jueves, 20 de septiembre de 2007

Jueves de septiembre

En Monzón, por la mañana temprano, detenido frente a un semáforo en rojo, contemplo a los jóvenes que salen de las carpas donde han pasado la noche bailando. Un mozo lleva sobre los hombros a una chica morena, balanceándose peligrosamente de un lado a otro hasta caer con estrépito sobre la acera. Por un momento me asusto y empiezo a girar el volante para acercarme a ellos, pero veo que se levantan como si nada, riendo alucinados. La mayor parte de los que deambulan por la avenida están borrachos. No puedo dejar de darme cuenta de lo grotescas que somos las personas en ese estado. Hay grupos tambaleantes que piden a los conductores que accionen el claxon de sus coches. Algunos lo hacen. A mí no me apetece. Siento alivio cuando dejo atrás el pueblo en fiestas y vuelvo a conducir a través del campo camino del trabajo.

lunes, 17 de septiembre de 2007

El final del verano

P., de catorce años, está cansada y afligida. Cansada porque acaban cinco días de festejos y pocas horas de sueño, afligida porque las vacaciones se apagan, se alejan engullidas por la velocidad. Ni siquiera el espectáculo pirotécnico, que grabo en silencio, logra animarla. Ella sabe que los fuegos artificiales que estallan en el cielo nocturno como si fuesen fenómenos estelares, nacimientos de galaxias, son en realidad el anuncio del final del verano.

martes, 11 de septiembre de 2007

Cuando despertó

Cuando despertó se dio cuenta de que estaba en su antigua habitación de la casa de sus padres, y como eso era imposible cerró los ojos durante unos segundos, pero al volver a abrirlos todo seguía allí: la cortina de dibujos florales, la casita de madera en la pared, los libros de Enid Blyton en las estanterías. Entonces, ¿toda su vida había sido un sueño: su marido un sueño, el nacimiento de sus dos hijos un sueño, la muerte de sus padres un sueño? Guiada por el sonido familiar de la radio salió al pasillo temblando de arriba abajo. Al asomarse a la cocina reconoció el pequeño cuerpo de su madre inclinado sobre los fogones. "¿Mamá?", dijo con un hilo de voz. La mujer de cuarenta y siete años se volvió, dijo: "Hola, cariño, ¿has dormido bien?", y sonrió a la hija adolescente que se acercaba a ella con los ojos arrasados por las lágrimas.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Vencejos

Se han ido los vencejos que cada verano anidan en el alero de mi casa. Es probable que se marchasen hace días pero me he dado cuenta esta mañana, cuando regresaba de comprar el periódico. Mientras subía las escaleras he pensado que tal vez ya estuviesen en el sur de África, cazando vertiginosamente sobre los rebaños de cebras y las manadas de leones. Qué asombroso que los mismos pájaros que hace poco tiempo chillaban al atardecer entre estas calles, sorteando con sus alas de guadaña las antenas y los edificios, sobrevuelen ahora el mar mediterráneo, el desierto, la sabana, los grandes bosques donde habitan los chimpancés y se esconde el okapi.

sábado, 8 de septiembre de 2007

En voz baja

Los primeros besos.
Los aplausos.
El zumbido de un insecto
sobre las hojas de hierba.
El peso de la nieve.
La potencia de unos pulmones
haciendo vibrar
las cuerdas vocales.
Las despedidas.
Las bienvenidas.
El olvido pasajero y también
el duradero. El sabor
de un tomate maduro.
Las primeras lecturas.
Las olas del mar.
La velocidad de la luz
sobre los muros de la infancia.
El amor. Las apuestas
perdidas, las ganadas.

Al final, lo sabes,
todo habrá sucedido
en voz muy baja.

Barcelona

Incluso en la sala de espera del consultorio, cerrada y sin ventanas al exterior, siento en la piel del rostro y en las manos la humedad de Barcelona. "Oh, dios, ¿cómo puede vivir alguien en semejantes condiciones?", pienso mientras apoyo la cabeza en la pared y cierro los ojos. Lo siguiente es un pozo en el que me hundo con los pies por delante, consciente de que si me descuido empezaré a roncar. Abro los ojos. M. lee un libro de tapas rojas a mi lado. Viste una camiseta blanca de tirantes que desnuda sus omóplatos. La observo durante unos segundos hasta que se da cuenta. Se vuelve. Me mira con sus ojos de cierva.

jueves, 6 de septiembre de 2007

La sombra de los olmos

Conduzco despacio por
una carretera arbolada.
La intermitente sombra de las copas
impide y permite
la luz del sol
a un ritmo constante.
Dentro de algunas semanas
comenzarán a despoblarse
y el arcén
se cubrirá de hojas.
No quedan muchas carreteras así:
ya nadie camina por ellas y
la sombra de los olmos
a nadie refresca. A mí
me gusta este juego de luz y oscuridad
sucediéndose una a la otra,
luz y oscuridad, luz y oscuridad
hasta dejarlo todo atrás.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Alguien murió

Murió ahogado un pescador. Murió, víctima de una bomba, una señora de Bagdad que caminaba por la calle. Murió un agricultor aplastado por su tractor. Murió de hambre un niño pequeño en algún lugar de África. Murió en los hielos de los Alpes un pastor hace más de cinco mil años. Murió un escritor en la habitación de un hospital. Murió un aristócrata en su pequeño apartamento. Murió Jorge Manrique de un lanzazo en los riñones cerca del castillo de Garci Muñoz. Murió un joven futbolista después de un infarto en pleno campo de juego.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Tormenta de agosto

Hace unas horas conducía hacia Barbastro junto a los oscuros viñedos que pronto serán vendimiados. El cielo pardo vibraba en la mañana de bochorno como si fuese el de un planeta lejano, diferente, hostil. Ya en mi destino rompió la tormenta: retumbaron los truenos y gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre los castaños de indias y la grava del parque. Los peatones aceleraron el paso en las aceras. Del asfalto húmedo se elevó inmediatamente aquel olor a sueños y sexo. Fue un alivio breve, casi peor que si no hubiera sido, pues al cabo de quince o veinte minutos la tormenta cesó poco a poco. Las calles se secaron. Las personas volvieron a caminar despacio, todavía más sofocadas que antes por el vapor que ahora desprendía el suelo. El sol, indiferente a nuestra existencia, continuó brillando sobre el mundo.

sábado, 25 de agosto de 2007

Ser el fruto

Hoy mis padres cumplían cuarenta y cinco años de casados, y para celebrarlo han invitado a sus dieciséis hijos, hija, nueras, yerno, nietas y nietos a comer. Los homenajeados estaban radiantes, rodeados de la vida que su encuentro había sembrado hace casi medio siglo. Gritaban las niñas pequeñas, charlábamos los adultos, tintineaban los cubiertos y las copas de vino. Sé que soy un hombre afortunado, lo he sabido siempre, y uno de los motivos más poderosos para serlo son ellos: qué privilegio ser su fruto.