaje. Nos espera el mar cantábrico (recuerda llevar las aletas y las gafas de bucear). Esta tarde prepararemos el voluminoso equipaje de la familia y mañana temprano saldremos a la carretera al más puro estilo de nuestros antepasados.
lunes, 2 de julio de 2007
Lunes de julio
Salgo del trabajo con la cabeza llena de voces y rostros, saturada de los problemas de decenas de personas. Cerca del mediodía ha habido un momento en el que he sentido la necesidad de levantarme y salir a dar un paseo, solamente eso, un paseo de cinco minutos en silencio, pero hoy no podía permitírmelo.
Pasadas las siete y media de la tarde, cuando gran parte de la gente empieza a marcharse, voy a la piscina con C. La superficie del agua está especialmente lisa y limpia en el instante en que me lanzo de cabeza y la rompo con el volumen de mi cuerpo, llego al fondo de azulejos azules, lo rozo con las manos y me impulso hacia arriba, de regreso al mundo del oxígeno donde mi hijo me espera en la orilla, dispuesto a mostrarme que él también sabe hacerlo. Más tarde nos secamos sentados en un banco de hormigón. Apenas queda nadie en las instalaciones. C. come una bolsa pequeña de patatas fritas a mi lado. Un tren pasa rugiendo por la vía cercana. Los vencejos han salido de caza y vuelan maniobrando vertiginosamente en el cielo como sólo ellos saben hacerlo. Contemplándolos caigo en la cuenta de que, a pesar de la música de los altavoces, los breves chillidos de los pájaros y todos los demás sonidos, el silencio ha regresado por fin a mi cabeza: la angustia con la que salí del trabajo se ha disuelto como humo a merced del viento. Respiro profundamente sintiendo el compasivo sol del atardecer en la espalda desnuda. No quiero, no me atrevo a pensar en la justicia de mi suerte.