Pedaleaba entre viñedos y campos de espárragos cuando la bicicleta resbaló y caí al suelo. Me di un buen susto pero no había nadie, así que en vez de levantarme de un salto como si no hubiera pasado nada me quedé allí, sentado resignadamente en el polvo del camino.
Durante toda la tarde había velado delante de la casa, cerca del puente de la carretera, frente al soto del río Queiles, esperando inútilmente que ella apareciese en la puerta, que se asomase a una ventana. Necesitaba tanto verla. Se llamaba Miren y era de Bilbao. La última vez que habíamos estado juntos había sido el verano anterior. Desde entonces le había escrito muchas cartas, siempre sin contestación. Supe tiempo después que nunca llegó a leerlas porque sus padres las interceptaban. Teníamos catorce o quince años.
A comienzos de Julio, en cuanto nos hubimos instalado en el pueblo para pasar un verano más, fui en bicicleta hasta su portal con la esperanza de que también ella hubiese llegado. El edificio aparecía silencioso y sin vida pero yo no quería rendirme. Incluso fantaseé con la imagen de su familia llegando desde Bilbao en coche mientras yo esperaba sentado en el pretil del puente sobre el río, dispuesto a que ella me viese y me saludase tímidamente con un gesto. Nada de eso sucedió y antes del atardecer levanté la guardia y me fui.
Volvía a casa pedaleando entre viñedos y campos de espárragos cuando la bicicleta resbaló y caí al suelo. Me di un buen susto pero no había nadie que pudiera verme, así que en vez de levantarme de un salto como si no hubiera pasado nada me quedé allí, sentado en el camino, ingenuo, ignorante, observando en silencio cómo giraban las ruedas en el aire, sus radios metálicos dando vueltas bajo el cielo de verano.
viernes, 11 de julio de 2008
Bajo el cielo
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1 comentario:
Qué bonito, Jesús, tú pensando, resignándote, mirando las ruedas girar en el aire.
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