sábado, 9 de febrero de 2019

Nueve de febrero

No había niebla en Binéfar, y además aparqué en una zona restringida a la policía local y me pusieron una multa que pagaré el lunes en el banco (si lo hago antes de veinte días naturales pago la mitad, en este caso veintisiete euros).

Pero me lo pasé muy bien. Tengo una relación de amor con Binéfar. Viví allí entre mil novecientos noventa y siete y, no sé, ¿hace tres o cuatro años? Allí crecieron mis hijos, allí canté en un coro del que llegué a ser su presidente; allí, después de los ensayos, íbamos al Chanti a tomar unas copas. Quiero mucho a ese pequeño lugar en el mundo como quiero mucho a Cataluña, donde viví casi diez años de mi vida y donde aprendí su idioma, una lengua que me encanta practicar cada vez que tengo la mínima oportunidad.

Anoche lo pasé muy bien con tres amigas por las que siento un cariño inmenso. Cada una de ellas es absolutamente distinta de las demás; cada una tiene su personalidad, su historia familiar, sus ideas políticas, y cada una de ellas son preciosas para mí, precisamente, por eso.

Anoche, mientras regresaba a Barbastro conduciendo por la misma carretera que recorrí durante años y años cada día ida y vuelta, sólo tenía un temor: que hubiese un control de la Guardia Civil en la rotonda de entrada a Barbastro. Se ponen mucho allí y nos habíamos bebido dos botellas de vino y -yo- un gintonic.

La noche estaba preciosa, oscura, negra. Ya he dicho muchas veces que me encanta conducir de noche y es la pura verdad. Con las luces verdes de los instrumentos de mi vieja Citroen Picasso y los faros iluminando el futuro, no me cuesta nada conducir imaginándome el piloto de una nave espacial. En realidad sé que lo soy como lo sois todos vosotros y vosotras devorando kilómetros bajo la tímida luna. Kilómetros y tiempo y espacio. Si por mí fuera conduciría siempre de noche, sin interferencias, sin tráfico, sin la pesada y molesta presencia del prepotente sol, ese dios de verdad.

4 comentarios:

Marisa dijo...

¡Jo, qué bonito!

A mí no me gusta conducir de noche, me apaño mal, pero, mientras te leía, me he sentido ahí, de copiloto, con una escolta de estrellas... Es mágico.

Y con el sol me pasa igual: cuando estoy deprimida y brilla el sol, siempre lo encaro y le grito -para mis adentros- "¿Y tú qué coño haces ahí brillando?" Prefiero la tristeza y la ternura de la lluvia, me seda y me acompaña.

¡Menudas joyas encuentras tu en el estercolero éste de mundo! ¡Las joyas para el que se las trabaja!

JLO dijo...

me hacés recordar a mis viajes en moto... no tan extensos pero si recordables... de noche la verdad no tanto porque es mas peligroso pero viajes al fin...

en fin, siempre es lindo recordar...

Jesús Miramón dijo...

Pero, querida Marisa, este mundo es un estercolero y a la vez un paraíso. Es todo lo que conocemos, el único lugar que nos alberga. Es verdad que escribir cada día te obliga a escudriñar como una musaraña en todos los rincones, pero te aseguro que es un lugar, si no maravilloso de la muerte, interesante. Muy interesante. Y te lo dice alguien que vive en una pequeña ciudad de provincias alejada del mundanal ruido.

Y añado: a mí también me gusta muchísimo la tristeza y la ternura de la lluvia. La lluvia es, ¿ves?, un tesoro de este mundo extraño.

Jesús Miramón dijo...

Viajar en moto por la noche, JLO, debe de ser muy distinto a hacerlo en un coche. Un saludo.