Último día de febrero, que es como decir último día de algo que no se sabe bien si es el último o no. Fue gris. Fui feliz -el año de pandemia mundial ha rebajado ampliamente los requisitos para cumplir esa definición. No he salido de casa desde el viernes ni me he duchado, me miro en el espejo y veo a algo parecido a un vagabundo de primera clase. Hoy cociné mucho: lomo a la aragonesa, pastel de brócoli con patatas y migas de bacalao al horno, lentejas, salmón al horno, empanadillas caseras. Ahora es de noche y me voy a acostar. Leeré un rato (El problema de los tres cuerpos, de Cixin Liu, está bien pero no para echar cohetes). Me debo amor a mí mismo, porque lo merezco. No el amor de los demás, que lo tengo en abundancia y me hace muy feliz, sino el mío propio. Este siempre lo he echado de menos. No me quiero como debería. Quiero quererme pero es complicado: conozco todos mis pecados, todos mis errores, todas mi adicciones. Si yo fuera otro me querría como quiero a mis amigos de quienes también conozco todas esas cosas, pero soy yo. Qué injusto. Cerraré los ojos. Hoy quiero soñar con caballos.
martes, 23 de febrero de 2021
Un silencio absolutamente perfecto
He apagado la música y de pronto ha aparecido el acúfeno que me acompaña desde hace muchos años, aunque eso sea el silencio para mí. Una vez leí que era el sonido de mi cerebro, un sonido que en las personas sanas el oído filtra convenientemente, pero no en mi caso. Pienso en el espacio exterior, hay multitud de páginas web que registran su sonido. Todo suena, incluso el vacío estelar. Zumbidos, crujidos, graves sostenidos a través de millones de años luz. Mi viejo acúfeno ya forma parte de mí. Pensé que nunca lo aceptaría, a pesar de lo que me decía mi doctora, pero ella sabía que lo haría: ahora forma parte de mí, soy yo. Dejaré de oírlo cuando muera. Despertaré entonces a un silencio absolutamente perfecto.
martes, 2 de febrero de 2021
Banquisa
Cada mañana atravieso caminando el patio colectivo del bloque de apartamentos donde vivo. Es un patio lo suficientemente grande como para ver el cielo, es tan grande que hay columpios para los niños y bancos y maceteros desaprovechados con tristes proyectos de plantas muertas. La noche se mezcla con el día y camino como si me dirigiese a una pirámide inexplorada. Un avión de pasajeros deja su silenciosa huella blanca en la lejanía de las nubes más altas. Algunos kilómetros más allá está el espacio donde la gravedad no existe y nuestros hermanos y hermanas flotan en el frágil interior de la estación espacial. La superficie de los coches aparcados en la acera de la calle Antonio Machado son una delicada copia de la banquisa de la Antártida. Camino cuesta arriba disfrutando del frío en mi rostro. Llevo un plátano de Canarias en el bolsillo izquierdo de mi abrigo.