lunes, 30 de septiembre de 2019

Treinta de septiembre

Y aquí acaba septiembre de dos mil diecinueve. Y aquí termina mi último latido. Y aquí mi último parpadeo inconsciente. Siempre está terminando algo, siempre está comenzando algo, no siempre nuestro, no siempre al alcance de nuestra mano. A veces pienso seriamente que nuestro cerebro ha evolucionado para articular de manera plausible lo que no debería poder ser articulado plausiblemente. En vez de volvernos locos del todo contamos historias alrededor del fuego por la noche, bajo la espina dorsal de la vía láctea. Nada como las palabras. Ellas nos protegen del caos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Veintinueve de septiembre

Hemos vuelto de Zaragoza relativamente temprano, con tiempo para asar al horno un sencillo ternasco con patatas. Carlos se ha despertado más tarde y ha venido a besarnos. Si supiera qué ricos me saben sus besos en la mejilla, los besos de un hombre de veintidós años a quien cuidé durante un año de excedencia, como a su hermana mayor. Cuántas veces les limpié el culo y cambié sus pañales.

Nostalgia, aléjate de mí, te lo imploro. No te necesito. Prefiero el aroma que ahora mismo inunda mi casa: los pimientos y berenjenas asadas de la escalivada. También cocí al vapor judías verdes, zanahorias y patatas cortadas en trozos pequeños para hacer ensaladilla rusa. Comida para los días que vendrán. Creo que cocinar me gusta más que escribir. Cuando cocinas lo haces para personas físicas sentadas a tu lado en la mesa. Cuando escribes lo haces lanzándote al vacío, al silencio, a la más absoluta insignificancia. Y de verdad no digo que sea algo injusto: más aún: entiendo que es normal. La comida es necesaria, escribir un diario es el lujo de quienes podemos permitirnos comer cada día.

sábado, 28 de septiembre de 2019

Veintiocho de septiembre

Vuelvo a escribir desde el dormitorio de mi hija en Zaragoza, rodeado de sus cosas. Sombreros de fiesta, fotografías de su laboratorio en Barcelona, dibujos, acuarelas, un libro titulado El mundo invisible de Hayao Miyazaki, de Laura Montero Plata.

Vengo a escribir aquí porque me resulta imposible hacerlo en el salón con la televisión encendida. Necesito un rincón alejado del ruido. Sé que han existido escritoras y escritores capaces de crear en una cafetería llena de gente, en el metro, en cualquier parte. Mi talento, si existiese, no es tan fuerte: necesito silencio o, como mucho, mi música favorita.

Este diario es siempre mi última tarea antes de irme a dormir. Creo que así debe ser aunque a veces, traicionándome, he publicado páginas a la una de la madrugada. Pero en general creo firmemente que así debería ser. En general. Casi siempre. Cuando la jornada ya termina y lo que queda es dar gracias y retirarse del escenario hasta mañana. Retirarse al camarote, a la habitación de puertas automáticas de la nave espacial que surca el espacio en un silencio que no podemos ni imaginar.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Veintisiete de septiembre

He conducido y hemos llegado de noche. Seguro que lo habré escrito mil veces, pero me encanta conducir de noche. No ver lo que rodea la carretera que iluminan los faros del coche hace que tu concentración alcance casi el nivel cerebral de la meditación. Las líneas de pintura fosforescente llegando y desapareciendo tras el vehículo. Siempre que conducimos viajamos en el tiempo -como cuando caminamos e incluso cuando respiramos durmiendo la siesta-, pero de noche se parece más a como siempre lo imaginé.

En Zaragoza casi siempre sopla el cierzo. Ahora escribo con dos ventanas abiertas y opuestas y el aire me acaricia fresco, constante. Dormiré muy bien, siempre duermo bien en Zaragoza.

jueves, 26 de septiembre de 2019

Veintiséis de septiembre

Otro día se aleja llevándose cosas y dejando cosas, como hacen los ríos y las orillas del mar. Hoy a última hora del trabajo he atendido a una mujer guapa, inteligente y muy sensible. Había venido con su marido, un hombre también inteligente y con un brillo especial en la mirada. Hemos hablado mucho rato de cosas que no puedo ni quiero revelar, pero una de las conversaciones ha discurrido sobre la importancia de querernos a nosotros mismos y aceptarnos como somos y ser libres de la opinión de los demás. Hay enfermedades que simplemente consisten en ignorar o no saber enfrentar cosas sencillas, ligeras e ingrávidas. Lo he visto antes durante mis años de profesión: jóvenes extremadamente delgadas que se veían gordas en el espejo, personas adorables sin un atisbo de amor hacia sí mismas. No son enfermedades fáciles de curar porque hunden su raíz en lo más profundo de lo que somos: nuestra mente, nuestros sentimientos, nuestra visión personal de la extraña realidad que a todos nos rodea cada día desde que abrimos los ojos por la mañana hasta que los cerramos por la noche.

Yo, antes de cerrarlos esta noche, quiero pensar en Teresa y alegrarme porque poco a poco va curándose y aprendiendo y explorando más allá. Quienes hemos padecido depresión y ansiedad nos reconocemos mutuamente y sabemos en qué consiste y qué no se nos debe decir aunque sea con buena intención. Ha sido un placer hablar con ellos y quedan en mi memoria, que para los seres humanos que atiendo diariamente es sorprendentemente buena.

Debemos aprender a querernos como queremos a nuestros amigos: sin juzgarlos. Debemos dar valor a las cosas que se nos dan bien, sea cocinar, limpiar o arreglar cosas; sea dar comprensión y cariño a los demás sin darnos cuenta. Todos tenemos dones, regalos involuntarios que damos cada día al mundo sin ser conscientes de ellos. Prestemos atención sin mirar demasiado atrás. Exploremos a través de bosques, montañas, costas y desiertos. Somos seres humanos: nacimos para eso. Que los bosques, las montañas, las costas y los desiertos sólo existan en nuestra imaginación no invalida en absoluto nuestro viaje.

Cierro el cuaderno de bitácora. Ahora me acostaré en la cama y dormiré profundamente mientras este submarino, este avión, este barco pequeño surca las olas del tiempo pausado en el que mi cerebro se recupera de todo lo vivido, todo lo escuchado y olido y visto, y hace una selección de lo importante, lo muy interesante, lo casi interesante, y tira a la basura todo el resto al margen de mi voluntad. ¿Y si algunas noches me resisto a acostarme precisamente porque no estoy seguro de lo que mi propio cerebro hará desaparecer durante el sueño? Pero ahora estoy muy cansado y me rindo como cada día. Este es el ciclo. En otro lugar amanece ahora. En otro lugar despiertan.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Veinticinco de septiembre

Esta noche hemos cenado de aquella manera, cada uno por su cuenta y a deshoras, sin juntarnos: pan con tomate, fuet, queso, jamón. A las once y cuarto ha venido Carlos, nuestro hijo de veintidós años, y ha preguntado: ¿qué hay para cenar? Le he dicho: no hay nada, pica-pica. Jó, ha dicho, esperaba que hubieseis cocinado algo. Lo siento, le he dicho, no teníamos ganas, pero puedes hacerte tú lo que quieras. Ha abierto la nevera delante de mí y ha pronunciado la siguiente palabra: "supervivencia". Me ha hecho mucha gracia. Así es, le he dicho, pura supervivencia en esta isla desierta. Y antes de regresar frente a esta página en blanco le he dicho también: recoge todo lo que ensucies, ¿vale? ¡Y pon en marcha el lavavajillas!

martes, 24 de septiembre de 2019

Veinticuatro de septiembre

Se me cierran los ojos. En el trabajo hemos regresado al horario de invierno y los martes atendemos al público, además de por la mañana, también de cuatro a siete de la tarde. Si de normal salgo reventado, los martes me arrastro hasta mi casa. La edad pasa factura, y las ocho intensas horas de atención directa a los ciudadanos, y el anochecer temprano al salir a la calle.

Ojalá sueñe con caballos, con barcos, con naves espaciales, con las cosas que me gustan. Y si no sueño con ellas que mañana no recuerde nada pero despierte limpio mentalmente, descansado, a punto para una nueva etapa de mi viaje. Ahora, casi desnudo, tras el siguiente punto y final depositaré mi gran, gran cabeza en la almohada, y desapareceré.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Veintitrés de septiembre

Me angustia pensar en la navidad. Y no porque este año la celebremos en mi casa: disfruto cocinando para las personas que quiero, pero cada año que pasa odio más la navidad. No la necesito y no me produce absolutamente ninguna ilusión. Ninguna. Y tanto es así que ahora, cuando todavía no ha terminado septiembre, ya comienza a darme manía.

No aludiré a la fiesta del consumismo desbocado, etcétera, no. Es el conjunto. Las luces en las calles, los adornos, los putos villancicos, los belenes. Añoro un futuro, si añorar el futuro es posible, en el que mi compañera y yo podamos no celebrar la navidad y retirarnos durante esos días a una pequeña casa rural en el bosque sin comida especial, sin regalos ni noticias navideñas, sólo días normales en los que pasear y dormir a rienda suelta y nada más.

¿Que por qué no lo hacemos ahora? Es fácil de comprender: por amor, porque mis padres viven. Ellos crecieron en la terrible posguerra civil española y en sus vidas la navidad es un acontecimiento muy importante. Da igual que nos reunamos tres o cuatro veces al año toda la familia: la navidad es la navidad y debe celebrarse. Mientras ellos permanezcan en este mundo, y espero que sea durante muchos años, acataré sus tradiciones porque les amo. Y al escribir esto lo cruzo con lo que escribí en el párrafo anterior: "Añoro un futuro", y algo se rompe en mi corazón al darme cuenta de que en ese futuro ellos no estarán. No añoro su ausencia, lo haré en su momento o quién sabe, tal vez otros me añoren a mí. Es difícil escribir sobre estas cosas sin contradecirse o enredarlo todo sin querer, pero creo que se entiende lo que quiero decir, a pesar de mis limitaciones para hacerlo.

El caso es que esta tarde he pensado en la navidad sin venir a cuento, en su relativa cercanía, y me he angustiado un poco. Sólo me calmará pensar los menús y, sobre todo, cocinarlos. No me complicaré la vida, somos demasiadas personas. Eso sí, en honor a mi madre los fritos -calamares a la romana, empanadillas, croquetas- no faltarán. Las navidades de mi familia son imposibles sin ellos.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Veintidós de septiembre

He bajado la basura a los contenedores hace un momento. No había nadie en la calle. He hecho tres o cuatro fotografías sin flash, me gustan mucho las fotografías nocturnas sin flash, casi siempre. Los ginkgos de la otra acera ya tienen frutos, son absolutamente redondos y de color crema. Poca agua en el río y muchas algas agitándose en dirección al mar. Hierba crecida en las riberas. No he visto murciélagos. Los pájaros duermen en la pequeña espesura que crece al otro lado. Por las mañanas, al salir el sol, organizan una ruidosa algarabía que, mientras me da rabia por despertarme, alimenta poderosamente mi esperanza. Pero ahora, cuando la noche inicia su viaje, he vuelto a casa, he venido a esta habitación, me he sentado frente al portátil y he escrito: "He bajado la basura a los contenedores hace un momento", y después todo lo demás.

sábado, 21 de septiembre de 2019

Veintiuno de septiembre

Agradezco a los dioses de la lluvia, el pan, los charcos después de la lluvia; agradezco a los dioses de las duchas y el sexo y las lubinas a la plancha, y también a los dioses del whisky y la siesta y la ignorancia, que hoy no haya sucedido nada especial. Un sábado tranquilo y casi aburrido. Ojalá pudiera firmar un contrato con todos ellos, y me he dejado centenares de dioses, por no decir miles, que me aseguraran que el resto de todos los sábados de mi vida, no digo ya todos los días de la semana, sólo los sábados, serán tan tranquilos y sin noticias como el de hoy. Mi alma agradece la nada más que a todo.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Veinte de septiembre

Hay algo un poco ridículo en esta idea mía de escribir un diario. Y tan ridículo como antiguo, porque los escribo desde que era adolescente: tengo una caja llena de cuadernos que, probablemente, nadie leerá nunca. O tal vez sí, mis hijos, antes de vender la casa, como en las películas. No sé.

A un amigo músico y fotógrafo a quien hace mucho tiempo que no veo, pero eso tiene solución, siempre le decía que lo que más temía de esta experiencia de escribir con lectores eran dos cosas: no caer en la cursilería y, sobre todo, resultar pertinente. Escribir cada día algo pertinente es, como mínimo, tan difícil como hacer cada día una fotografía pertinente. Y por pertinente, en ambos casos, me refiero a que signifiquen algo, que tengan cierto sentido y, sobre todo en lo escrito, cierta claridad y elegancia.

No voy a engañarte: no me siento orgulloso de todo de lo que he escrito a lo largo de mi vida, pero sí de muchos textos, sí de mi oficio, sí de una voluntad que existe desde que cumplí doce años. A estas alturas ya sé que nunca seré un escritor profesional, pero por suerte no lo necesito y, un defecto a añadir a muchos otros, carezco de ambición.

Todo está bien. Mis cuadernos y libretas que abarcan desde mis dieciséis años hasta que nacieron los blogs sobrevivirán más que estos últimos. Están guardadas en alguna parte, en alguna caja. Incluso durante el servicio militar, que cumplí con dieciocho años, escribía un diario en mis ratos libres. Este blog desaparecerá el día que colapsen los satélites y toda la tecnología que no existía entonces sufra un apagón.

Y cuando pienso en esa posibilidad caigo en la cuenta de que importa bien poco. Leí hace años que en un vertedero del Egipto antiguo se había encontrado la carta enviada a su madre y su hermana por un legionario egipcio desde las fronteras de Germania. Les reprochaba que no le hubiesen escrito y no se hubieran preocupado de si estaba bien o si había muerto. Recuerdo que al leerlo pensé en el viaje que esa carta había hecho desde Germania hasta Egipto, y en cuántas no podremos leer jamás. Cartas, diarios, poemas.  El tiempo es largo y un parpadeo al mismo tiempo. Si escribo cada día lo hago para cumplir mi propósito de este año dos mil diecinueve y te aseguro que no es fácil, sobre todo cuando tu mayor temor es que tus palabras sean no pertinentes, no significantes, inútiles y cursis.  Pero navegar es esto: seguir adelante a pesar de todo.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Diecinueve de septiembre

Que el cambio climático es una evidencia científica creo que nadie, salvo el actual presidente de Estados Unidos, lo duda. Los últimos glaciares del Pirineo desaparecen a una velocidad galopante y los fenómenos meteorológicos desastrosos son cada vez más frecuentes. Los agricultores y apicultores que atiendo en mi trabajo lo confirman.

Pero hay algo en el relato de lo que está sucediendo que siempre rechina en mis oídos. Es esa alusión a la acción del ser humano como si nosotros fuésemos algo ajeno al planeta. El cambio climático es producto de la tierra. Concretamente de la proliferación desmesurada de una de las millones de especies que han existido en ella: nosotros. No somos alienígenas. Somos compañeros de viaje y evolución de absolutamente todas las especies que existen en la tierra, desde las anémonas más antiguas y primitivas hasta los chimpancés, pasando por insectos, peces, hongos y líquenes. No será (o sería) la primera vez que el éxito se traduce en destrucción. Ha pasado muchas veces. La tierra, nuestro pequeño planeta azul, sobrevivirá hasta ser engullida por el sol.

Pero no nos dejemos llevar por el vértigo. Hagamos lo posible para ralentizar lo inevitable o, si tenemos lo que hay que tener, colonicemos otros mundos. No existe otra posibilidad si queremos sobrevivir. Como cada ser humano individual, cuando nacemos comienza a correr la cuenta atrás. Si queremos que esto no sea así como especie deberemos alejarnos de nuestro hogar y buscar otros. La cuenta ya ha comenzado a correr y creo que nada podrá detenerla.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Dieciocho de septiembre

Son las ocho y media y ya empieza a hacerse de noche. Me he arreglado un poco la barba, da más trabajo que afeitarse pero lo hago una vez al mes o cada dos meses, cuando la gente comienza a darme monedas por la calle y pedirme que baile a cambio de un tetrabik de vino. Si no fuese por mi compañera sería un desastre total. Una mañana se plantó y me dijo que no podía ir a atender al público con un vaquero viejo con agujeros en la zona de los huevos -vale: testículos.

Yo siempre le hago caso. Bueno: casi siempre. Es muchísimo más inteligente que yo. Aunque a veces me ha tirado camisetas a la basura porque tenían agujeros minúsculos, tan pequeños que casi no se veían. Yo me aferro a las cuatro cosas que me gustan, y lo hago como una lapa, como un koala. Soy animista y creo que todo tiene un alma, sobre todo los tejanos y las camisetas viejas, y también las sartenes, los cuchillos, el calzado que se cae a trozos. No lo puedo evitar. Soy un fanático del animismo, un talibán del aprecio a las pequeñas cosas que me gustan sin límite de tiempo, porque lo que me gusta me gusta para siempre. Voy por el tercer par de botas Panama Jack clásicas, iguales que las primeras que adquirí hace veinte o treinta años. Agradezco que las sigan fabricando. Me gustaban entonces y me gustan igual ahora. A eso me refiero.

Pero lo importante es que me he arreglado la barba frente al espejo y ahora podría incluso participar en una tertulia política en televisión. Después de lo que ha sucedido para desembocar en nuevas elecciones saldrían dos gorilas y me harían desaparecer del plató. Estoy tan enfadado que no tengo palabras. Pero si quiero ser honesto de verdad diré lo siguiente: dije que en el caso de que esto sucediese no iría a votar, pero sí votaré. Nos jugamos demasiado. Y volverá a pasar lo mismo. Qué mierda. Me voy a preparar la cena, salmón al horno con patatas y vino del Somontano. Que le den por el culo a todo. Pero no.

martes, 17 de septiembre de 2019

Diecisiete de septiembre

A mí, trabajando, me sucede que casi todo el mundo me parece interesante y hermoso, independientemente de su género o su edad. Mi manera de demostrárselo es atenderles con profesionalidad y un poco de cariño y empatía. Fuera de la agencia comarcal no me ocurre, sólo me pasa allí. No sé si mi mente, después de tantos años atendiendo ciudadanos, ha generado esa capacidad para hacerme más fácil satisfacer sus necesidades de información o porque soy sencillamente así. Sí, sé exactamente a qué suena lo que he escrito. ¿Alguien lo dudó alguna vez?

lunes, 16 de septiembre de 2019

Dieciséis de septiembre

Con ligeras variaciones, días frescos y días todavía cálidos, el verano va quedando atrás. Yo me alegro porque lo odio, pero comprendo que es una de las cinco estaciones y debe suceder para que todo tenga sentido. ¿A quién quiero mentir? Lo digo por decir: si pudiésemos pasar directamente de la primavera al otoño sería feliz.

Soy infantil, lo sé. Soy mortal, lo sé. No me gustaría morir en verano, sudando; ojalá muera en invierno, al aire libre, y mi último suspiro deje una diminuta nube visible flotando en el espacio y desapareciendo frente a mi boca entreabierta. Morir dos veces.

domingo, 15 de septiembre de 2019

Quince de septiembre

Como tantas otras veces, me he despertado de la siesta pensando que era por la mañana y no por la tarde. Todavía queda un poco de domingo. He dado gracias a los pequeños dioses inventados.

sábado, 14 de septiembre de 2019

Catorce de septiembre

Para escribir durante unos minutos hacen falta muchas horas de no escribir. Soy un radar mental. Escudriño mi exterior y mi interior constantemente, soy así desde que era apenas un niño, no es algo que provenga siempre de mi voluntad. Veo unos patos en el escaso caudal del río. Ropa tendida. Alfombras tendidas. Veo la matrícula de un coche: 5000 y a continuación la marca de un conocido whisky español. Veo en el escaparate del gran bazar chino del otro extremo de mi edificio los objetos tan absurdos y enormemente feos que venden. Cosas hechas con cartuchos de bala. Budas de todos los tamaños.

También para hacer una fotografía que dura un segundo se necesitan muchas horas de no hacer ninguna. Es un poco lo mismo. Tal vez algún día fotografíe el escaparate del bazar chino, o tal vez no. Porque detrás de todo ese tiempo de no escribir nada y no hacer ninguna fotografía, detrás de todo ese tiempo de no crear absolutamente nada, está el momento del sí, ahora sí. Sea porque se está haciendo tarde y el día termina, sea porque sabes en tu fuero interno que así ha de ser.

Aunque lo que hoy quiero consignar en este cuaderno de bitácora es lo siguiente: para transformar la vida cotidiana en un instante pertinente, significativo de algún modo, hace falta mucho aburrimiento aparente. Y digo aparente porque todos sabemos que el aburrimiento real no existe. Hay demasiadas cosas, demasiados ruidos, demasiada realidad a nuestro alrededor para que podamos aburrirnos de verdad. Yo, como todo el mundo, escucho y contemplo. Los colores me ciegan, los sonidos fuertes me aturden. Me asomo a la ventana de la cocina. Todavía hay nubes de insectos rodeando hipnotizados la luz de la farola de la acera. El frío se acerca. Desaparecerán.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Trece de septiembre

Ninguna felicidad, por
poco que dure, aunque
sea un leve soplo que
te despeina por sorpresa
durante unos segundos,
sobra.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Doce de septiembre

Todo se desarrolla con un orden que constantemente vibra, desconfía, duda antes de seguir adelante. Las decisiones más básicas como, por ejemplo, poner un pie delante del otro para caminar, y las más difíciles también. Llevo toda mi vida conviviendo con esa sensación. Todo vibra y existe en su temblor esencial, como los átomos. De acuerdo, seguramente no sé ni de qué estoy hablando, pero aspiro a hacerme entender por gente tan tonta como yo (que ya es difícil que existan).

Nada está quieto, ni lo feliz ni lo desgraciado. La parálisis real no existe salvo en algunos peces de la Antártida, que permiten que su sangre se congele sin daños para su resurrección. No es mi caso. Yo nací muerto y, sin embargo, desde entonces, la vida no ha hecho sino existir y vibrar a mi alrededor y dentro de mí sin más objeto que sobrevivir un poco más.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Once de septiembre

A estas horas en algún sitio mis parientes más cercanos hacen sus nidos en la copa de los árboles y se disponen a dormir. El agua de los arroyos del bosque es ligeramente roja. Los senderos de los elefantes quedan desiertos. El leopardo sale de caza. Las lejanas nubes que esta noche ocultan las estrellas confirman que no existe nada más.

martes, 10 de septiembre de 2019

Diez de septiembre

Llovió muchísimo durante poco tiempo, hubo truenos, el cielo se oscureció y después, poco a poco, la lluvia se alejó a otro lugar. Me gusta la lluvia, y el olor de después. Volví a casa con mis sandalias intentando no mojarme los pies. Reventado otra vez. Me cuesta tragar las cosas. Mañana iré a mi médica a que me eche un vistazo. Espero que sea una laringitis y ya está.

lunes, 9 de septiembre de 2019

Nueve de septiembre

Hoy el día ha comenzado muy bien aunque he dormido poco porque anoche me quedé a ver el partido de Nadal en el Open de Nueva York, y eso que cuando me fui a la cama, cerca de las dos, todavía no había terminado, pero me tenía que levantar a las siete y media. Las vacaciones terminaron y vuelven los horarios y el orden, más o menos.

Hacia las once u once y media de la mañana sentí la aparición del amago de un momento complicado, pero pude salir adelante sin recurrir a nada, centrándome en las personas que tenía sentadas al otro lado de la mesa, aunque al llegar a casa estaba reventado.

El día acaba bien. Bendita siesta. Carlos trabaja de once de la noche a siete de la mañana en la bodega de Viñas del Vero mientras dure la vendimia. Se llevará para recenar arroz que ha sobrado de hoy. Cuando llega a casa su madre y yo nos estamos preparando para ir a trabajar y él se acuesta. Es raro. Una vida al revés.

domingo, 8 de septiembre de 2019

Ocho de septiembre

Hoy, felizmente, han finalizado las fiestas patronales de Barbastro. Las noches volverán a ser silenciosas y los petardos, en su sentido literal, desaparecerán del escenario sonoro. O eso espero. Esta mañana el caudal del canal junto al cual solemos ir a pasear los fines de semana había descendido mucho. Sé que es la Confederación Hidrográfica del Ebro la que decide esas cosas. Hemos comido algunas moras maduras. En el cielo no había una sola nube, todo era azul. Le he dicho a Maite que los primeros habitantes de Marte, si nacieron en nuestro planeta, echarían muchísimo de menos el azul puro y maravilloso del cielo terráqueo, por no hablar del verde de árboles, arbustos y campos agrícolas. Este cielo azul de tierra adentro, que no tiene nada que ver con el de la costa o el de Bergen, en Noruega, parece más alta, más inmenso, más maravilloso, y sé que si yo fuese uno de esos primeros astronautas sería lo primero que echaría en falta, por muy bonito que sea el cielo de color melocotón marciano. Luego echaría en falta las plantas, el zumbido de los insectos, el vuelo de los pájaros. Pero debemos explorar otros mundos y aprender a vivir en ellos. La nave se hunde lentamente, muy lentamente, pero tenemos que buscar nuevos horizontes, algo que, por otra parte, siempre hemos hecho como especie; algo que llevamos impreso en nuestro ADN. No sé muy bien cómo he comenzado alegrándome del fin de las fiestas patronales de Barbastro para terminar escribiendo sobre la exploración espacial, pero qué importa. Este es mi diario. Larga vida y prosperidad 🖖.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Siete de septiembre

Voces en la calle que me impiden dormir. Bocinas de coches. Petardos. ¡Estamos en fiestas! ¡Viva! Cuanto más viejo me hago más las odio. Tanta convención social, esa obligación de hacer ruido y pasarlo bien haciendo ruido y jodiéndome a mí el sueño. Pero no puedo hacer nada. Cerraré los ojos y rezaré para que se cansen. Fiestas patronales... Yo las prohibiría todas. Soy un malo de James Bond. Todas. Y también la Navidad. A tomar por el culo la Navidad, las fiestas patronales y la madre que las parió a todas. Soy la alegría de la huerta.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Seis de septiembre

Hace horas que los pájaros que viven cerca del río, en la maleza y árboles del otro lado, se han retirado. Duermen. Cuando mañana amanezca cantarán como si se hubiesen vuelto locos, aunque lo único que estarán haciendo es lo que deberíamos hacer nosotros: dar gracias por un día más en este planeta, dar gracias por seguir vivos y capaces de cantar y bailar y besar y ser besados.

Con los pájaros, como con las flores y plantas, me sucede que los que más me gustan son los silvestres y sencillos: gorriones, lavanderas, tórtolas turcas, palomas comunes, verderoles, cardelinas o aviones comunes. Prefiero un pequeño gorrión comiendo los restos de un bocadillo en un parque que un pomposo flamenco o un águila imperial. Y sé que es absurdo, porque ni el flamenco es pomposo ni el águila imperial, pero me permito estas inocentes tonterías que no van a ninguna parte.

Dejo jugar a mis pensamientos y mis dedos sobre el teclado. A menudo no hay nada mejor que dejarse llevar por el agua, por el viento, por el tiempo, sin oponer ninguna resistencia. Se parece a rendirse a la música.

jueves, 5 de septiembre de 2019

Cinco de septiembre

Después de treinta y cinco días de vacaciones hoy he vuelto al trabajo. A los diez minutos mis sensaciones han sido las de alguien que nunca se hubiera ido. Y, lo que es más preocupante pensando en mi todavía lejana jubilación: me he sentido estupendamente. Focalizar tu mente en los demás la desvía de ti mismo. ¿Qué pasará entonces cuando deje de trabajar si no me he muerto antes, algo que no descarto en absoluto? Que tendré un arduo trabajo por delante. Más arduo de lo que pensaba. Hoy me he dado cuenta de que echaba de menos el contacto con personas desconocidas que buscan información. Lo mismo estoy un poco loco (já, un poco), pero recuperar ese contacto me ha hecho mucho bien a todos los niveles.

Me doy cuenta de que lo que hago permanentemente es ordenar el caos y lo impredecible. Saber que mañana tendré que madrugar, ducharme y abrir nuestro pequeño puesto de información comarcal me tranquiliza, me ancla al suelo más fuertemente que la gravedad. Me doy cuenta, tengo la sensación, de que en cualquier momento podría salir volando, flotando hacia la estratosfera hsta terminar helado y muerto por asfixia girando alrededor de mi casa redonda y preciosa y azul, los ojos convertidos en cristal.

Ordenar el caos. Escribir una palabra detrás de otra con la ridícula ambición de expresar algo pertinente. Dar testimonio de la navegación como los antiguos capitanes.

La noche llegó y, como llegó, se irá para dar paso a la aurora de delicados dedos sonrosados. Porque el planeta gira y palpitan nuestros corazones, y recordamos, y olvidamos, y amamos; porque en lo más profundo de nuestro ser, en ese lugar que los poetas se empeñan en desvelar, no sé por qué, sabemos que ya estamos muriendo. Que ya estamos muertos. Que el caos no existe, y menos todavía lo impredecible. Que lo único que existe es aquella única certeza.

Por eso es necesario dar testimonio. Sé que todo lo que me rodea, lo que amo, lo que odio, lo que me es indiferente, desaparecerá, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Estoy vivo ahora mismo. Contemplo el mundo con un asombro infinito.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cuatro de septiembre

Esta mañana, cuando hemos vuelto de caminar junto al canal, hemos visto frente a la puerta de nuestro piso una barquilla llena de tomates, berenjenas, pepinos y pimientos. Enseguida hemos sabido, porque no era la primera vez, que aquello era un regalo de Ángela, nuestra vecina del piso de arriba. Para nosotros no puede haber una sorpresa mejor: ni dulces ni diamantes ni nada: productos de su huerto recolectados y agrupados para nosotros.

Yo conozco a Ángela, debido a mi trabajo de atención al público y porque Barbastro al final es un pueblo, desde hace años. Está jubilada desde hace tiempo y sus regalos: calabazas una vez, un montón de puerros en otra ocasión, el de hoy, son totalmente generosos. Le digo: "Pero, Ángela, ¿cómo podemos devolverte estos regalos?", y ella dice: "No hace falta, es que el huerto es así, cuando da lo da todo a la vez". Yo pienso: "Sí, es verdad, los huertos lo dan todo a la vez, pero podrías dejar que lo que no fueses a consumir se pudriera en el suelo y lo fertilizase, en vez de agacharte para recogerlo y regalárselo a tus vecinos de abajo".

No hay nada más maravilloso que la generosidad gratuita, aquella que consiste en dar sin esperar recibir nada a cambio salvo, acaso, un "gracias" dicho desde el corazón. Eso, por nuestra parte, lo tiene garantizado.

Qué bonito es tener vecinos así, buenos sin que ellos sean plenamente conscientes de que lo son, naturales sin tonterías. Ángela conduce uno de esos vehículos que no requieren carnet de conducir, una especie de cápsula que hace mucho ruido en el garaje. No cuida su aspecto, no se maquilla, es mujer de muy pocas palabras, es el tipo de gente que me gusta, y no por sus regalos del huerto, que también, sino por su potente y anónima personalidad.

Somos una especie gregaria, sociable; yo, con todo lo cascarrabias que soy, no puedo evitarlo: mañana, cuando levantemos la persiana de nuestra pequeña oficina comarcal del Instituto Nacional de la Seguridad social de Barbastro y comience a entrar la gente, toda mi energía física y mental se concentrará en ayudarles. En nada más. Tal vez, en algún momento, piense en Ángela y los regalos de su huerto, y el círculo quedará cerrado.

martes, 3 de septiembre de 2019

Tres de septiembre

Terminan los días de vacaciones. Pasado mañana me reincorporo a mi puesto de trabajo. Durante todos estos días ha habido de todo: días de felicidad, días de hermosa tranquilidad, y también días inexplicables de ansiedad y zozobra sin razón alguna. Quienes lo sufrimos sabemos.

Tal vez las vacaciones, para personas como yo, no son todo lo buenas que debieran, porque de algún modo mi mente necesita una rutina de obligaciones, sobre todo cuando, como en mi caso, se trata de atender a seres humanos y sus problemas y el reto de ayudarles. Tantos días sin ninguna obligación y con un calor que me impedía físicamente imponerme cualquiera, salvo cocinar, no han sido lo beneficiosos que yo imaginaba al principio. Pero todo está bien. A mis cincuenta y seis años siento que estoy aprendiendo lo que hubiera debido aprender a los treinta, y lo estoy aprendiendo tan bien que semejante sensación me da igual. Ahora es el momento.

Vuelvo al trabajo pasado mañana. Espero perder los dos kilos que he engordado, siquiera sea por el esfuerzo cerebral de empatizar y tratar de ayudar a los demás. Leí que el cerebro consumía muchas calorías. Qué tontería si al volver a casa lo primero que hacemos, mientras preparamos la comida, es siempre un vermú: cervezas frías, berberechos, boquerones caseros con ajo y perejil (hoy los he terminado, estarán listos mañana por la tarde o el miércoles).

Al final vivimos hasta morir, y da igual que montemos el mejor y más rápido corcel para escondernos en otra ciudad del país, como en el antiguo cuento. La muerte, allí donde estemos, nos alcanzará, ya no sin piedad sino sin un solo gesto. Está acostumbrada. Cada día siega miles y miles de existencias y no solamente de humanos, también de aves, insectos, árboles y líquenes. Para ella nosotros no somos más inteligentes que una hormiga recolectora del Amazonas. Somos vida que acabará en sus manos. Nada más.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Dos de septiembre

Hoy no ha habido verbena y el exterior de esta zona de Barbastro está tranquilo. Me asomo al pequeño balcón del salón y, a pesar de la contaminación lumínica, algunas estrellas lucen en el cielo oscuro. Me imagino asomado al puente de un barco. Me imagino asomado a un acantilado en el que rompen las olas del mar. Me imagino en el puesto de mando de una nave espacial. Me imagino a alguien asomado al pequeño balcón de su apartamento que vuelve al interior y viene al sitio donde escribe y teclea en el cuaderno de bitácora: "Hoy no ha habido verbena y el exterior de esta zona de Barbastro está tranquilo".

domingo, 1 de septiembre de 2019

Uno de septiembre

La pequeña orquesta suena frente al palacio de congresos, a veinte o treinta metros de mi apartamento. Está compuesta por dos personas, un chico y una chica, un teclado, luces y, claro, un sintetizador con todas las canciones grabadas.  La voz es en directo.  Unas cuantas parejas de personas mayores bailan. Tengo suerte de que en ese lugar se celebran las verbenas para personas mayores, porque eso significa que allá hacia las once ya habrá terminado todo. Ahora mismo la chica canta una famosa ranchera, antes fue "Quieres que bailemos un vals" de un cantante canario de cuyo nombre ahora no me acuerdo ni tengo ganas de buscar. Esto sí que es música clásica y no Mozart.

Odio las fiestas en general y las patronales en particular. Barbastro está en fiestas toda la semana. Esta mañana, junto al puente donde he tomado algunas fotografías de los edificios junto al río, estaban montando las ferias en la superficie de lo que durante el resto del año es un gran aparcamiento. Las ferietas: el último vínculo con la edad media y el timo consentido "porque son fiestas". Ahora se han arrancado con "No te vayas de Pamplona". Oh, misericordia.