jueves, 14 de febrero de 2019

Catorce de febrero

Aprovechando que mi pareja tiene fiesta en el instituto, la llamada "semana blanca", aunque ni siquiera sea una semana entera, me he tomado dos días libres y esta tarde hemos viajado a Zaragoza.

Después de cenar he venido a la habitación de mi hija a escribir y delante de mí tengo un corcho donde hay dibujos y pinturas suyas. Siempre le ha gustado mucho dibujar, y se le da muy bien. En otros tiempos hubiera sido una científica de las que dibujaban la materia de su estudio, como hacía Ramón y Cajal, autor de unos dibujos absolutamente extraordinarios.

Era ya de noche cuando hemos entrado en la gran ciudad y, como siempre, desde lejos brillaba como una colonia espacial. En Instagram sigo a la NASA y me gusta contemplar las fotografías que los astronautas hacen de la tierra. Los países desarrollados brillan en la cara oscura como árboles de navidad; los países pobres, los territorios despoblados y los pocos lugares vírgenes que quedan son espacios de oscuridad.

Siempre he pensado cuan íntimamente están ligados el arte y la ciencia. Ambos comparten dos afanes muy humanos: explorar y dar testimonio. Si volviera a nacer, además de pastor en la Patagonia, cocinero propietario de un pequeño restaurante cerca del mar pero no en el paseo principal, director de orquesta o simplemente músico profesional, agente forestal, arqueólogo, médico, enfermero, gaucho en la pampa argentina, cazador en Alaska, camionero australiano, piloto de Fórmula Uno, domador de caballos, pintor, astronauta, si volviera a nacer, digo, también me gustaría ser científico. Investigar lo inimaginablemente pequeño o lo inconmensurablemente grande. Sí. Aunque lo de ser pastor en la Patagonia tira mucho, la verdad.

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