Son las cinco de la mañana cuando despierto en Zaragoza bajo la ventana abierta, a través de la cual entra la silenciosa y fresca brisa que precede al amanecer. No se escucha ruido de tráfico ni sirenas de ambulancia ni sonido alguno de los que caracterizan a las grandes ciudades, tal parecería que estoy en una aldea o en medio del campo. Pero me yergo y contemplo los altos edificios que pueden verse desde el apartamento heredado de mis suegros, bloques en los que a estas horas duermen más personas de las que viven en todo Binéfar. Cuántos años pasé en esta ciudad, la mitad de mi vida, y qué extraña me resulta ahora. He olvidado tantas cosas, es como si parte de mi infancia y mi juventud nunca hubiera existido. Se dice que en la ancianidad se recupera memoria del pasado más remoto, recuerdos que se creían perdidos para siempre. Quién sabe: acaso alcance yo ese momento, ese canto del cisne. Ahora el frescor que echaremos de menos durante el día acaricia los cuerpos de quienes duermen con las ventanas abiertas. En las peores noches veraniegas de Zaragoza había incluso quien sacaba los colchones a las terrazas y balcones. Dentro de un momento la ciudad comenzará a despertar, y la vida que contiene iniciará su zumbido absorto, incesante, dichoso.
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2 comentarios:
Y, digo yo, ¿no son precisamente éstas las peores fechas para dejar tu refugio e ir a la ciudad?
Veo que ella ya es capaz de quedarse en esa casa, y me alegro; aunque supongo que no será fácil del todo.
Un abrazo.
Bueno, Porto, estuvimos aprovechando algunos días de las vacaciones para desmontar y deshacernos de algunos muebles de la casa (y visitar Ikea), además de estar con mi familia. Hacía tantísimo calor que finalmente no fuimos a la Expo, tal vez vayamos en Septiembre, antes de que la cierren.
Un abrazo.
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