lunes, 12 de agosto de 2019

Doce de agosto

He dormido mucho desde ayer. El cierzo sopla con fuerza en Zaragoza y atraviesa la casa de ventana abierta en ventana abierta provocando portazos. El insoportable y húmedo calor de Palamós quedó atrás y también el fondo rocoso de las calas, el agua transparente, la sensación de mi cuerpo subiendo y bajando al albur de las olas como si no pesara nada.

Como si no pesara nada. Sigo buscando eso fuera del mar, a centenares de kilómetros de las playas y calas. Esa sensación. Porque esa es la realidad: caminando por la acera rumbo al trabajo, haciendo cola en el supermercado, llenando el depósito de combustible del coche, durmiendo profundamente la siesta en el sofá, cargando con las bolsas de la compra en ambos brazos... No pesamos nada. En las básculas domésticas debería aparecer un mensaje que nos lo recordara y, en vez de aparecer una cifra de kilos, apareciese la palabra NADA.

Pero no queremos ser nada, queremos ser algo, y pesar equis kilos, y dormir equis horas, y existir, existir eternamente. Es el milagro que, de pronto, despertó en nuestros cerebros de primate. La concepción de la existencia de algo sin nombre pero pongámosle futuro y, a partir de semejante vértigo, la filosofía y la poesía y todo lo demás.

Yo ya no busco la felicidad. La encontré hace mucho mucho tiempo. Sé que suena muy raro pero en realidad es algo muy pequeño, casi diminuto. Soy feliz con mi leve depresión crónica, mi ansiedad, mis odiosos acúfenos o tinnitus, mi dermatitis psicológica que aparece y desaparece, mi sobrepeso, mis adicciones y mis obsesiones paranoicas, pero soy feliz. Y la culpa de mi felicidad no reside en que yo me acepte como soy, que también, sino en que la persona a la que más amo en este mundo, a quien conozco desde los diecinueve años, también me acepta como soy. Y eso es algo absolutamente increíble. Soy un ser humano muy afortunado porque soy amado. Así de sencillo y complicado es.

Sin comentarios