martes, 27 de agosto de 2019

Veintisiete de agosto

Iba a escribir mi entrada diaria en este cuaderno de bitácora -todavía recuerdo la época en la que los blogs se llamaban así-, cuando de pronto he oído el sonido de un avión a baja altura sobrevolando la zona donde vivimos en Zaragoza. Como en los últimos días han ocurrido tantos accidentes aéreos en España todo mi organismo se ha puesto inmediatamente en situación de alerta. El avión se ha ido y he respirado pausadamente mientras, al hacerlo, de pronto he pensado en quienes a partir de ese preciso sonido, el mismo que he escuchado yo, ahora mismo comenzaban a sentir un terror real en tantos lugares del planeta; ahora, en este preciso instante: escombros, sangre, muerte de niños y ancianos y familias enteras, sufrimiento, olvido mediático.

Y entonces me ha dado vergüenza escribir las primeras frases de este texto. ¿A qué puedo temer yo sino a un ictus, un cáncer, un infarto o cualquier otra enfermedad de las que morimos quienes no sufrimos bombardeos? Sé que alguna de ellas me expulsará del escenario, y no pasa nada, lo veo cada día en mi trabajo, en realidad es lo normal. Lo que no debería ser normal es morir, a los tres o a los ochenta años, bajo las bombas de un avión saudí o israelí.

Ahora todo está tranquilo a mi alrededor. Estoy muy lejos de la guerra y los incendios de la Amazonía, y la estación espacial gira ingrávidamente alrededor de mi mundo. Sé que el sufrimiento forma parte de la historia de mi especie, conozco del hallazgo de fosas comunes de jóvenes guerreros griegos de hace dos mil años con terribles heridas de espada. Soy un mono curioso, me gusta saber. Me gusta escribir aunque para hacerlo, a veces, deba imaginar el sufrimiento de personas que no conozco ni nunca conoceré. Jamás sabré si sirvió para algo.

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