Si cuando tenía veinte años, allá por 1983, me hubieran dicho que hoy, a punto de dejar atrás 2014 y entrar en el misterioso 2015, escribiría sentado a una mesa de madera en una habitación sin ojos de buey con vistas a Marte o Júpiter, bebería bourbon en un vaso de vidrio corriente y mi cuerpo entero continuaría siendo totalmente natural, sin piezas de plástico biológico ni mejoras electrónicas implantadas en mi cerebro, no lo hubiera creído.
Debo repetir la cifra: 2015. ¡Leí decenas de cuentos de ciencia ficción cuya acción se desarrollaba hace ya mucho tiempo! ¡Cuentos donde colonizábamos otros planetas! ¡Cuentos donde la humanidad se homogeneizaba a cambio de justicia e igualdad! Cuentos donde los androides soñaban con ovejas eléctricas, cuentos donde los condenados políticos eran enviados al mesozoico en una máquina del tiempo llamada «El martillo», cuentos que hablaban de mundos nuevos, vehículos voladores, ciudades aéreas, lunas cubiertas de hielo.
En la calle brillan las luces navideñas que el ayuntamiento instaló hace algunas semanas. Los ciudadanos caminan encogidos sobre sí mismos para protegerse del intenso frío entre edificios que bien poco se diferencian de los que se erguían en la ciudad de Pompeya antes de ser enterrada por la violenta erupción del Vesubio. Yo escribo en una máquina de escribir con pantalla mientras escucho El Mesías de Händel con la misma maravillada estupefacción que lo escuchaba hace treinta años. Salvo las canas, la barba, el sobrepeso y la propensión a emocionarme por cualquier cosa, poco he cambiado desde entonces. Permanecen las preguntas y el ansia de respuestas, ansia inútil pues el tiempo -como los ríos, el mar o la lluvia- nos es absolutamente ajeno: no ya el futuro, ni siquiera el presente nos pertenece. Somos lo que flota, no lo que empuja.
miércoles, 31 de diciembre de 2014
Somos lo que flota, no lo que empuja
lunes, 29 de diciembre de 2014
viernes, 26 de diciembre de 2014
Decían la verdad
Cuando los poetas
hablaban de un río
decían la verdad.
martes, 23 de diciembre de 2014
Un cuento de Navidad
Al principio no habían querido escuchar a los vecinos y amigos que cargaban sus pertenencias en coches y carros de mulas y abandonaban la ciudad. Ellos, la familia de este cuento, siempre habían vivido allí, igual que sus padres y los padres de sus padres y los padres de los padres de sus padres. Su religión era muy antigua, más antigua que todas las que les rodeaban, y siempre, durante siglos y siglos, había sobrevivido, ¿por qué habría de ser diferente ahora? Además la esposa estaba encinta de ocho meses y no consideraban conveniente someterla a un viaje sin destino.
Cuando las primeras rancheras Toyota cargadas de milicianos enfilaron la avenida principal seguidas por los carros de combate tomados al ejército gubernamental, nuestros protagonistas se quedaron en casa, quietos, discretos, silenciosos. Aquellas banderas negras y las consignas y disparos al aire no tenían nada que ver con ellos, sólo había que aguantar las primeras semanas, pensaban, y esperar que las aguas se calmaran.
Pero pronto comenzó el terror: todos los policías y soldados que se habían rendido pretendiendo ser respetados como prisioneros fueron ejecutados tumbados unos junto a otros en sus propias fosas comunes, y cualquier comentario descuidado podía ser considerado apóstata y condenar al desgraciado a la crucifixión o la decapitación en la plaza pública. La policía moral comenzó a patrullar todos los barrios para imponer su visión de la fe y prohibir el consumo de alcohol, la libre indumentaria de las mujeres, la música occidental, las fotografías alegres, cualquier atisbo de libertad mental, y cuando, ya fuera por azar o por la denuncia de vecinos malintencionados, encontraban a miembros de otras religiones, les exigían, además de sumisión e invisibilidad, el pago de un impuesto para librarse de la muerte.
Fue a principios de diciembre cuando el padre vio con claridad que se habían equivocado quedándose. Supo de buena fuente que durante la noche grupos de asesinos compuestos por invasores y ciudadanos criminales entraban en las casas de los que ellos llamaban infieles para asesinar a los hombres, saquear todo lo que podían encontrar y esclavizar a mujeres y niños sin importarles impuestos ni humanidad alguna. Para no asustar prematuramente a su mujer embarazada planificó en secreto, ayudado por su hijo mayor, el acopio de provisiones y gasolina que les permitiera llegar a la frontera. No olvidó el dinero que sería necesario para los sobornos, ni tampoco los atuendos y pañuelos que vestirían su esposa e hijas para superar los controles de carretera.
Salieron de la ciudad una mañana fría, poco después del amanecer, pues era mejor pasar los controles a la luz del día que en la oscuridad de la noche, cuando todo resultaba sospechoso. Les ordenaron detenerse en tres ocasiones y en todas ellas los milicianos echaron un vistazo a los ocupantes del coche, tres de las cuales viajaban totalmente cubiertas por el hábito negro que sólo dejaba asomar los ojos asustados, y les dejaron pasar. Cuando hubieron dejado atrás la periferia de la ciudad donde sus antepasados habían vivido durante siglos abandonaron la autopista principal y tomaron vías alternativas que amigos ya a salvo les habían enviado por whatsapp. Las carreteras secundarias, cada vez en peor estado y con más curvas, subían y subían hacia las montañas a través de un majestuoso paisaje de bosques de cedros y cimas cubiertas de nieve, y a medida que ascendían, más y más lejos parecían quedar las plazas públicas de cabezas empaladas, las mutilaciones ejemplarizantes, las lapidaciones, las crucifixiones, toda aquella demencia casi irreal, como de otro mundo.
El puesto fronterizo se hallaba situado en la cumbre de la cordillera, y por el brillo en la mirada de los soldados el padre supo que había hecho bien reuniendo dinero en pequeños fajos de billetes. Se quedaron también la televisión de plasma y los dos teléfonos móviles que llevaban, además de los relojes y la Play Station que el hijo mayor había escondido inútilmente al fondo del maletero, pero finalmente pasaron al otro lado de la barrera metálica donde había la misma nieve, los mismos árboles, las mismas rocas, las mismas nubes atardeciendo sobre un paisaje alpino y donde, sin embargo, todo era diferente.
Fue cerca de media noche, descendiendo hacia el valle donde titilaban las luces de una ciudad, lejanas y diminutas como estrellas, cuando la madre se puso inesperadamente de parto. Había roto aguas y el tiempo se terminaba. Las niñas lloraban y el chico miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos. Al salir de una curva apareció una cabaña de pastores junto a un prado y allí se detuvieron. El resto es sabido.
viernes, 19 de diciembre de 2014
Aquella maravillosa e infundada esperanza
Salgo de la consulta médica oficialmente curado. Mi cerebro, después de diez largos meses de tratamiento pautado y sin ayuda química durante las últimas cuatro semanas, vuelve a producir por sí mismo la cantidad necesaria de serotonina que hace que los seres humanos sintamos, sin ser conscientes de ello, aquella maravillosa e infundada esperanza que nos caracteriza.
lunes, 15 de diciembre de 2014
De talleres y mercenarios
Me gustan los talleres. No los literarios, desde luego, y todavía menos los poéticos (un momento: me retiro a vomitar); no, me refiero a los de verdad: carpinterías, fábricas, obras en construcción, garajes mecánicos, etcétera.
Lo pensaba esta tarde mientras esperaba a que alinearan la dirección de mi vieja y leal Picasso. Los mecánicos del taller de Citroen en Barbastro, donde me conocen desde hace once años, me permiten deambular de aquí para allá echando un vistazo mientras no moleste demasiado. Uno llama mi atención y pregunta: «¿Llegaré a cobrar la jubilación? La cosa está jodida, jefe. ¿Sabes qué haría yo? ¡Colgar a todos los políticos de las farolas de la calle!». Desde que le conozco, bastante antes de la actual crisis económica, siempre habla en esos términos. Como suele decir, él lo veía venir.
Admiro profundamente a las personas que saben fabricar y arreglar cosas. Yo, aunque parezca mentira, provengo de su estirpe: mi padre posee la sabiduría necesaria para levantar un edificio entero desde los cimientos hasta los cuartos de motores de los ascensores: albañilería, estructura, fontanería, electricidad, todo; y cuando digo todo quiero decir absolutamente todo. Recién llegados a Marte no me cabe la menor duda de que él sería infinitamente más necesario que yo.
Observo cómo el mecánico conduce mi coche fuera de la elevadora y se lo lleva a hacer una prueba. Siempre me llama la atención lo bien que suena su motor cuando ellos lo aceleran, es casi como si ella disfrutara más en sus manos que en las mías, ¡en sus manos mercenarias que pronto pasarán a otro vehículo sin recordarla nunca más! Ah, las eternas e injustas reglas sentimentales del mundo.
domingo, 14 de diciembre de 2014
Algo así
Maite y Carlos se han ido -la primera a Zaragoza, el segundo a Huesca- y un domingo más me he quedado solo. No me asusta la soledad: me gusta la soledad. De algún modo. Hasta cierto punto. Algo así.
Salgo a la galería a poner una lavadora y me asomo un momento a la calle donde brillan los adornos luminosos de navidad. No odio la navidad: sólo me aburre soberana e indeciblemente; no odio la navidad, lo que sucede es que me produce una melancolía vergonzante, indebida y culpable.
Pero hay en ella algo que a mí, ateo discreto y sin pretensiones, aún me emociona como cuando era un niño: la imagen del hijo de un dios todopoderoso naciendo furtivamente en un establo en lo más crudo del invierno. La reflexión y la poesía que semejante relato expresa nunca dejó de conmoverme. Todavía lo hace.
jueves, 11 de diciembre de 2014
El señor Spock
Es un hombre pálido y de cabello blanco y escaso que se ayuda de un bastón; viste pantalones de tergal, jersey sobre camisa blanca y abrigo de paño de color gris. Se acerca a mi mesa, le doy los buenos días, le pregunto en qué puedo ayudarle y se presenta formalmente antes de sentarse en una de las dos sillas amarillas: «Soy R. C. y tenía cita previa a las once y veinte».
Viene con dos propósitos, el primero informarse del importe y demás características de la probable pensión de invalidez que el tribunal médico va a valorarle próximamente, y el segundo darse de alta en el nuevo servicio de usuario y contraseña que la Seguridad Social española ha habilitado en su página de internet para que los ciudadanos puedan efectuar todo tipo de trámites desde su casa sin necesidad de acudir a nuestras agencias.
Me informa de que fue diagnosticado de leucemia y ahora se encuentra en pleno proceso de recuperación tras un autotransplante de médula. Le pregunto cómo se hace eso y me explica con todo lujo de detalles técnicos el proceso: la extracción de su propia sangre, el tratamiento y cribado de sus células, su congelación a -160 grados, el duro tratamiento de quimioterapia y la posterior reintroducción de la médula sana con la esperanza de que sustituya a la enferma . Me cuenta que por ahora todo parece ir bien pero no se atreve a adelantar resultados concluyentes o, como él mismo expresa: «Ni siquiera me atrevo a imaginar el oso».
Para darle de alta en la oficina virtual de las administraciones públicas le pido un número de teléfono móvil y su dirección de correo electrónico, que resulta ser spock(...@.......).es. Aparto la mirada de la pantalla y le miro con gesto de curiosidad, gesto al que mi cliente responde sonriendo con los ojos pero no con el resto de su rostro de sesenta años sobre el del ser humano de cincuenta que es en realidad. «Esta noche emiten Stark Trek en Antena3», dice, «es la versión de 2009 de J. J. Abrams con los actores nuevos». «La he visto», le digo, «me gustó mucho. Claro que, como sucedía en la versión original, Spock se come con patatas al capitán Kirk». «Estoy de acuerdo con usted», dice él, y sonríe con todo su rostro por primera vez.
Cuando se levanta para irse y me ofrece la mano pienso en lo afortunado que soy de trabajar en un lugar que me permite conocer fugazmente a tantas personas distintas, únicas e irrepetibles. He de reprimir la tentación del saludo vulcano tras sentir su mano fría en la mía, siempre tan caliente. «Mucha suerte, señor Spock, espero que volvamos a vernos», pronuncio sólo para mí mientras otra persona se levanta de la sala de espera y se acerca a mi mesa.
Anotado por Jesús Miramón a las 19:28 | Diario , Vida laboral
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Cuentas
La primera noticia hablaba del cambio climático en nuestro planeta y lo escenificaba con la emisión imaginaria de unas previsiones meteorológicas en televisión datadas el 10 de agosto de 2050. En ellas Mónica López, la actual mujer del tiempo del telediario, predecía temperaturas de 45 grados y aún más elevadas en gran parte del territorio español: un infierno en la tierra.
La segunda noticia informaba del lanzamiento de la nave Orión, la primera diseñada para emprender largos viajes interplanetarios desde la época de la exploración lunar allá por los años 60 y 70 del siglo pasado. Al fin, tras tanto tiempo de pasividad y cobardía, volverá a ser posible dejar atrás la estación espacial e ir más allá, explorar nuestro sistema solar, aterrizar en otros planetas, tal vez en Marte en 2030 si se cumple el calendario de la NASA.
2030, 2050... Hice cuentas. Me sentiría muy feliz, absolutamente conmovido y emocionado, si pudiera asistir a la llegada del ser humano a Marte a mis futuros 67 años de edad, algo que no encuentro imposible del todo, quién sabe. En cuanto a la terrible predicción meteorológica de un futuro sahariano en este rincón de Europa, tendría ya 87, una longevidad que ahora mismo considero muy difícil de alcanzar.
Tengo 51 años y comienzo a sentir que el futuro ya no me pertenece a mí sino a mis hijos y a los posibles hijos de mis hijos, lo cual no me hace menos responsable. Sí, sé que suena ridículo e incluso melodramático, pero en realidad es un sentimiento tan pedestre como cualquier otro. Mi deber, mi único y gran deber, es hacer todo lo que esté en mi mano para ralentizar en lo posible el calentamiento global de nuestro mundo y, al mismo tiempo, defender con uñas y dientes la ciencia y la investigación y el afán explorador que siempre definió a lo mejor de nuestra especie; empujar en la medida de mis fuerzas para que ellos echen a andar mientras nosotros nos desvanecemos.
sábado, 6 de diciembre de 2014
Corre, insensato
Corre, insensato, corre
y no mires atrás.
Pero no, escucha, no,
mejor camina, sí,
mejor camina despacio
así, eso es, sin
llamar la atención.
Y ahora detente y
siéntate en ese banco
junto a la acacia, sí,
justamente ahí, como
quien no quiere la cosa, y
contempla las nubes
en el cielo, los peatones
que van de aquí para allá
inmersos en sus pensamientos.
Los coches. Las palomas.
Mira cómo pasan de largo.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
La vida en ello
Muchas semanas sin escribir tras sobrevivir al cabo de Hornos. Semanas pacíficas y silenciosas, expectantes, en un océano vacío.
Hoy quedé a comer en Binéfar con mis amigas y compañeras de la coral más queridas. Mientras conducía de regreso a Barbastro recorriendo los kilómetros que devoré tantas y tantas veces caí en la cuenta de que, como les había sucedido a otros navegantes antes que a mí, finalmente las tormentas del fin del mundo se habían limitado a empujarme con furia al puerto de partida.
Así es como más viejo, más ignorante, más gordo, más escéptico y al mismo tiempo más grotescamente emotivo, pongo de nuevo el pie en el muelle de Las cinco estaciones. Mis botas pisan tierra firme. En lo más profundo de la noche las hojas rojas de las viñas alfombran los pasillos cuidadosamente diseñados para el paso de las vendimiadoras mecánicas y los jabalíes recorren los maizales ya cosechados en busca de las mazorcas supervivientes. Tras el edificio donde vivo el río Vero se precipita hacia el remoto Mediterráneo como si le fuera la vida en ello.