sábado, 13 de julio de 2019

Trece de julio

Estamos en Zaragoza. La discusión de ayer pertenece al pleistoceno. El cielo sobre esta ciudad que quiero y odio un poco a la vez era gris, bochornoso, un radiador de calor que rebotaba en alquitrán, cemento, cristal y hormigón.

Hace un rato cayeron cuatro gotas que, casi antes de tocar la superficie de este lugar, se evaporaron como si nunca hubieran existido.

Sí, sé que el verano me convierte en un animal esquizofrénico, uno de esos tristes ejemplares de oso polar que caminan repetitivamente de un lado a otro de su espacio en un zoológico muy lejos del Ártico. ¿Qué puedo hacer? Siento dar tanto la brasa, pero es que, si de normal ya no estoy bien del todo, en verano todo se dispara y me vuelvo loco. Loco. Loco. Porque estoy loco. Soy un loco sudando delante de un ventilador escribiendo que está loco.

Sólo una cosa me impide alejarme de la razón pulcra y obsesivamente ordenada con la que intento dar testimonio y escribir cada día de cada día: el amor de la gente que me quiere, que es, para mi sorpresa, mucha. El amor que recibo de los demás y el que siento por personas, libros, películas y música mantienen mis demonios a una distancia más o menos segura del descalabro. Lo sé y nunca lo había confesado tan crudamente.

Ojalá el amor nunca me abandone. No solamente el que doy sino, sobre todo, el que recibo. Es lo que me mantiene en equilibrio. Es lo que alimenta mi esperanza y mi optimismo un poco impostado pero tan deseado y verdadero en realidad. El amor cierto, el del perdón.

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