viernes, 25 de enero de 2019

Veinticinco de enero

A esta hora en la que escribo todavía no se ha podido acceder al niño de dos años que cayó en un estrecho pozo de Málaga hace ya muchos días, tal vez demasiados. Hoy en la oficina una amiga tan atea como yo me ha dicho: "Si el niño todavía vive declararé públicamente que creo en Dios". Todo el país está expectante.

Mi triste opinión es que, después de tanto tiempo, un ser humano de su edad ha fallecido, y sólo espero que lo hiciera rápidamente al caer desde setenta metros de altura, y no después. Y me adhiero a mi amiga: si todavía está vivo creeré en Dios (en todas sus versiones) y lo declararé aquí (aunque esté mintiendo). Ojalá me vea impelido a hacerlo.

Las desgracias suceden más a menudo de lo que solemos pensar cuando no suceden, y menos a menudo de lo que solemos pensar cuando suceden. Pero suceden. Accidentes de tráfico, enfermedades inesperadas, lo veo al otro lado de mi mesa cada día.

Por otro lado hoy he llevado botellas al contenedor de vidrio y, cerca de él, en la pared, había un tablón de anuncios donde las empresas funerarias cuelgan pasquines con los datos de los fallecidos. Tenía que haber hecho una foto pero no me he acordado: un fallecido tenía exactamente cien años y el que estaba a su lado ochenta y tres.

Lo he dicho y escrito muchas veces: la vida es una cosa muy rara; muy, muy rara y, básicamente, incomprensible. Creo que escribo con la idiota ilusión de comprender algo de todo esto y poder articularlo verbalmente.

Acudo a la pestaña del navegador y leo que todavía no se ha podido acceder al pozo donde cayó Julen, pero la distancia es de centímetros. Que tu hijo de dos años, en un descuido, se precipite por un pozo con el diámetro de una sartén, es una inmensa desgracia. Sufro y, mientras consulto y actualizo las noticias, me doy cuenta de lo absurdo que es todo lo que nos sucede.

jueves, 24 de enero de 2019

Veinticuatro de enero

A veces me gusta imaginar que sería feliz viviendo en el confín del mundo en una cabaña de troncos junto a un lago. Lo disfruto tanto. Corto leña, cazo, pesco, y al regresar me tomo lentamente un whisky mientras la aurora boreal baila en el cielo.

A veces me gusta imaginar que sería feliz viviendo en el lujoso ático más alto de Nueva York o de Londres, tan robotizado que con una palabra tuviese mi música preferida, la calefacción en marcha, el horno calentándose. Me cambio de ropa para quedarme en pijama y contemplo el skyline de la megalópolis esperando que la cena esté lista y la cocina me avise verbalmente.

Suena el despertador y me despierto de mala gana: soñaba que vivía en Alaska, soñaba que vivía en Manhattan.  Voy al baño a evacuar mis intestinos, me ducho, desayuno un capuchino de máquina con dos magdalenas integrales, me lavo los dientes, me visto y de pronto apareces tú, que ya vas apurada de hora al instituto donde eres profesora de Lengua y Literatura.  Nueva York y Alaska desaparecen con nuestro primer beso del día.  Todavía es de noche pero el sol ya comienza a resucitar el mundo.

miércoles, 23 de enero de 2019

Veintitrés de enero

Pídeme lo que quieras, lo que tu alma desea.
Yo viajaré al continente o isla donde
pueda encontrarlo, salvo si es en mi corazón.

Porque mi corazón, amor mío,
está muerto, seco, vacío,
y no sé por qué.

Me gusta pensar que si te amo
queda una brasa caliente, moribunda,
en él.

martes, 22 de enero de 2019

Veintidós de enero

Esta tarde he atendido a una mujer maltratada y con sentencia judicial de alejamiento. Le he dicho que guardase esa sentencia, que he leído y describe sucesos terribles que no puedo revelar, y le he dicho, decía, que la guardase como oro en paño porque si su exmarido muere algún día antes que ella, ese documento le asegura una pensión de viudedad al cien por cien, independientemente de cualquier circunstancia. Algo así como una reparación.

Mientras me hablaba con los ojos húmedos y las canas asomando en las raíces de su cabello teñido, he sentido lo que tantas otras veces: el dolor, la desgracia y la pobreza huelen. Es un olor mental, no físico, pero lo reconozco enseguida. Es algo que uno aprende sin darse cuenta tras muchos años atendiendo al público.

Sobrevive con un subsidio de 430 euros mensuales, y no lo hace sola, sino con un hijo de veinticinco años que no trabaja. Creo que podéis imaginar el paisaje.

La he derivado a la comarca del Somontano, y mañana llamaré a algunas de las trabajadoras sociales amigas mías para que exploren de qué modo pueden ayudar a esta mujer valiente que un día dijo basta.

Antes de irse me ha dicho que su ex había quebrantado muchas veces la orden de alejamiento. Le he preguntado si la guardia civil y la policía local estaban al tanto (en las ciudades pequeñas no tenemos policía nacional), y me ha dicho que sí. "Sobre todo, a la menor sensación de inseguridad llámales, por favor", le he rogado.

Cuando se ha ido he sentido mucha tristeza, pero otras personas esperaban su turno. De hecho lo siguiente que he hecho ha sido tramitar la prestación de paternidad de un niño que nació el dos de enero. Este es mi trabajo. Lo amo aunque a veces me duela.

lunes, 21 de enero de 2019

Veintiuno de enero

Vengo de la cocina. Después de la siesta me he puesto a cocinar para mañana y pasado mañana. Fabada asturiana y lo que en casa de mis padres, y también en la mía, siempre se ha llamado "pebre". Pebre significa pimiento en catalán, pero yo lo aprendí antes de saber catalán e incluso antes, mucho antes, de vivir en Cataluña, e ignoro por qué en la ribera de Navarra existe un plato que tiene un nombre catalán. Se trata de un guiso de cabezada de cerdo con ajos, tomate y pimientos de piquillo cortados en tiras. Está buenísimo y es muy fácil de hacer. De la fabada qué puedo decir: después de la imprenta es uno de los mejores inventos de la humanidad.

Cuando mi hija Paula viene a España le gusta que le cocine estas cosas: comida casera, comida de yaya (abuela), como solemos decir en casa con cariño. Rica, sencilla, sustanciosa y sana. A mí me gusta mucho cocinar, pero cocinar para ella es ya el no va más, porque sé que allí arriba se alimenta regular y porque en Noruega no existe la variedad de alimentos que tenemos aquí, algo que pude averiguar el verano pasado.

Siempre he pensado que cocinar es un acto de amor. Si cocinas para ti, porque vives solo o lo que sea, es algo similar a la masturbación; si cocinas para quienes viven contigo o, sobre todo, para tus invitados, es un acto de amor o... bueno, ahora que lo pienso, y siguiendo la analogía, ¡una orgía! (Y sin haberlo deseado me ha salido un pareado).

Imagino que ya lo habré escrito más de una vez, es lo que tiene escribir desde hace tanto tanto tiempo, es imposible no repetirse, pero a mí dos de las tres cosas que más me relajan y tranquilizan son conducir y cocinar. La tercera no es difícil de adivinar. Sí, justamente es esa, la que estás pensando.

domingo, 20 de enero de 2019

Veinte de enero

Noche cerrada. Son las siete menos cuarto de la tarde. Amo el invierno.

sábado, 19 de enero de 2019

Diecinueve de enero

El nuevo año, que perfectamente podría ser el que pasó, el que vendrá o el de hace cinco estaciones, fluye invisible entre la hierba.

viernes, 18 de enero de 2019

Dieciocho de enero

Último día laborable de mi semana de vacaciones pertenecientes al año pasado y, sin embargo, tengo la sensación de que dos mil dieciocho sucedió hace mucho, mucho tiempo. Tanto que casi no lo puedo recordar. Esta velocidad enloquecida.

jueves, 17 de enero de 2019

Diecisiete de enero

Pensamos que no nos pasa nada porque no somos socialmente importantes, porque no hemos logrado triunfos deportivos, industriales, culturales o políticos, o porque aparentemente no influimos en el curso del mundo. Pensamos que nuestra vida es insignificante pero, tras tantos años atendiendo a ciudadanos y escribiendo estos cuadernos puedo afirmar con absoluta certeza que ninguna vida lo es, ningún instante. Lo cual, he de añadir, no significa nada más que lo que significa.

El presente del mundo es la ingente suma de sucesos diminutos y, en muy escasas ocasiones, descomunales (pienso en Bach, pienso en Nelson Mandela, pienso, por ejemplo, en el equipo de ingenieros que diseñaron el primer viaje a la luna).

Ya lo he escrito alguna vez, pero nada me conmueve tanto como entrar, por ejemplo, en una ermita románica y contemplar la piedra del suelo de la puerta del pequeño templo hendida y gastada por miles y miles de pasos humanos a lo largo de los siglos. O las siluetas de prehistóricas manos anónimas fijadas en la roca de las paredes de cuevas recónditas descubiertas por pura casualidad.

Ninguna vida, ningún momento, es insignificante, lo cual no quiere decir que nuestras vidas o siquiera nuestro mundo sean la cima, el final o el principio de lo más importante en la historia del universo, este universo vastísimo, inmensurable y todavía inexplorado.

Hemos de saber esto, incluso si no tiene sentido alguno: formamos parte de esta aventura. Sin nosotros, sin cada uno de nuestros cotidianos días, por aburridos que sean, el mundo no sería como es. Somos creadores.

miércoles, 16 de enero de 2019

Dieciséis de enero

Vivo en un edificio en el que todos los vecinos tienen perros. O eso parece a partir de las seis de la mañana a juzgar por los ladridos. A mí me encantan los perros, me chiflan, los adoro: perros, gatos... fin (no comprendo que insectos y reptiles sean mascotas pero igual es culpa mía, no sería la primera vez que no comprendo algo).

Doy gracias a la legislación española que impide el acceso fácil a las armas porque ya estaría en la cárcel. Esta semana, como todo el orbe sabe, estoy de vacaciones, unos días que quedaron pendientes del año pasado, y no hay mañana en la que los preciosos perros de todo mi edificio no empiecen a ladrar, reñir, llorar y dar, básicamente, por el culo.

Pero con la bondad inconmensurable que el universo concedió a mi corazón seguiré soportando semejante atentado a mi derecho a dormir hasta cuando yo quiera y nada más: sólo queda joderse. Es una bondad que compartimos toda la familia. Si muriésemos mañana, los tres iríamos al cielo con la velocidad de un misil tierra aire, envueltos en el eco de los ladridos histéricos de decenas de perretes. Qué bonicos.