miércoles, 18 de septiembre de 2024

Como las libélulas

Tras años sin ir al médico, hoy, sometido a las órdenes de mi público favorito, mi mujer y mis hijos, me he hecho temprano un análisis de sangre y orina, un cribado de heces orientado al cáncer colo-rectal, una visita a mi otorrinolaringóloga al mediodía y, por la tarde, otra visita a una encantadora podóloga por mis problemas de metatarsalgia en el pie derecho.

Ahora estoy cansado, más cansado de lo que debería estar a estas horas, pero soy un ser humano de rutinas y cuando salgo de ellas el mundo me agota.

El verano va quedando atrás bajo las preciosas nubes grises de borrego y su lluvia intermitente. Yo asomo el hocico desde la fresca oscuridad de mi estivación y comienzo a vestirme como una persona civilizada, comienzo a respirar normalmente, a moverme sin sentir calor ni desear la muerte inmediata.

El otoño se acerca dispuesto a curar dulcemente los estragos de la luz y la alegría, la resaca de la felicidad radiante. Se aproxima el abrazo de lana, el frío en el rostro caminando hacia el trabajo, el clima propicio para un hombre primitivo como yo, acostumbrado a las grandes glaciaciones. Muéstrame una boñiga de mamut congelada y te diré cuánto tiempo hace que pasó por ese lugar. Poseo dones que ahora no sirven para nada.

Vivo tranquilamente y no miro atrás. Jamás me sentí tan libre como en este tiempo de no escribir, no beber alcohol, no tener ambiciones mundanas. Yo sigo explorando a mi manera, a veces desde mi cubil y a veces fuera, pero siempre despacio y sin prisa, perezosamente como el gran oso que soy. Tengo sesenta y un años y medio y soy perfectamente consciente de ello sin alborotos ni tonterías ni nada. Sé que, con suerte, acaso pueda vivir veinte o veinticinco años más y, joder, está bien, en realidad es algo extraordinario, como las libélulas.

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