miércoles, 24 de octubre de 2007

Una agresión racista

Viendo las imágenes de la agresión racista no puedo evitar la sospecha de que no es la primera vez que ese miserable actúa, así lo indican su absoluto desparpajo, la manera en que antes del ataque mira alrededor calibrando la situación y a continuación, sin dejar de hablar por el teléfono móvil, la tranquilidad con la que insulta, humilla y golpea brutalmente a la víctima inocente, en este caso una menor de dieciséis años de nacionalidad ecuatoriana que se cruzó casualmente en su camino. Qué hijo de perra y qué cobarde. Uno no puede menos que desearle verse solo en el patio de la cárcel rodeado de compatriotas de la chica. Claro que de su valentía ya ha dado cumplida muestra, por si el vídeo del vagón de tren no había sido suficiente, con las declaraciones en las que recurre a la dudosa eximente de una gran borrachera que las secuencias niegan con meridiana claridad. Cobarde desde el principio hasta el final.

Pero hay otro cobarde en esta historia: ese joven que asiste a los acontecimientos sentado a pocos metros de distancia, mirando con esfuerzo a otra parte para no acabar recibiendo también él algún puñetazo. Durante estos días he pensado en su actitud, he imaginado y comprendido el pánico, la parálisis ante la violencia inesperada y gratuita, y no he podido excusarle. A veces la experiencia de la vida te sitúa ante situaciones donde, por una vez, las opciones son muy sencillas: a un lado está lo que deberías hacer y al otro lo que no deberías hacer, y no hay nada más salvo el precio que habrás de pagar, íntima o públicamente da igual, por la decisión que tomes. Para desgracia de ese chico la suya ha quedado grabada ante la vista de todo el mundo, y le compadezco, pero debió haber ayudado a la niña que estaba siendo agredida. Así de simple. Así de jodido.

Respecto al agresor, a nada que nos descuidásemos, tampoco resultaría difícil terminar compadeciéndole: en la imaginación rápidamente aparecerían suburbios, fracaso escolar, drogas, fracaso laboral, malas compañías, rencor social, inadaptación… Todo se disipa con la primera torta, el pellizco en el pecho, la inesperada y brutal patada en la cabeza: estamos ante una mala persona, alguien capaz de atacar a una adolescente indefensa por el mero hecho de ser de otra nacionalidad: racismo puro y duro, tan puro y tan duro que resulta casi imposible de articular, de mirar con los ojos abiertos. Pura y dura maldad.

jueves, 18 de octubre de 2007

Costumbre de falta

Las lámparas de la pared se reflejan en el cristal de la terraza, transformado en un espejo por la oscuridad. Pasó el día. Fluyó como un manso río a veces, como un torrente precipitándose al abismo a veces, y pasó: ya no existe. Se llamaba "jueves, dieciocho de octubre de dos mil siete". Cada noche no es más de mañana, camino del verano (camino de la primavera, camino del invierno).

Falta de costumbre

Cada mañana es más de noche, camino del invierno. ¿Cómo es posible que todavía continúen sorprendiéndome estas cosas? Suenan las campanadas mecánicas de la iglesia de San Pedro. En la calle comienza a regresar, poco a poco, la luz. Nada de esto me resulta verdaderamente familiar: ni los pájaros que ruidosamente dan la bienvenida al sol, ni el café, ni mi pequeño clan yendo de aquí para allá, entre los cuartos de baño y la cocina. Me pregunto si llegaré a acostumbrarme alguna vez.

domingo, 14 de octubre de 2007

Luz rasante

El día del Pilar Zaragoza se inunda de personas vestidas con el traje regional de Aragón caminando por la acera con rostro serio. No me gustan los trajes regionales. Sí me gustan las gambas a la plancha, la sopa de cocido y el pollo asado en casa de mis padres, quienes nos cuentan que se van de viaje una vez más, en esta ocasión a Peñíscola.

El sábado por la tarde regresamos a Binéfar. En el coche todos duermen. Para no molestar su descanso hace rato que apagué la música y ahora sólo se escucha el ronroneo del motor. Devoro el tiempo kilómetro a kilómetro. El sol poniente ilumina la carretera con su luz rasante.

domingo, 7 de octubre de 2007

Domingo de octubre

Después de comer se ha quedado dormida tumbada en el sofá, desfallecida en una postura extraña que distorsiona un poco su apariencia y le hace pensar a él, durante unos segundos, en la muerte (la boca ligeramente entreabierta, la mandíbula alzada hacia atrás, el precioso cuello blanco expuesto). Si estuvieran solos sabe perfectamente qué haría: besar ese cuello, acariciar sus caderas, despertar su húmeda y palpitante ternura. Late sin prisa el domingo. El deseo. La vida.

jueves, 4 de octubre de 2007

Que no existen

Camino por la ribera de un estrecho río de la jungla. El suelo está cubierto de barro y en el aire flota una humedad fétida e irrespirable. Sudo por todos los poros. Enjambres de diminutos insectos acosan mi cabeza, mis ojos, mis oídos. Formas furtivas huyen a mi paso escabulléndose en la espesura, chapoteando en el agua. Estoy soñando, sé que estoy soñando y acelero el paso, corro sin sentir el esfuerzo tratando de elevarme como un pájaro y lo logro, ya estoy volando sobre el río, flanqueado por los oscuros muros de una selva que, sin transición, se transforma en una ciudad moderna abandonada tras un terrible desastre, una ciudad que dolorosamente reconozco. Sobrevuelo sus calles y siento en los huesos el eco de cientos de años de olvido. Es de noche. Sólo la luna ilumina las viejas fachadas cubiertas de liquen, los escaparates rotos, las aceras desiertas. No hay nadie, ya no queda nadie, hace mucho tiempo que todos nosotros morimos. Estoy soñando, sé que estoy soñando y decido despertar. Lo hago secándome unas lágrimas que no existen.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Ha regresado

La cortina exterior de la terraza, empujada por el viento, golpea de vez en cuando el cristal. Parece que hubiese alguien ahí fuera llamando y escondiéndose al mismo tiempo en la oscuridad. El frío ha regresado.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Una gineta

Allí estaba, en medio de la carretera:
una cola amarillenta con anillos oscuros
emergiendo de la carcasa de un cuerpo
aplastado por una rueda.

Estoy acostumbrado a ver perros, gatos,
zorros, alguna vez un jabalí y hasta un tejón
una mañana de lluvia, pero nunca
había visto una gineta muerta.

Resulta difícil creer que un animal tan bello
pueda vivir en este territorio de granjas
y campos de cultivo, cruzado por caminos
y carreteras, saturado de nosotros,

sin embargo las aves insectívoras cazan
en los canales de hormigón armado,
lo mismo que los murciélagos sobrevuelan
mi terraza estas primeras noches de otoño.

La luna brilla en el cielo. En las praderas
de la sierra de San Quílez
serpentean las culebras, vigila la lechuza,
late impaciente el corazón de la raposa.