lunes, 18 de febrero de 2019

Dieciocho de febrero

Escucho desde mi rincón que acaba de llamar nuestra hija a su madre. Hablan mucho por teléfono, si no cada día cada tres o cuatro como mucho. Siempre llama ella, ese es el trato no explícito pero acordado silenciosamente. No queremos interrumpirla en su trabajo o sus relaciones sociales. Escucho que Maite le cuenta que ayer hice el siguiente comentario: "Me gustaría que Paula estuviera aquí para poder abrazarla y besarla con mis brazos de oso y que luego volviese a su laboratorio en Bergen". La teletransportación. Star Treck. Oh, sí, eso me gustaría. Lo utilizaría muchísimo. Me voy cinco minutos a la casa del bosque de mi amigo en Girona y vuelvo. Me voy quince minutos a la costa asturiana y vuelvo. Por favor, científicos del mundo entero: dejad todas vuestras investigaciones y haced posible la teletransportación. Y si es a través del tiempo todavía mejor. Viajaría hacia el pasado y el futuro a todas horas hasta perder el presente, hasta desaparecer. Me conozco.

domingo, 17 de febrero de 2019

Diecisiete de febrero

Siempre de Barbastro a Zaragoza y de Zaragoza a Barbastro (antes lo fue de Binéfar a Zaragoza y de Zaragoza a Binéfar). Creo que nuestra querida y vieja Picasso, con sus catorce años y trescientos treinta mil kilómetros, se sabe la carretera de memoria.

A medida que nos alejábamos de la provincia de Zaragoza y nos acercábamos a la de Huesca el color del paisaje variaba suavemente del ocre al verde y aparecían, al fondo, las cumbres nevadas de la cordillera.

Maite tiene, entre otros muchos, el superpoder de ser capaz de leer o corregir exámenes a mi lado sin marearse. Ha corregido muchos en todos estos años. ¡Sin marearse! ¿Podéis creerlo? Le dan igual las curvas, los baches, lo que sea. Eso sí, me pide silencio y la radio apagada, algo que tampoco me importa demasiado primero: porque me lo pide ella, y segundo: porque me encanta conducir oyendo sólo el ruido del motor y nada más. Me relaja muchísimo, y yo soy alguien que, por mi naturaleza, necesita relajarse. Mucho.

sábado, 16 de febrero de 2019

Dieciséis de febrero

Por la mañana, antes de comer, fuimos a visitar a mis padres, que suelen pasar el invierno en su piso de Zaragoza. Mi padre tiene ochenta y tres años y mi madre cumplirá ochenta.

Mamá, hace cuatro o hace cinco años, sufrió un ictus, un infarto cerebral, un síndrome de Menier, hoy es el día que todavía no sabemos qué le sucedió exactamente, qué interrumpió una vejez que tenía muy buena pinta.  Sí, sé que estas cosas pasan, pero en un instante se quedó sorda y ciega, y en unos segundos recuperó la vista y recuperó, aunque no al cien por cien, el oído izquierdo, tal vez el derecho, no recuerdo.

Desde entonces su calidad de vida empeoró. Microinfartos cerebrales, vértigos, dolores insoportables de cabeza, etcétera. La sanidad pública se ocupó, lentamente, de ella. Le han colocado un implante cloquear para mejorar su oído y mejorar el equilibrio y los mareos, y cada cierto tiempo le pinchan en la cabeza y en los músculos del cuello para mejorar su calidad de vida, una calidad que, básicamente, consiste en no sufrir. Pero sufre. Sufre porque tiene pérdidas de memoria y ella sabe que las tiene. Hoy estaba muy flojica, muy baja de moral. Pero la semana que viene le vuelven a pinchar. Lo hacen cada tres meses y entonces repunta y está bien durante unas semanas, aunque después languidece poco a poco hasta desesperarse. "Mamá, la semana que viene volverás a estar mejor, ya verás", le he dicho.

En un momento dado me he ido a la cocina con mi padre, que es quien la cuida con todo su amor y, también, quien soporta el dolor y las quejas que a menudo se vuelven contra él, quien está más cerca, injustamente. No sé qué palabras he pronunciado para decirle que comprendía por lo que estaba pasando porque, entre otras cosas, era mentira, pues por muchos casos que, por mi oficio, conozca, y conozco muchísimos, ninguno es igual a otro, y menos cuando se trata de tu propia familia. Pero sé que él ha comprendido mi intención y mi amor y mi admiración a su paciencia y su cariño y su bondad.

Pobre mamá, tan delgada y con un hilo de voz diciendo que así no merecía la pena vivir, sentada en el sofá en medio de un salón lleno de retratos de hijos, nueras, yerno, nietos; fotografías de bodas, de vacaciones, de comidas en el huerto. Yo, mientras la escuchaba, observaba sus pómulos, sus ojos profundamente negros, el rostro que contemplé cada día durante toda mi vida hasta que salí de casa, y luego me volví a la derecha para observar a mi padre, su perfil patricio y noble, sus ojos cansados pero firmes, su paciencia y su amor, diciéndole a mi madre "cariño" antes de cada palabra.

Lo vivo con serenidad.  Tengo cincuenta y cinco años para cumplir cincuenta y seis en mayo. No ignoro el precio del tiempo, aunque eso no me haya impedido llorar mientras escribía el párrafo anterior. Cada etapa de la vida tiene su afán, su felicidad, su dolor y su olvido. En un momento dado mi madre ha dicho que no le daba miedo morir, que le daba más miedo sufrir y hacer sufrir a los demás.

Sé lo que sucederá y puedo decir que ahora, mientras escribo, ya he dejado de llorar. Pienso de modo un tanto absurdo en la famosa y magnífica película Zulú. A menudo la vida se parece a eso: luchar con todo lo que tienes contra todo lo que venga.

viernes, 15 de febrero de 2019

Quince de febrero

Ningún día es normal.
Todos lo sabemos.
Hacemos como que
no lo sabemos pero
en el fondo,
a nada que algo
nos sucede,
lo sabemos con total claridad:
ningún día, ninguno,
es normal.

jueves, 14 de febrero de 2019

Catorce de febrero

Aprovechando que mi pareja tiene fiesta en el instituto, la llamada "semana blanca", aunque ni siquiera sea una semana entera, me he tomado dos días libres y esta tarde hemos viajado a Zaragoza.

Después de cenar he venido a la habitación de mi hija a escribir y delante de mí tengo un corcho donde hay dibujos y pinturas suyas. Siempre le ha gustado mucho dibujar, y se le da muy bien. En otros tiempos hubiera sido una científica de las que dibujaban la materia de su estudio, como hacía Ramón y Cajal, autor de unos dibujos absolutamente extraordinarios.

Era ya de noche cuando hemos entrado en la gran ciudad y, como siempre, desde lejos brillaba como una colonia espacial. En Instagram sigo a la NASA y me gusta contemplar las fotografías que los astronautas hacen de la tierra. Los países desarrollados brillan en la cara oscura como árboles de navidad; los países pobres, los territorios despoblados y los pocos lugares vírgenes que quedan son espacios de oscuridad.

Siempre he pensado cuan íntimamente están ligados el arte y la ciencia. Ambos comparten dos afanes muy humanos: explorar y dar testimonio. Si volviera a nacer, además de pastor en la Patagonia, cocinero propietario de un pequeño restaurante cerca del mar pero no en el paseo principal, director de orquesta o simplemente músico profesional, agente forestal, arqueólogo, médico, enfermero, gaucho en la pampa argentina, cazador en Alaska, camionero australiano, piloto de Fórmula Uno, domador de caballos, pintor, astronauta, si volviera a nacer, digo, también me gustaría ser científico. Investigar lo inimaginablemente pequeño o lo inconmensurablemente grande. Sí. Aunque lo de ser pastor en la Patagonia tira mucho, la verdad.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Trece de febrero

El invierno avanza noche a noche con sus sandalias de hierro. Por la mañana temprano los coches aparcados en la acera están cubiertos del hielo de la madrugada, y al mediodía casi podría decirse que, bajo los abrigos que nos pusimos al salir camino del trabajo, hace calor.

No existe nada más transparente y puro que un día de sol en invierno. Los gorriones juegan alrededor del tobogán de un parque infantil.

Al atardecer, cuando la luz desaparece, el frío reaparece recordándonos que somos un planeta más que gira alrededor de su sol como los de las películas de ciencia ficción, como esos en los que en el cielo brillan dos lunas en vez de una, como esos en los que se refugian los perseguidos.

martes, 12 de febrero de 2019

Doce de febrero

Mientras escribo una joven española de veintiséis años sale del laboratorio donde trabaja y sube la cuesta hacia la casa donde tiene alquilada una habitación, un edificio de color amarillo frente a un parque, en Bergen, Noruega.

Mientras escribo un joven español hace ejercicio en un gimnasio de Barbastro. Después de haber trabajado el último verano en una brigada de bomberos forestales de la empresa SARGA, una subcontrata del Gobierno de Aragón, ahora su objetivo, en vez de ser guarda forestal, es ser bombero forestal profesional y, si es posible, dice, del grupo helitransportado, uno que lleva a los trabajadores en helicóptero a los lugares más inaccesibles de un incendio. Se está sacando el carnet de camión y en el gimnasio prepara las pruebas físicas, muy exigentes. Las oposiciones las preparará en una academia, seguramente en Zaragoza, donde tenemos un piso.

Mientras escribo una mujer española corrige pruebas y exámenes de Lengua castellana y Literatura en la mesa del salón. Desde que terminó Filología siempre ha dado clase en unos pocos institutos. Ella dice: "el profesor se va haciendo más mayor pero los alumnos siempre son adolescentes". Es muy buena en lo suyo y ha dejado huella en muchas personas. Su marido se siente muy orgulloso. El otro día le tramitó la paternidad a un chico de Binaced y, hablando de esto y de lo otro, salió que, como todos lo que viven allí, había estudiado en Binéfar. Al marido de esa profesora de instituto el joven le dijo: dile que soy aquel chico de pelo rizado, ¡y sobre todo que saqué una ingeniería, aunque trabaje las tierras de mi padre! Resultó que ella se acordaba perfectamente de él, incluso de su nombre y apellidos, y recordó las veces que se reían juntos. A su marido esto le ha pasado muy a menudo: mencionar el nombre de su compañera y oír buenas palabras de sus antiguos alumnos. Él, que lleva trabajando con personas treinta y un años, sabe diferenciar muy bien cuándo algo se dice por decir o se dice desde el corazón. Por eso se siente tan orgulloso.

Mientras escribo lo hago en esta pequeña mesa pegada a la pared entre la cama y la ventana. Necesito estos momentos de soledad y a veces, en ellos, me sorprende haber acabado formando y siendo parte de una familia propia. Nunca imaginé que sucedería. En mi juventud soñé que me convertiría en un escritor maldito, un músico maldito, un dibujante maldito, qué sé yo, el cambio de siglo parecía estar a un millón de años luz de distancia y el malditismo, al parecer, estaba de moda. No sé si exisistirán muchas personas cuyas vidas actuales son exactamente iguales o muy parecidas a como las imaginaban en su juventud, pero la mía no, en aquella época nunca imaginé que sería un empleado público. Si me lo hubiesen adivinado hubiera dicho que no, que, por supuesto, antes morir, que vaya mierda, que qué aburrido, que me moriría en una oficina, etcétera, etcétera. Y, sin embargo, ahora no me imagino haciendo otra cosa. He aprendido tanto de las personas a las que atiendo y, con ellas, de nuestra especie, de nuestro pasado, de nuestros posibles futuros. Uno nunca sabe, y por eso, porque uno o una nunca sabe, debemos explorar el mundo hasta que la luz se apague definitivamente.

lunes, 11 de febrero de 2019

Once de febrero

Todo está bien.

Lo digo dos veces
en voz baja:
todo está bien,
todo está bien,
y se convierte
en verdad.

domingo, 10 de febrero de 2019

Diez de febrero

Los domingos por la tarde se parecen al desierto de Atacama, a la Antártida, a la fosa de las Marianas. Parece que no fuese posible la vida allí, pero existe. Primitiva, básica, simple, pero vida viva. Células reproduciéndose y sustituyéndose una y otra vez. Nubes en el cielo a kilómetros de altura tiñéndose con las últimas luces del sol.

Los domingos por la tarde se parecen a un final del mundo que, a estas horas, ya no nos importara, que aceptásemos mansamente como tantas veces aceptamos las cosas. Los domingos por la tarde son el momento ideal para invadir un país o un planeta, el momento ideal para acunar la esperanza en vez de despertarla. Duerme, duerme, pequeña.

sábado, 9 de febrero de 2019

Nueve de febrero

No había niebla en Binéfar, y además aparqué en una zona restringida a la policía local y me pusieron una multa que pagaré el lunes en el banco (si lo hago antes de veinte días naturales pago la mitad, en este caso veintisiete euros).

Pero me lo pasé muy bien. Tengo una relación de amor con Binéfar. Viví allí entre mil novecientos noventa y siete y, no sé, ¿hace tres o cuatro años? Allí crecieron mis hijos, allí canté en un coro del que llegué a ser su presidente; allí, después de los ensayos, íbamos al Chanti a tomar unas copas. Quiero mucho a ese pequeño lugar en el mundo como quiero mucho a Cataluña, donde viví casi diez años de mi vida y donde aprendí su idioma, una lengua que me encanta practicar cada vez que tengo la mínima oportunidad.

Anoche lo pasé muy bien con tres amigas por las que siento un cariño inmenso. Cada una de ellas es absolutamente distinta de las demás; cada una tiene su personalidad, su historia familiar, sus ideas políticas, y cada una de ellas son preciosas para mí, precisamente, por eso.

Anoche, mientras regresaba a Barbastro conduciendo por la misma carretera que recorrí durante años y años cada día ida y vuelta, sólo tenía un temor: que hubiese un control de la Guardia Civil en la rotonda de entrada a Barbastro. Se ponen mucho allí y nos habíamos bebido dos botellas de vino y -yo- un gintonic.

La noche estaba preciosa, oscura, negra. Ya he dicho muchas veces que me encanta conducir de noche y es la pura verdad. Con las luces verdes de los instrumentos de mi vieja Citroen Picasso y los faros iluminando el futuro, no me cuesta nada conducir imaginándome el piloto de una nave espacial. En realidad sé que lo soy como lo sois todos vosotros y vosotras devorando kilómetros bajo la tímida luna. Kilómetros y tiempo y espacio. Si por mí fuera conduciría siempre de noche, sin interferencias, sin tráfico, sin la pesada y molesta presencia del prepotente sol, ese dios de verdad.