sábado, 17 de agosto de 2019

Diecisiete de agosto

Un anuncio de publicidad me ha hecho recordar la época en la que mi hijo y yo dormíamos juntos la siesta en el sofá, su pequeño cuerpo sobre el mío, la saliva de su boca en mi camiseta o en mi pecho desnudo. Imagino que subía y bajaba al ritmo de mi respiración. Entonces a él no les molestaban mis ronquidos ni a mí el calor que debía despedir su pequeño cuerpo.

Le inculqué sin darme cuenta mi amor a las carreras de coches, y recuerdo despertarlo a las seis de la mañana para ver juntos más de uno y más de cinco grandes premios de Fórmula Uno de Australia o Japón. Yo me sentaba en el suelo con la espalda apoyada en el sofá y él se sentaba en mi regazo y solía volverse a dormir.

Nadie me robará eso jamás. Ahora mide un poco más que yo y es guapísimo, al menos a ojos de su madre, su padre y su novia. Ahora es un hombre con las ideas claras, generoso, valiente y tan rojo como yo. Un buen ser humano capaz de hacer felices a muchas personas, un buen humano capaz de recibir y entregar, consciente como su hermana de lo que está sucediendo en nuestro planeta. En este diario tan antiguo he dejado migas de pan de su crecimiento. Desde que iba a buscarlo al colegio hasta hoy. Imagino que para eso sirven los diarios. Son mapas, mapas para ser capaces de regresar en la memoria mientras el futuro se precipita hacia nosotros.

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