La voz alegre de un niño pequeño rompe la noche como si el Ramadán no hubiese terminado hace pocas semanas. Me asomo a la calle y me sorprende verla desierta. Los arbolillos que en invierno eran mapas vasculares son ahora profusos animales vegetales de otro planeta a la luz artificial de las farolas, pero mi corazón no está aquí sino en la habitación de un hospital, y también a miles de kilómetros y centenares de minutos de distancia en el futuro. Jamás, ni en los momentos más patéticos de mi adolescencia, imaginé que la vida pudiera ser una experiencia tan sólidamente personal y, al mismo tiempo, la revelación de una verdad profunda que sólo soy capaz de expresar con una palabra: comunión.
sábado, 11 de julio de 2015
Cosas flotantes
Mientras yo me sumerjo en el sueño nocturno tú abres los ojos a un nuevo día en tu diminuto apartamento estudiantil de Itabashi. Allí llueve como ayer, como antes de ayer y como desde el día en que llegaste a la extraña e inmensa ciudad; aquí una terrible ola de calor africano copa todas las noticias en los medios de comunicación.
Siempre supe que los coches eran máquinas del tiempo, pero reconozco que los aviones lo son más: gracias a ellos ahora tú vives siete horas delante de nosotros, algo que, por otra parte, desde que eras pequeña se veía venir.
Cierro los ojos, pronuncio en silencio: «Buenos días, ratoncita», y a continuación me dejo llevar por el sueño como cualquier otra cosa flotante precipitándose.
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