Por la mañana, antes de comer, fuimos a visitar a mis padres, que suelen pasar el invierno en su piso de Zaragoza. Mi padre tiene ochenta y tres años y mi madre cumplirá ochenta.
Mamá, hace cuatro o hace cinco años, sufrió un ictus, un infarto cerebral, un síndrome de Menier, hoy es el día que todavía no sabemos qué le sucedió exactamente, qué interrumpió una vejez que tenía muy buena pinta. Sí, sé que estas cosas pasan, pero en un instante se quedó sorda y ciega, y en unos segundos recuperó la vista y recuperó, aunque no al cien por cien, el oído izquierdo, tal vez el derecho, no recuerdo.
Desde entonces su calidad de vida empeoró. Microinfartos cerebrales, vértigos, dolores insoportables de cabeza, etcétera. La sanidad pública se ocupó, lentamente, de ella. Le han colocado un implante cloquear para mejorar su oído y mejorar el equilibrio y los mareos, y cada cierto tiempo le pinchan en la cabeza y en los músculos del cuello para mejorar su calidad de vida, una calidad que, básicamente, consiste en no sufrir. Pero sufre. Sufre porque tiene pérdidas de memoria y ella sabe que las tiene. Hoy estaba muy flojica, muy baja de moral. Pero la semana que viene le vuelven a pinchar. Lo hacen cada tres meses y entonces repunta y está bien durante unas semanas, aunque después languidece poco a poco hasta desesperarse. "Mamá, la semana que viene volverás a estar mejor, ya verás", le he dicho.
En un momento dado me he ido a la cocina con mi padre, que es quien la cuida con todo su amor y, también, quien soporta el dolor y las quejas que a menudo se vuelven contra él, quien está más cerca, injustamente. No sé qué palabras he pronunciado para decirle que comprendía por lo que estaba pasando porque, entre otras cosas, era mentira, pues por muchos casos que, por mi oficio, conozca, y conozco muchísimos, ninguno es igual a otro, y menos cuando se trata de tu propia familia. Pero sé que él ha comprendido mi intención y mi amor y mi admiración a su paciencia y su cariño y su bondad.
Pobre mamá, tan delgada y con un hilo de voz diciendo que así no merecía la pena vivir, sentada en el sofá en medio de un salón lleno de retratos de hijos, nueras, yerno, nietos; fotografías de bodas, de vacaciones, de comidas en el huerto. Yo, mientras la escuchaba, observaba sus pómulos, sus ojos profundamente negros, el rostro que contemplé cada día durante toda mi vida hasta que salí de casa, y luego me volví a la derecha para observar a mi padre, su perfil patricio y noble, sus ojos cansados pero firmes, su paciencia y su amor, diciéndole a mi madre "cariño" antes de cada palabra.
Lo vivo con serenidad. Tengo cincuenta y cinco años para cumplir cincuenta y seis en mayo. No ignoro el precio del tiempo, aunque eso no me haya impedido llorar mientras escribía el párrafo anterior. Cada etapa de la vida tiene su afán, su felicidad, su dolor y su olvido. En un momento dado mi madre ha dicho que no le daba miedo morir, que le daba más miedo sufrir y hacer sufrir a los demás.
Sé lo que sucederá y puedo decir que ahora, mientras escribo, ya he dejado de llorar. Pienso de modo un tanto absurdo en la famosa y magnífica película Zulú. A menudo la vida se parece a eso: luchar con todo lo que tienes contra todo lo que venga.
sábado, 16 de febrero de 2019
Dieciséis de febrero
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
8 comentarios:
Admiro a tu padre, Jesús. Y creo que comprendo al menos en parte a tu madre. Son situaciones muy duras, y tú lo sabes muy bien por tu trabajo.
Lo siento y te mando un fuerte abrazo.
Muchísimas gracias, querida amiga. Son épocas que acaban llegando y que hay enfrentar. Un beso.
Por la unión que has ido creando con tus lectores, comparto tu dolor.
Por eso te digo también que has metido tu dedo en la llaga de mis miedos. No te preocupes, porque esos miedos se reproducen solitos, sin necesitar que alguien los aliente.
Ah, se me olvidó una cosa que quería poner. Tengo una cuñada muy rezadora que en casos así siempre dice: Rezo más por el que cuida que por el que es cuidado.
¡Ánimo, Jesús! Como dice Elvira, es muy duro, mucho. Y no se me ocurre qué más decirte, porque estas cosas nos llegan a todos. Y, como dice Nán, todos compartimos el mismo miedo a la pérdida.
Un abrazo.
Nán, Marisa, Elvira también, guapo y guapas, estoy bien. Acepto lo que sucede con el estoicismo de quien lo ha visto muchas veces en otros. Eso no evita el sufrimiento, y si ayer lloré escribiendo -algo que, como cantando, no debe hacerse nunca porque limita tus posibilidades (en el canto todas)- fue porque al relatar mi encuentro con mis padres reviví ese momento en el que la miré y la reconocí y la amé. Al fin y al cabo escribo este diario para fijar en el tiempo lo que el tiempo se empeña en borrar. Tal vez cuando ellos falten yo pueda seguir estando a su lado durante un momento la mañana de ayer leyendo esta entrada del cuaderno.
Afortunadamente no están solos. Tengo dos hermanos que viven en Zaragoza y les acompañan a las visitas médicas y están por ellos. Y en mi pueblo, en Navarra, está mi hermana, que también está por ellos. El que menos puede ayudar soy yo desde aquí, desde Barbastro, en Huesca. Pero es lo que es.
Serenidad sin cinismo y amor sin cursilerías innecesarias: creo que eso es lo que hace falta ante etapas como la que ha alcanzado a mis padres.
Besos agradecidos a todas y uno. De verdad.
Un abrazo...
Un beso, Luna. Qué te voy a contar a ti. Un abrazo muy grande.
Publicar un comentario