martes, 20 de agosto de 2019

Veinte de agosto

Toda la pasada noche llovió abundantemente, y siguió lloviendo hasta el mediodía más o menos. El escuálido río Vero que fluye frente a mi casa aumentó su caudal y donde antes había cuatro dedos de agua y algas podridas de pronto comenzó a fluir un metro de agua de color chocolate con leche. Fui a comprar un par de cosas antes de comer y las aceras olían a gloria. La lluvia había pegado las hojas secas de los árboles en el suelo como fósiles tiernos. Saludé a un par de conocidos. "Que, ¿de vacaciones?", me preguntó un señor al que jubilé hace muchos años. "¡Sí!", le contesté. Iba con su nieto. Trabajó en el mar como ingeniero de máquinas durante muchos años. Recorrió el mundo. Su historial vino a mi cerebro en un segundo y luego lo dejé ir. Ojalá vuelva a llover esta noche. Maite y Carlos dicen que se fue la luz a no sé qué hora, y cuando digo la luz digo la luz de las farolas de la calle, todo: Barbastro quedó a oscuras. Yo no me enteré de nada. Duermo y ronco como un búfalo, pero mi sueño es tan profundo que casi nada puede despertarme. Sí, ojalá vuelva a llover esta noche y se empape la tierra y luego la mezcla del olor de la hierba junto al río y el hormigón armado y el alquitrán de las calles inunden mi nariz haciéndome feliz. La vida no se detiene, ni los sentidos, ni la memoria, ni los sentimientos. Aunque a veces sí.

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