He conducido y hemos llegado de noche. Seguro que lo habré escrito mil veces, pero me encanta conducir de noche. No ver lo que rodea la carretera que iluminan los faros del coche hace que tu concentración alcance casi el nivel cerebral de la meditación. Las líneas de pintura fosforescente llegando y desapareciendo tras el vehículo. Siempre que conducimos viajamos en el tiempo -como cuando caminamos e incluso cuando respiramos durmiendo la siesta-, pero de noche se parece más a como siempre lo imaginé.
En Zaragoza casi siempre sopla el cierzo. Ahora escribo con dos ventanas abiertas y opuestas y el aire me acaricia fresco, constante. Dormiré muy bien, siempre duermo bien en Zaragoza.
viernes, 27 de septiembre de 2019
Veintisiete de septiembre
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