Una flor de hace casi cincuenta millones de años. |
Después de casi dos meses de vacaciones musicales me ha costado un poco vestirme y salir a la calle un viernes por la noche para ir a ensayar. Quédate en casa, idiota, deja la coral y ahórrate estos compromisos, ¿qué necesidad tienes de complicarte la existencia? ¿no ves que vivirías más tranquilo y sin obligaciones? El viento de la calle ahoga la voz de mi conciencia y camino los pocos metros que me separan del local de ensayo. Las compañeras que ya han llegado me saludan. ¡Anda, te has dejado barba! Sí, bueno, dejé de afeitarme en vacaciones y así está la cosa, ¿cómo ha ido el verano? Muy bien, ¿y tú? También, también, sí, de maravilla. La directora se sitúa de pie junto al piano y nosotros nos repartimos de izquierda a derecha en semicírculo y por cuerdas: sopranos, tenores, contraltos y bajos. Instalo un atril frente a mí y coloco en él mi carpeta negra, que no he tocado desde el uno de agosto. La abro mecánicamente, mis ojos se posan sobre los pentagramas y recuerdo por qué estoy aquí. Las partituras, todas las partituras, siempre son bellas.
Anotado por Jesús Miramón a las 03:11 | Después del ensayo
Despierto de la siesta aturdido y confuso. Uf, ha sido demasiado larga, profunda, impropia de un día laborable. Me siento en la cama frente al espejo del armario y contemplo un hipopótamo. Oh, dioses, qué gordo estoy. Tengo la boca seca y decido bajar a la cocina y servirme una Guinnes bien fría en uno de los vasos oficiales de la marca que compré en Dublín. ¡Servirte una Guinnes! ¿Así adelgazarás, vago de bellota? Oh, cállate, por favor, cállate y déjame en paz. La casa está desierta, ¿dónde se ha metido todo el mundo? Mientras me sirvo la pinta con el cerebro al ralentí, aunque no tan al ralentí como para no inclinar cuidadosamente el vaso, comienzo a recordar que ella tenía cita en la peluquería y él clase de inglés. Sí. Todo está bien. Fuera el cielo es oscuro. El bochorno que nos ha acompañado durante todo el día no acaba de descargar. Odio estos aguaceros interruptus.
Llueve a la luz del sol. No es la primera vez que lo presencio: brilla el sol y la lluvia repiquetea sobre todas las cosas, indiferente a ellas y a mí.
Salgo de Barcelona cuando el tráfico en sentido contrario comienza a crecer, es domingo por la tarde y los viajeros del fin de semana vuelven a casa. Por la mañana llevé a Paula al colegio mayor donde residirá durante su primer curso de estudios universitarios. En el viaje no paraba de hablar, qué entusiasmada, qué feliz y radiante estaba de salir al mundo, de iniciar un nuevo camino, nuevas experiencias y exploraciones. Yo también me sentía feliz, feliz por ella. Después de dejar las maletas en la habitación hemos cruzado la ciudad y los dos nos hemos ido a comer al Port Vell. Tras dar un paseo contemplando los barcos y los turistas hemos regresado a la residencia y la he dejado en la puerta. «Cuídate mucho, cariño», le he dicho. «No te preocupes, papá, estaré bien», ha dicho ella, sonriente. Nos hemos dado un beso y me he ido.
De Innisfree [5/2004 - 5/2005]:
Viernes 17 de septiembre de 2004
SIN TÍTULO
Forro los libros del nuevo curso con plástico autoadhesivo. El proceso es semejante a una pesadilla. Si me descuido por aquí la esquina se pega sobre sí misma por allá, y cuando acudo presto a despegarla, en otro lugar del libro, que ahora parece inmenso como un continente, lo mismo vuelve a suceder. P. me observa con cara de sueño, ligeramente sorprendida de mi torpeza. Su hermano duerme desde hace un rato. Yo mascullo maldiciones en voz baja pero al cabo de lo que parecen interminables horas la pila de volúmenes ya ha sido forrada, por llamarlo de algún modo. Con las burbujas de aire que han quedado atrapadas en la chapucería podría sobrevivir durante un mes una estación espacial. Mientras me sirvo un whisky mi hija las pincha con una aguja de coser. "Lo he hecho lo mejor que he podido, cariño", le digo. "Bah, está muy bien, papá", dice ella deshaciendo las ampollas con minuciosidad de cirujana. Observo la cola de caballo de su cabeza, sus delgados codos apoyados en la mesa, los delicados omoplatos donde asoman las alas invisibles que un día la alejarán de mí.
Mahamet me dice que no hay trabajo porque ahora las grandes bodegas vendimian con máquinas. Cuando llegue a casa me enteraré a través de internet de que una sola vendimiadora mecánica hace en un día la faena de cien hombres, pero ahora todavía no lo sé y lo único que puedo hacer es escuchar y compadecerme. La verdad es que no sé qué solución hay para todas estas personas que cada día se sientan al otro lado de mi mesa: temporeros, peones de la construcción, empleados de almacenes y pequeñas empresas sin ningún tipo de especialización. O sí lo sé: no existe ningún futuro para ellos porque en España no se volverán a construir ochocientas mil viviendas al año, no existe ningún futuro para ellos porque las tareas del campo se mecanizarán cada vez más. El panorama es así de desolador. Conozco a Mahamet desde hace años, no tiene familia, vive en pisos patera durmiendo en colchones sobre el suelo y comiendo arroz cocido con pastillas de caldo avecrem. Es un hombre alegre de ojos brillantes y siempre un poco inyectados en sangre. Si alguna vez me ve por la calle siempre me saluda diciendo mi nombre y alzando un brazo. Todavía es bueno, todavía tiene esperanza, la realidad no ha logrado, todavía, socavar sus cimientos. Ojalá nunca lo haga. Siempre que hablo con él me fijo en unas cicatrices simétricas que adornan su rostro de ébano. Juego a imaginar que son el resultado de alguna especie de ritual mientras visualizo rechonchos baobabs, chozas de espino, tierra roja, los mugidos de vacas de cuernos inmensos bajo el cielo azul. ¿Son esas cicatrices las que le dan la fuerza necesaria para seguir adelante?
Anotado por Jesús Miramón a las 22:47 | Diario , Vida laboral
Espero por su propio bien que esta noche no haya supervivientes de guerra entre los habitantes de este culo del mundo. Lo digo por los fuegos artificiales que cierran las fiestas: podrían despertar en ellos ataques de pánico, episodios de estrés postraumático, reacciones inesperadas. La casa entera vibra con las explosiones. Bebo un sorbo de whisky y me pregunto si realmente es necesario todo esto.
Por la mañana salgo un momento a hacer unos recados y paso por las ferias desiertas y silenciosas. Todos los puestos están cerrados, las bombillas de colores apagadas bajo el sol del día, el suelo cubierto de vasos de plástico rotos, pañuelos, basura. No se ve a nadie por ninguna parte. Pienso en Chernóbil.
Han comenzado las fiestas y casi todas las familias sin hijos menores ni otros compromisos han huido rumbo a la playa o la montaña, lo más lejos que podían. Desgraciadamente la mía no está entre ellas y, como cada año, tendré que soportar el bullicio de las peligrosas ferias ambulantes, el eco de la música de la carpa de las peñas a todo volumen hasta el amanecer y los inevitables botellones en el pequeño parque de atrás.
Cuando Carlos vuelve del chupinazo con la cabeza empapada cubierta de grumos de harina y camino de la ducha dice sonriente que se lo ha pasado genial no puedo evitar sentirme un poco culpable: ¿cómo puedo ser tan cascarrabias?
Ese vecino que lleva dos bolsas de basura hacia los contenedores de la esquina vestido con bermudas viejas, chanclas de piscina y una camiseta agujereada (su personal versión de «ropa de estar por casa», tal vez alguien debería decirle que parece un vagabundo), ese hombre que camina con la mirada en el suelo, abstraído en sus pensamientos, lloró hace unas horas viendo una película de dibujos animados, ¿puedes creerlo? La historia va de juguetes abandonados o más bien, en realidad, del paso inexorable de los años. En las secuencias finales -estaba solo frente a su ordenador, podía dejarse llevar- lloró como una magdalena, sin reparos, a moco tendido, y lo curioso es que no es la primera vez que le pasa en los últimos tiempos, sin ir más lejos hace unos días también acabó sonándose la nariz viendo el desenlace de «Las invasiones bárbaras», una película muy distinta. Pero qué desahogo le producen esas convulsiones y lágrimas: cuando han terminado se siente limpio, liberado, ligero. Quizás se está volviendo demasiado blando, ¡a este paso acabará llorando viendo anuncios en la televisión!
Tras depositar las bolsas de basura en sus respectivos contenedores regresa a su casa por la acera. Los nidos colgantes de los aviones comunes vuelven a estar vacíos. Corre un poco de aire fresco, ¿será verdad que van a bajar las temperaturas? Al fin y al cabo alguna vez deberá suceder, tarde o temprano vendrá el otoño, no hay nada que pueda hacerse por evitarlo.
El tiempo ha cambiado, incluso es posible que llueva. Conduciendo hacia el trabajo veo un Citröen Picasso gris detenido en el arcén y a su lado un hombre arrodillado tomando fotografías de las viñas a la luz de la mañana recién nacida. Si el coche hubiera sido de color rojo y el hombre hubiese tenido el pelo más largo bien pudiera haberse tratado de mí mismo en un cortocircuito espacio-temporal, uno de esos agujeros de gusano donde presente y pasado comparten durante un segundo el mismo instante.
Innisfree
05/2004 - 05/2005
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Cuaderno de un
hombre de cromañón
08/2005 - 01/2007
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Cabo de Hornos
03/2013 - 12/2014
Las cinco estaciones
03/2007