viernes, 4 de octubre de 2019

Cuatro de octubre

Yendo a trabajar esta mañana he visto el rastro rectilíneo de un avión en el cielo, a nueve o diez kilómetros sobre mí. Volaba hacia el sur. Hacía frío pero sigo vistiendo como en verano porque sé que cuando salga del trabajo a las tres de la tarde hará calor. Qué agradable sentir frío por la mañana caminando hacia la agencia comarcal de la Seguridad Social en Barbastro. Me he cruzado con dos o tres conocidos. Uno me ha gritado: "¡Valiente!". "¡Tengo un neopreno interno y natural!", le he contestado. Ha sonreído y nos hemos alejado en direcciones contrarias. A veces vivir puede ser así de fácil, y es maravilloso.

jueves, 3 de octubre de 2019

Tres de octubre

Hoy mi padre ha cumplido ochenta y tres años y, como siempre, cuando he hablado con él por teléfono, me ha asombrado y admirado su tranquila consciencia de la realidad. Tal vez he heredado, entre otras muchas cosas, eso de él. Sabe que ya no le queda mucho tiempo de vida pero está volcado en cuidar a mi madre, que tiene una salud mucho peor que la suya. Mi padre es alguien muy especial: tranquilo, callado, pero inasequible al desaliento. En algún sitio leí hace tiempo que en las peores situaciones, si puedes permitírtelo, elige siempre como compañero a quien tenga esperanza. En la guerra y en la paz. La esperanza señala a las personas buenas. Ochenta y tres años y guapo como un actor de Hollyvood, uno de los seres humanos más buenos en el estricto sentido del adjetivo que he conocido en mis cincuenta y seis años de vida, un ejemplo de honestidad para sus hijos y sus nietas y nietos. Se lo he dicho por teléfono pero se lo digo aquí, aunque nunca lo leerá: papá, te quiero.

En la fotografía está junto a mi hermana Susana Miramón, la pequeña de la familia, mi ratoncita (nos llevamos diez años, también llamo así a mi hija). Los dos están tan guapos que me dan ganas de llorar. La foto es de hace pocos días, durante las fiestas del pueblo navarro donde nací. Feliz cumpleaños, papá.


Papá y Susana

miércoles, 2 de octubre de 2019

Dos de octubre

Sigo vistiendo como no debería hacerlo un caballero: sandalias de misionero, bermudas viejísimas y camisetas y camisas de manga corta (según parece llevar camisas de manga corta es una especie de delito de los buenos usos y la elegancia inherentes a quien elegante quiera considerarse, a mí me importa un pimiento). Lo que me preocupa es que siga haciendo calor y el río fluya lentamente frente a mi casa convertido más en un arroyo que en aquel. Uno piensa que su breve vida no será testigo de nada importante ante la inmensidad de la historia, pero en la mía ya he asistido a eventos inimaginables: el fin de la guerra fría, la unificación de Alemania, el nacimiento y victoria entre comillas sobre el islamismo radical y, lo más importante, el acelerado calentamiento global de nuestro planeta. Ayer vi en la prensa una fotografía desgraciadamente bastante frecuente en los últimos años: desprendimientos de enormes pedazos de hielo en el Ártico y en la Antártida. Uno piensa que en su breve estancia en este mundo no será testigo de sucesos terribles y, aunque mi generación sea probablemente una de las pocas que no ha intervenido directamente en una guerra, está asistiendo al acelerado cambio del mundo. La subida del nivel del mar se precipita casi exponencialmente y muchas especies que en nuestra infancia eran abundantes ahora se extinguen a toda velocidad. Yo soy acaso un ser humano que verá desaparecer al tigre, al rinoceronte, incluso a los leones.

Y ni siquiera sé qué sentir. Reciclo como una hormiga antes del impacto de un meteorito, trato de dar ejemplo entre quienes me rodean, escribo en este diminuto lugar de la red, pero ni siquiera sé que sentir. Leí que personas condenadas a muerte pasaban del pánico a la estupefacción, y, después de la estupefacción, a una especie de alejamiento personal de cualquier sentimiento mientras incluso eran conminadas a cavar su propia tumba antes de los disparos. Imagino que son bondadosos recursos de nuestras neuronas para hacernos más fácil el tránsito incluso en las peores circunstancias.

Pero ante lo que se avecina no es un recurso útil pues hace falta reaccionar. Yo, que soy optimista por naturaleza, confío en las generaciones del futuro y, aunque sea en un planeta sin tigres ni rinocerontes en libertad, un planeta con países desaparecidos por el aumento del nivel del mar como ya comienza a suceder en Oceanía, un planeta con procesos de desertificación a los que España es especialmente sensible, confío en esas generaciones, digo, porque siempre son más inteligentes que las anteriores, porque se lo juegan todo. Y no estoy pensando en mis hijos sino en sus tataranietos y en los tataranietos de estos. No le tengo miedo a la muerte, por mi trabajo sé que es algo que sucede cada día. Le tengo rabia porque morirme me impedirá saber qué sucedió al final de todo esto. Esa es la única batalla que perdí desde que comencé a llorar en este mundo.

martes, 1 de octubre de 2019

Uno de octubre

Estoy tan cansado que me iría a la cama ahora mismo. Pero sé que a las cuatro de la mañana me despertaría como un robot y tendría problemas. Debo aguantar despierto al menos hasta las diez y media o las once, y cenar algo: queso, escalivada, pan con tomate, cualquier cosa. No tengo ganas de cocinar.

Maite y yo hemos hecho un video por WhatsApp con Paula en Bergen, Noruega. Por fin ha alquilado un pequeño apartamento a pie de calle después de tantos años alquilando habitación en pisos compartidos. Nos lo ha enseñado: su recibidor de madera donde dejar abrigos y calzado, una sala relativamente grande, el dormitorio, la cocina, el cuarto de baño. Su primera vivienda para ella sola. Estaba agotada por la mudanza pero muy ilusionada. Eso sí, como su casa está a la altura de la acera se pondrá cortinas. En eso se nota que no es noruega. Cuando fuimos a visitarla el verano del año pasado caminábamos por las calles y podíamos ver a través de las ventanas la actividad cotidiana de los habitantes de las casas: un señor leyendo el periódico en la mesa de la cocina mientras su mujer preparaba la cena, etcétera. Ellos no tienen problema alguno porque no saben que los españoles somos unos cotillas que miramos asombrados las vidas de la gente que no tiene ni persianas ni cortinas en sus ventanas. Me sucedió también en Londres. Pero Paula pondrá cortinas. Nos ha dicho: ver pasar sombras junto a la ventana me pone nerviosa. Culturas.

Mi mano derecha está firme como la de una estatua, pero la izquierda me tiembla de un modo extraño. Tengo las cervicales del cuello hechas polvo tras años de rotación entre la pantalla del ordenador, los usuarios, las impresoras y el escáner. Tal vez toque otra tanda de fisioterapia, pero estoy tan harto de médicos... El día termina. Al empezar a escribir pensé que hoy no había pasado nada, pero me doy cuenta de que eso es literalmente imposible, absolutamente imposible si estás vivo.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Treinta de septiembre

Y aquí acaba septiembre de dos mil diecinueve. Y aquí termina mi último latido. Y aquí mi último parpadeo inconsciente. Siempre está terminando algo, siempre está comenzando algo, no siempre nuestro, no siempre al alcance de nuestra mano. A veces pienso seriamente que nuestro cerebro ha evolucionado para articular de manera plausible lo que no debería poder ser articulado plausiblemente. En vez de volvernos locos del todo contamos historias alrededor del fuego por la noche, bajo la espina dorsal de la vía láctea. Nada como las palabras. Ellas nos protegen del caos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

Veintinueve de septiembre

Hemos vuelto de Zaragoza relativamente temprano, con tiempo para asar al horno un sencillo ternasco con patatas. Carlos se ha despertado más tarde y ha venido a besarnos. Si supiera qué ricos me saben sus besos en la mejilla, los besos de un hombre de veintidós años a quien cuidé durante un año de excedencia, como a su hermana mayor. Cuántas veces les limpié el culo y cambié sus pañales.

Nostalgia, aléjate de mí, te lo imploro. No te necesito. Prefiero el aroma que ahora mismo inunda mi casa: los pimientos y berenjenas asadas de la escalivada. También cocí al vapor judías verdes, zanahorias y patatas cortadas en trozos pequeños para hacer ensaladilla rusa. Comida para los días que vendrán. Creo que cocinar me gusta más que escribir. Cuando cocinas lo haces para personas físicas sentadas a tu lado en la mesa. Cuando escribes lo haces lanzándote al vacío, al silencio, a la más absoluta insignificancia. Y de verdad no digo que sea algo injusto: más aún: entiendo que es normal. La comida es necesaria, escribir un diario es el lujo de quienes podemos permitirnos comer cada día.

sábado, 28 de septiembre de 2019

Veintiocho de septiembre

Vuelvo a escribir desde el dormitorio de mi hija en Zaragoza, rodeado de sus cosas. Sombreros de fiesta, fotografías de su laboratorio en Barcelona, dibujos, acuarelas, un libro titulado El mundo invisible de Hayao Miyazaki, de Laura Montero Plata.

Vengo a escribir aquí porque me resulta imposible hacerlo en el salón con la televisión encendida. Necesito un rincón alejado del ruido. Sé que han existido escritoras y escritores capaces de crear en una cafetería llena de gente, en el metro, en cualquier parte. Mi talento, si existiese, no es tan fuerte: necesito silencio o, como mucho, mi música favorita.

Este diario es siempre mi última tarea antes de irme a dormir. Creo que así debe ser aunque a veces, traicionándome, he publicado páginas a la una de la madrugada. Pero en general creo firmemente que así debería ser. En general. Casi siempre. Cuando la jornada ya termina y lo que queda es dar gracias y retirarse del escenario hasta mañana. Retirarse al camarote, a la habitación de puertas automáticas de la nave espacial que surca el espacio en un silencio que no podemos ni imaginar.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Veintisiete de septiembre

He conducido y hemos llegado de noche. Seguro que lo habré escrito mil veces, pero me encanta conducir de noche. No ver lo que rodea la carretera que iluminan los faros del coche hace que tu concentración alcance casi el nivel cerebral de la meditación. Las líneas de pintura fosforescente llegando y desapareciendo tras el vehículo. Siempre que conducimos viajamos en el tiempo -como cuando caminamos e incluso cuando respiramos durmiendo la siesta-, pero de noche se parece más a como siempre lo imaginé.

En Zaragoza casi siempre sopla el cierzo. Ahora escribo con dos ventanas abiertas y opuestas y el aire me acaricia fresco, constante. Dormiré muy bien, siempre duermo bien en Zaragoza.

jueves, 26 de septiembre de 2019

Veintiséis de septiembre

Otro día se aleja llevándose cosas y dejando cosas, como hacen los ríos y las orillas del mar. Hoy a última hora del trabajo he atendido a una mujer guapa, inteligente y muy sensible. Había venido con su marido, un hombre también inteligente y con un brillo especial en la mirada. Hemos hablado mucho rato de cosas que no puedo ni quiero revelar, pero una de las conversaciones ha discurrido sobre la importancia de querernos a nosotros mismos y aceptarnos como somos y ser libres de la opinión de los demás. Hay enfermedades que simplemente consisten en ignorar o no saber enfrentar cosas sencillas, ligeras e ingrávidas. Lo he visto antes durante mis años de profesión: jóvenes extremadamente delgadas que se veían gordas en el espejo, personas adorables sin un atisbo de amor hacia sí mismas. No son enfermedades fáciles de curar porque hunden su raíz en lo más profundo de lo que somos: nuestra mente, nuestros sentimientos, nuestra visión personal de la extraña realidad que a todos nos rodea cada día desde que abrimos los ojos por la mañana hasta que los cerramos por la noche.

Yo, antes de cerrarlos esta noche, quiero pensar en Teresa y alegrarme porque poco a poco va curándose y aprendiendo y explorando más allá. Quienes hemos padecido depresión y ansiedad nos reconocemos mutuamente y sabemos en qué consiste y qué no se nos debe decir aunque sea con buena intención. Ha sido un placer hablar con ellos y quedan en mi memoria, que para los seres humanos que atiendo diariamente es sorprendentemente buena.

Debemos aprender a querernos como queremos a nuestros amigos: sin juzgarlos. Debemos dar valor a las cosas que se nos dan bien, sea cocinar, limpiar o arreglar cosas; sea dar comprensión y cariño a los demás sin darnos cuenta. Todos tenemos dones, regalos involuntarios que damos cada día al mundo sin ser conscientes de ellos. Prestemos atención sin mirar demasiado atrás. Exploremos a través de bosques, montañas, costas y desiertos. Somos seres humanos: nacimos para eso. Que los bosques, las montañas, las costas y los desiertos sólo existan en nuestra imaginación no invalida en absoluto nuestro viaje.

Cierro el cuaderno de bitácora. Ahora me acostaré en la cama y dormiré profundamente mientras este submarino, este avión, este barco pequeño surca las olas del tiempo pausado en el que mi cerebro se recupera de todo lo vivido, todo lo escuchado y olido y visto, y hace una selección de lo importante, lo muy interesante, lo casi interesante, y tira a la basura todo el resto al margen de mi voluntad. ¿Y si algunas noches me resisto a acostarme precisamente porque no estoy seguro de lo que mi propio cerebro hará desaparecer durante el sueño? Pero ahora estoy muy cansado y me rindo como cada día. Este es el ciclo. En otro lugar amanece ahora. En otro lugar despiertan.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Veinticinco de septiembre

Esta noche hemos cenado de aquella manera, cada uno por su cuenta y a deshoras, sin juntarnos: pan con tomate, fuet, queso, jamón. A las once y cuarto ha venido Carlos, nuestro hijo de veintidós años, y ha preguntado: ¿qué hay para cenar? Le he dicho: no hay nada, pica-pica. Jó, ha dicho, esperaba que hubieseis cocinado algo. Lo siento, le he dicho, no teníamos ganas, pero puedes hacerte tú lo que quieras. Ha abierto la nevera delante de mí y ha pronunciado la siguiente palabra: "supervivencia". Me ha hecho mucha gracia. Así es, le he dicho, pura supervivencia en esta isla desierta. Y antes de regresar frente a esta página en blanco le he dicho también: recoge todo lo que ensucies, ¿vale? ¡Y pon en marcha el lavavajillas!