sábado, 20 de julio de 2019

Veinte de julio

Yo tenía seis años cuando el ser humano caminó por primera vez sobre la luna o, lo que es lo mismo, pertenezco a la primera generación humana en la que nuestra especie logró viajar más allá de nuestro planeta. A partir de aquel suceso histórico que ahora se conmemora recuerdo una adolescencia donde se vaticinaban nuevos tiempos de avances tecnológicos que no sucedieron, que no han sucedido aún. Colonias lunares, vehículos autónomos, comida de astronautas para todos, una federación planetaria, la exploración de nuevos planetas donde poder vivir, etcétera.

Las cosas han ido más despacio, infinitamente mucho más despacio de lo que cuando tenía quince años leía en revistas e incluso en enciclopedias, pero será verdad que soy optimista porque pienso que seguimos caminando. Más despacio pero existe una vetusta estación espacial internacional girando alrededor de nuestro hogar desde hace mucho tiempo, y hemos enviado a Marte naves del tamaño de coches que van de aquí para allá investigando y tomando muestras. Hemos descubierto agua allí y también en nuestro pequeño satélite que hace que suba y baje la marea en las playas tan lejanas, ay, de esta habitación.

El cambio climático es una amenaza, una realidad actual. Pero el ser humano, su cerebro y, sobre todo, la suma de sus millones de cerebros, tal vez sea capaz, no de revertirlo, algo imposible ya a día de hoy, sino de desarrollar tecnología que compense nuestros errores. Si existe una especie capaz de sobrevivir en el desierto más árido y en el ártico más gélido esa es la nuestra; y si existe una especie capaz de inventar algún sistema tecnológico para expulsar de nuestra atmósfera el CO2, por ejemplo, es la nuestra.

Yo tenía seis años cuando el ser humano pisó por primera vez la superficie de un lugar de nuestra sistema solar distinto al nuestro. Sé que volveremos. Sé que iremos mucho más allá. Sé que yo no lo veré, pero sí, tal vez, lo verán mis tataranietos, o los tataranietos de mis tataranietos o de alguien, quien sea, da igual, pues cada día soy más consciente de que todos, incluso quienes se matan entre sí, somos parientes cercanos. Compartimos este hogar. La vida individual es muy breve. El pesimismo no es una opción para quien sólo es un parpadeo.

viernes, 19 de julio de 2019

Diecinueve de julio

Por la mañana atiendo a un joven de quince años que viene con su tía. Es de Senegal y lleva poco tiempo en España. No tiene pasaporte, no tiene ningún tipo de documentación, sólo una hoja de papel timbrada con dos sellos de la comuna del lugar de donde proviene, escrito en francés. Siente mucho dolor en la muñeca del brazo derecho y, como menor de edad, tiene derecho a asistencia sanitaria gratuita y universal (los menores de edad y mujeres embarazadas lo tienen garantizado en España), aunque debe estar empadronado en Barbastro. Pero sucede que no se puede empadronar en casa de su tía -o supuesta tía, pues no hay modo de acreditar dicho parentesco- porque no tiene ningún documento de identidad donde aparezca su imagen, ni tiene, como menor de edad, ningún documento de tutela o permiso de sus padres senegaleses para viajar fuera del país o cediendo la custodia a su tía. Hablo con tarjetas sanitarias en Huesca: sin un documento que acredite su edad fehacientemente, y el folio que aporta es harto escaso para ello, no se le puede dar asistencia gratuita.  Subo con ellos a ver a la trabajadora social del Centro de Salud. Lo esencial, insisto, es que se le trate y después ya se verá qué sucede con su situación legal. Estamos de acuerdo y será tratado médicamente. Su situación legal, ante la necesidad médica, es secundaria.

Ahora bien: ningún senegalés puede entrar en España sin un pasaporte visado en la aduana. Este joven que lo mismo podría tener quince que veinte años y no habla una palabra de español ni de francés, mira a la ventana que hay tras mi silla de trabajo mientras yo hablo con su tía, que está muy embarazada y suda profusamente. A ella le digo: "Pero sin pasaporte no se puede entrar legalmente en España, ¿su sobrino ha venido en patera? Yo sólo quiero ayudarle, pero necesito saberlo, porque no puede ser que siendo menor de edad no tenga ninguna documentación, ni siquiera el documento de identidad de su país". Ella me mira durante cinco segundos sin decir nada y ya me ha contestado. Vuelvo a observar al joven sentado a su lado. Fuerte, casi atlético, camiseta y pantalones de pitillo, zapatillas deportivas de color naranja. Lo imagino desembarcando en una playa del sur de España con un teléfono y una dirección de Barbastro, en la provincia de Huesca. Es probable que sea su tía de verdad, y ella le enviara dinero para que pudiera venir hasta aquí. ¿Quince años? Aparenta ser más mayor pero en el pequeño papel del ayuntamiento de su pueblo, el único documento que posee, dice que nació en dos mil cuatro.

Y a continuación pienso en el viaje desde Senegal a la costa frente a Europa, las dificultades por las que ha pasado este joven que ahora se deja llevar de aquí para allá por su tía. La travesía. La travesía en el mar con decenas de personas arriesgando su vida. Las olas zarandeando la patera. Tal vez los muertos siendo lanzados al mar. Ese papel envuelto en plástico bien guardado entre su ropa, el que ahora tengo en mis manos. El esfuerzo de su familia en Senegal para reunir el dinero suficiente para pagar a los traficantes el precio para que al menos uno de sus hijos pueda llegar a Europa, exactamente hasta el otro lado de mi mesa.

Pero todo no ha hecho sino empezar. Mientras le miro deja de contemplar el castaño de indias tras mi silla y me mira a los ojos. Los suyos están ligeramente inyectados de sangre. Le digo despacio y sonriendo: "Vamos a ayudarte". Pero no reacciona. No sonríe, no dice nada. Ni siquiera muestra un gesto de tristeza, sólo indiferencia. Su tía dice en perfecto castellano: "Está así desde que llegó".

jueves, 18 de julio de 2019

miércoles, 17 de julio de 2019

Diecisiete de julio

Si escribo es para dar testimonio. No tengo otra ambición. Y lo hago sabiendo que todas estas palabras escritas con tanto cuidado, este testimonio de hombre común y corriente, serán borradas de este mundo por un rápido meteorito gigante, el lento fin del mundo o el olvido de las colonias humanas exteriores, cada vez más autónomas, nuevas especies, tan lejanas de esta noche de calor en la tierra de hoy, de ahora, hace siglos.

martes, 16 de julio de 2019

Dieciséis de julio

Por la mañana fuimos a visitar un rato a mis padres. El próximo veintinueve de julio mi madre cumple ochenta años y el siguiente sábado tres de agosto nos reunimos toda la familia en el restaurante El lechugero de Cascante, en Navarra, mi pueblo y el de mis antepasados. Regentado por mis amigos de veranos adolescentes, Carmelo en sala y Angelines en la cocina, mi familia lo celebramos todo allí, y algo tan bonito como cumplir ochenta años no podía ser una excepción. Se da también el caso de que los fundadores originales del restaurante y hostal, que al principio era una tasca, son amigos íntimos de mis padres desde la infancia hasta hoy.

Mi madre nos ha dicho que le hacía mucha ilusión reunirnos a todos ese día, y entonces yo he recordado que mi iPhone me había enviado el día anterior uno de esos recuerdos que recopila la aplicación de fotografías, y precisamente eran fotografías de mis bisabuelas, mis abuelos y también de mis padres cuando se conocieron, con apenas quince años. Hemos estado viéndolas. A ratos señalaban: este está muerto, esta también, este muerto, este muerto... Yo me partía de risa. Sois unos supervivientes, les he dicho, sabiendo que, como todos, algún día dejarán de serlo. Le he guiñado el ojo a mi padre, que estaba contento de ver a mi madre tan lúcida y tan majica hoy, y le he dicho: Papá, a este paso la mamá no deja vivo a ninguno.

Ha sido un rato agradable. Había fotos maravillosas.  Qué guapos y qué jóvenes eran estos dos seres extraordinarios a los que todavía puedo abrazar y besar y oler.  Y qué poco podían imaginar que tendrían cuatro hijos, tres nueras, un yerno y diez nietos que les quieren, más las parejas de mis sobrinos y sobrinas y mis hijos. La vida creciendo como una enredadera.


lunes, 15 de julio de 2019

Quince de julio

Escucho a Maite hablar con nuestra hija con el manos libres del teléfono en el salón. Sus risas. Paula se ha cortado un poco el pelo (para ellas mucho, yo ni me he dado cuenta en una fotografía que nos ha enviado).

Madre e hija; la primera filóloga y profesora de Lengua y Literatura de secundaria en Barbastro, España, la segunda bióloga molecular y genetista en Bergen, Noruega, hablando de cortes de pelo y otras maravillosas y ligeras cosas mundanas que hacen del mundo un lugar menos denso, menos importante. Las oía reír y mi corazón reía con ellas. Tienen una relación que me fascina. Cuánto me gusta la vida normal, si eso es posible.

domingo, 14 de julio de 2019

Catorce de julio

Hoy no me hemos salido de casa en todo el día. Llovió mucho durante la noche y no ha hecho calor. Hicimos vermut, comimos un lomo a la aragonesa que hice en Barbastro, dormimos la siesta y ¿qué más se puede pedir? Me gusta cuando las cosas son sencillas. Un poco secretas. Ni mucho ni poco. Sin dolor de cabeza, sin sudor, sin tinnitus, sin picor en la piel. Normalidad nada más, eso que a menudo tanto me falta a mí y le sobra a tanta gente. Dentro de un rato cenaremos. La felicidad, lo sé, es esto. No padecer. Dejarse llevar plácidamente y, sobre todo, no salir de casa sin ganas de salir. Oh, qué placer estar aquí todo el día juntos, dormidos, despiertos, dormidos de nuevo.

sábado, 13 de julio de 2019

Trece de julio

Estamos en Zaragoza. La discusión de ayer pertenece al pleistoceno. El cielo sobre esta ciudad que quiero y odio un poco a la vez era gris, bochornoso, un radiador de calor que rebotaba en alquitrán, cemento, cristal y hormigón.

Hace un rato cayeron cuatro gotas que, casi antes de tocar la superficie de este lugar, se evaporaron como si nunca hubieran existido.

Sí, sé que el verano me convierte en un animal esquizofrénico, uno de esos tristes ejemplares de oso polar que caminan repetitivamente de un lado a otro de su espacio en un zoológico muy lejos del Ártico. ¿Qué puedo hacer? Siento dar tanto la brasa, pero es que, si de normal ya no estoy bien del todo, en verano todo se dispara y me vuelvo loco. Loco. Loco. Porque estoy loco. Soy un loco sudando delante de un ventilador escribiendo que está loco.

Sólo una cosa me impide alejarme de la razón pulcra y obsesivamente ordenada con la que intento dar testimonio y escribir cada día de cada día: el amor de la gente que me quiere, que es, para mi sorpresa, mucha. El amor que recibo de los demás y el que siento por personas, libros, películas y música mantienen mis demonios a una distancia más o menos segura del descalabro. Lo sé y nunca lo había confesado tan crudamente.

Ojalá el amor nunca me abandone. No solamente el que doy sino, sobre todo, el que recibo. Es lo que me mantiene en equilibrio. Es lo que alimenta mi esperanza y mi optimismo un poco impostado pero tan deseado y verdadero en realidad. El amor cierto, el del perdón.

viernes, 12 de julio de 2019

Doce de julio

Mi compañera y yo hemos discutido. Hacía tanto tiempo que no lo hacíamos: semanas, meses (es lo que tienen las relaciones de larga duración), que no sé muy bien qué hacer, se me ha olvidado.

Recuerdo que a ella le costaba más hacer borrón y cuenta nueva. Yo soy ligero como pompa de jabón, móvil como pluma al viento, pero a ella le costaba un poco más. Imagino que son cosas que van en el carácter de cada uno.

Sé que pasará. Todo pasa y la amo, y creo que ella también me quiere.

jueves, 11 de julio de 2019

Once de julio

A medida que voy
haciéndome mayor
cierta tranquilidad va
instalándose en
mi manera de experimentar
toda esta locura que
vino a mí sin permiso.

Sé que terminaré el viaje.
Viajaré hasta que
la música se apague,
y también la luz, y
también los sentimientos, y
el tacto y el oído y el olfato,
y el gusto, y la vista y,
sobre todo,
el sexto sentido.

Navegamos hacia
lo desconocido
levemente.