Suenan petardos. O cohetes, no sé. El barrio donde vivo es el de San Fermín (también es casualidad) y creo que esta semana o la que viene son, lógicamente, las fiestas. Una calle ya la han cerrado para instalar unas ferias de niños con tiovivos y esas cosas.
Quien me conoce sabe que odio las fiestas colectivas, las patronales, las de navidad, las del barrio, las del Pilar: todas. Forma parte de mi carácter, que ya se veía venir en la adolescencia, de viejo gruñón.
Odio las fiestas colectivas, incluidos los festivales de música, etcétera, y nunca entenderé por qué siempre se celebran en verano, cuando más calor hace y la aglomeración de personas intensifica ese calor y convierte la realidad en un infierno de sudor y empujones. Las fiestas deberían celebrarse en invierno. El verano en estas latitudes es incompatible con cualquier actividad que no sea pasiva, solitaria y, mejor que a la sombra, bajo el aire acondicionado.
A menos que estés de vacaciones y junto al mar o en la alta montaña, claro, que actualmente no es mi caso. Y otro petardo, venga. Odio los petardos, asustan a los animales y no sirven más que para molestar a todo el mundo. Sé muy bien dónde metería con un palo los petardos y cohetes de quienes los tiran, incluso podría hacer un dibujo. Oh, misericordia.
lunes, 1 de julio de 2019
Uno de julio
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