Al salir del trabajo me llama la atención el color achocolatado del río Vero, que corre veloz ceñido por el cauce de hormigón que cruza la ciudad. El sol brilla en el cielo despejado y caigo en la cuenta de que la turbiedad del agua es fruto de las tormentas de las montañas, que suelen ser violentas y espectaculares. La lluvia cayó con fuerza allí arriba no hace demasiado tiempo, tal vez anoche o incluso esta misma mañana, y ahora, al mediodía, bajo la luz radiante del somontano, sus consecuencias fluyen delante de mí rumbo al río Cinca, el gran Ebro y el mar lejano. Durante un instante veo con claridad lo que miles de poetas cantaron: el paisaje convertido en piel sensible, las venas y arterias del mundo, las tormentas del corazón, nuestras vidas, el río.
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