miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cuatro de septiembre

Esta mañana, cuando hemos vuelto de caminar junto al canal, hemos visto frente a la puerta de nuestro piso una barquilla llena de tomates, berenjenas, pepinos y pimientos. Enseguida hemos sabido, porque no era la primera vez, que aquello era un regalo de Ángela, nuestra vecina del piso de arriba. Para nosotros no puede haber una sorpresa mejor: ni dulces ni diamantes ni nada: productos de su huerto recolectados y agrupados para nosotros.

Yo conozco a Ángela, debido a mi trabajo de atención al público y porque Barbastro al final es un pueblo, desde hace años. Está jubilada desde hace tiempo y sus regalos: calabazas una vez, un montón de puerros en otra ocasión, el de hoy, son totalmente generosos. Le digo: "Pero, Ángela, ¿cómo podemos devolverte estos regalos?", y ella dice: "No hace falta, es que el huerto es así, cuando da lo da todo a la vez". Yo pienso: "Sí, es verdad, los huertos lo dan todo a la vez, pero podrías dejar que lo que no fueses a consumir se pudriera en el suelo y lo fertilizase, en vez de agacharte para recogerlo y regalárselo a tus vecinos de abajo".

No hay nada más maravilloso que la generosidad gratuita, aquella que consiste en dar sin esperar recibir nada a cambio salvo, acaso, un "gracias" dicho desde el corazón. Eso, por nuestra parte, lo tiene garantizado.

Qué bonito es tener vecinos así, buenos sin que ellos sean plenamente conscientes de que lo son, naturales sin tonterías. Ángela conduce uno de esos vehículos que no requieren carnet de conducir, una especie de cápsula que hace mucho ruido en el garaje. No cuida su aspecto, no se maquilla, es mujer de muy pocas palabras, es el tipo de gente que me gusta, y no por sus regalos del huerto, que también, sino por su potente y anónima personalidad.

Somos una especie gregaria, sociable; yo, con todo lo cascarrabias que soy, no puedo evitarlo: mañana, cuando levantemos la persiana de nuestra pequeña oficina comarcal del Instituto Nacional de la Seguridad social de Barbastro y comience a entrar la gente, toda mi energía física y mental se concentrará en ayudarles. En nada más. Tal vez, en algún momento, piense en Ángela y los regalos de su huerto, y el círculo quedará cerrado.

martes, 3 de septiembre de 2019

Tres de septiembre

Terminan los días de vacaciones. Pasado mañana me reincorporo a mi puesto de trabajo. Durante todos estos días ha habido de todo: días de felicidad, días de hermosa tranquilidad, y también días inexplicables de ansiedad y zozobra sin razón alguna. Quienes lo sufrimos sabemos.

Tal vez las vacaciones, para personas como yo, no son todo lo buenas que debieran, porque de algún modo mi mente necesita una rutina de obligaciones, sobre todo cuando, como en mi caso, se trata de atender a seres humanos y sus problemas y el reto de ayudarles. Tantos días sin ninguna obligación y con un calor que me impedía físicamente imponerme cualquiera, salvo cocinar, no han sido lo beneficiosos que yo imaginaba al principio. Pero todo está bien. A mis cincuenta y seis años siento que estoy aprendiendo lo que hubiera debido aprender a los treinta, y lo estoy aprendiendo tan bien que semejante sensación me da igual. Ahora es el momento.

Vuelvo al trabajo pasado mañana. Espero perder los dos kilos que he engordado, siquiera sea por el esfuerzo cerebral de empatizar y tratar de ayudar a los demás. Leí que el cerebro consumía muchas calorías. Qué tontería si al volver a casa lo primero que hacemos, mientras preparamos la comida, es siempre un vermú: cervezas frías, berberechos, boquerones caseros con ajo y perejil (hoy los he terminado, estarán listos mañana por la tarde o el miércoles).

Al final vivimos hasta morir, y da igual que montemos el mejor y más rápido corcel para escondernos en otra ciudad del país, como en el antiguo cuento. La muerte, allí donde estemos, nos alcanzará, ya no sin piedad sino sin un solo gesto. Está acostumbrada. Cada día siega miles y miles de existencias y no solamente de humanos, también de aves, insectos, árboles y líquenes. Para ella nosotros no somos más inteligentes que una hormiga recolectora del Amazonas. Somos vida que acabará en sus manos. Nada más.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Dos de septiembre

Hoy no ha habido verbena y el exterior de esta zona de Barbastro está tranquilo. Me asomo al pequeño balcón del salón y, a pesar de la contaminación lumínica, algunas estrellas lucen en el cielo oscuro. Me imagino asomado al puente de un barco. Me imagino asomado a un acantilado en el que rompen las olas del mar. Me imagino en el puesto de mando de una nave espacial. Me imagino a alguien asomado al pequeño balcón de su apartamento que vuelve al interior y viene al sitio donde escribe y teclea en el cuaderno de bitácora: "Hoy no ha habido verbena y el exterior de esta zona de Barbastro está tranquilo".

domingo, 1 de septiembre de 2019

Uno de septiembre

La pequeña orquesta suena frente al palacio de congresos, a veinte o treinta metros de mi apartamento. Está compuesta por dos personas, un chico y una chica, un teclado, luces y, claro, un sintetizador con todas las canciones grabadas.  La voz es en directo.  Unas cuantas parejas de personas mayores bailan. Tengo suerte de que en ese lugar se celebran las verbenas para personas mayores, porque eso significa que allá hacia las once ya habrá terminado todo. Ahora mismo la chica canta una famosa ranchera, antes fue "Quieres que bailemos un vals" de un cantante canario de cuyo nombre ahora no me acuerdo ni tengo ganas de buscar. Esto sí que es música clásica y no Mozart.

Odio las fiestas en general y las patronales en particular. Barbastro está en fiestas toda la semana. Esta mañana, junto al puente donde he tomado algunas fotografías de los edificios junto al río, estaban montando las ferias en la superficie de lo que durante el resto del año es un gran aparcamiento. Las ferietas: el último vínculo con la edad media y el timo consentido "porque son fiestas". Ahora se han arrancado con "No te vayas de Pamplona". Oh, misericordia.

sábado, 31 de agosto de 2019

Treinta y uno de agosto

El fin de agosto sólo trae la esperanza del otoño, un otoño que, como sucede en los últimos años, durará un suspiro. Pero el invierno no me da ningún miedo, amo el primer día en el que mi aliento se convierte en humo ante mi boca al respirar, y las pocas heladas de los últimos tiempos que convierten todo en cristal.

Pero hoy termina agosto, un mes en el que no he trabajado y el mes también en el que nuestra hija y nosotros compartimos una semana en la Costa Brava. He cocinado mucho, he engordado dos kilos, he hecho muchas fotografías, he escrito cada día. Sigo adelante con mis pastillas matutinas y mis días absolutamente y exageradamente maravillosos junto a mis días de mierda en los que casi nada me importa.

Sé que, como mi madre desde que la conozco, nunca me curaré y debo aprender a vivir con la depresión y la ansiedad. Es lo que hago y, en ese sentido, escribir me ayuda (aunque no el compromiso de hacerlo cada día, eso también es verdad, pero yo me lo he buscado).

En realidad creo que vivir es algo muy extraño, muy raro, muy difícil de creer. Comencé a pensar de este modo en la adolescencia, que fue también cuando empecé a escribir. Expresar toda esta inconsistencia ayudaba a que no se desmoronara. Lo sigo haciendo ahora y por el mismo motivo que entonces.  Las estaciones, el calor, el frío, el humo del aliento en invierno. Ayudo a la vida aunque ella no lo sepa ni lo agradezca. Cada día recompongo como puedo el castillo de arena en la orilla de la playa donde las olas y las mareas vienen y se van.

viernes, 30 de agosto de 2019

Treinta de agosto

Hoy, todavía de vacaciones -me reincorporo el cinco de septiembre-, he ido al punto limpio del Ayuntamiento de Barbastro para dejar algunas cosas que espero que reciclen (siempre me queda la duda de si harán bien las cosas, algo ofensivo para esos trabajadores: si yo intento hacer el mío lo mejor posible por qué ellos no? Soy idiota, ya lo sé).

Aprovechando que las instalaciones están a unos pocos kilómetros de la ciudad, en la carretera de Berbegal, he conducido hasta un pequeño aeródromo muy rudimentario que hay pasada la autovía a la derecha. Allí he tomado el camino y he conducido muy despacio, en primera o segunda, casi al paso de una persona. El termómetro marcaba treinta y tres grados en el exterior de la vieja Picasso, cuyo aire acondicionado soplaba a todo trapo, apenas tapado por el sonido de la música. En esa zona no hay árboles, ni siquiera encinas carrascas o enebros, sólo campos de cereal de secano llanos u ondulados bajo un cielo alto muy azul donde navegaban nubes muy altas y desvaídas, como si constantemente estuviesen desapareciendo.

He decidido explorar el camino durante un buen rato rato y finalmente, después de casi una hora, he ido a parar al canal por donde siempre paseamos Maite y yo por un camino subsidiario que transcurre a través de dos granjas abandonadas. Antes de llegar a las granjas en ruinas, al girar en una curva, he sorprendido a una perdiz roja que ha salido volando a ras del suelo durante unos metros hasta alzar el vuelo. Era preciosa.

jueves, 29 de agosto de 2019

Veintinueve de agosto

Aunque la vida me engulla como
una ballena al abrir su inmensa boca
tragando toneladas de krill,
nada cambiará para mí. Soy
un diminuto camarón y,
al serlo, soy también una ballena y,
al serlo, soy el océano entero y,
al serlo, soy mi planeta, todo
mi sistema solar entero y
mucho más.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Veintiocho de agosto

El océano tranquilo,
negro como el betún
bajo un cielo
cuajado de estrellas.
Nada nuevo.
Todo nuevo.

Navego.

martes, 27 de agosto de 2019

Veintisiete de agosto

Iba a escribir mi entrada diaria en este cuaderno de bitácora -todavía recuerdo la época en la que los blogs se llamaban así-, cuando de pronto he oído el sonido de un avión a baja altura sobrevolando la zona donde vivimos en Zaragoza. Como en los últimos días han ocurrido tantos accidentes aéreos en España todo mi organismo se ha puesto inmediatamente en situación de alerta. El avión se ha ido y he respirado pausadamente mientras, al hacerlo, de pronto he pensado en quienes a partir de ese preciso sonido, el mismo que he escuchado yo, ahora mismo comenzaban a sentir un terror real en tantos lugares del planeta; ahora, en este preciso instante: escombros, sangre, muerte de niños y ancianos y familias enteras, sufrimiento, olvido mediático.

Y entonces me ha dado vergüenza escribir las primeras frases de este texto. ¿A qué puedo temer yo sino a un ictus, un cáncer, un infarto o cualquier otra enfermedad de las que morimos quienes no sufrimos bombardeos? Sé que alguna de ellas me expulsará del escenario, y no pasa nada, lo veo cada día en mi trabajo, en realidad es lo normal. Lo que no debería ser normal es morir, a los tres o a los ochenta años, bajo las bombas de un avión saudí o israelí.

Ahora todo está tranquilo a mi alrededor. Estoy muy lejos de la guerra y los incendios de la Amazonía, y la estación espacial gira ingrávidamente alrededor de mi mundo. Sé que el sufrimiento forma parte de la historia de mi especie, conozco del hallazgo de fosas comunes de jóvenes guerreros griegos de hace dos mil años con terribles heridas de espada. Soy un mono curioso, me gusta saber. Me gusta escribir aunque para hacerlo, a veces, deba imaginar el sufrimiento de personas que no conozco ni nunca conoceré. Jamás sabré si sirvió para algo.

lunes, 26 de agosto de 2019

Veintiséis de agosto

Mientras conducía hacia Zaragoza a través del desierto que la rodea, en las inmensas y lejanas nubes negras fulgían los relámpagos. Sin embargo, ya aquí, en el dormitorio de mi hija, constato que no llueve aunque tal vez lo haga esta noche.

Es muy difícil medir las distancias y altitud de las nubes. Una vez leí que los cúmulo nimbos que flotan en el cielo a menudo lo hacen a muchos kilómetros de altura. Los rayos que yo creía sobre Zaragoza desde el coche tal vez centelleaban a mucha más distancia.

Cuando he volado en avión sobre ellas siempre me he sentido un viajero espacial, sobre todo cuando, como ha sucedido en alguna ocasión, la nave ha tenido que introducirse en la tormenta para poder aterrizar y lo que era paz absoluta de pronto se ha convertido en un tramo de turbulencias, lluvia y oscuridad. Esos cambios radicales en la atmósfera me demuestran que habitamos "realmente" un planeta. El único en el que, por ahora, podemos sobrevivir y dar testimonio de ello. De vez en cuando necesito pruebas materiales de todo eso.