lunes, 17 de abril de 2017

Sobre la esperanza

El pasado viernes santo casi toda mi familia y mis primos de Irún y una de sus hijas con su pareja y sus dos hijos nos reunimos en el huerto de mis padres para hacer una comida. Mi hermano Javier preparó una riquísima paella de pescado y marisco, yo llevé longanizas de Graus e hicimos también cordero a la brasa, panceta, en fin: pecados veniales.

Cuando le tocó el turno a la paella fui al interior de la caseta para sacar el vino del frigorífico. Con el optimismo que me caracteriza pensé que no habría problema en sacar a la vez tres botellas de vino blanco y una de tinto, y allí que atravesé la cortina de la puerta en dirección a la gran mesa rodeada de gente y... ¿qué sucedió? Pues que una de las botellas de Viña Sol resbaló de mis manos y se precipitó hacia el suelo como a cámara lenta. Yo, posiblemente el jugador de fútbol más torpe de la historia universal del fútbol de cualquier categoría y edad, instintivamente estiré mi pierna izquierda para tratar de controlar aquel objeto antes de que se estrellara, y juro que llegué a rozarla, lo cual no impidió que se rompiera y el suelo se cubriera de cristales y vino.

Enseguida mi hermano Carlos, que estaba cerca, se levantó y empezó a retirar los restos del pequeño desastre. Yo dejé las botellas supervivientes en la mesa y fui a por un escobón y un recogedor. Buscábamos especialmente despejar el suelo de los cristales rotos porque había niños jugando y corriendo por allí. Finalmente mi hermano pasó una fregona y, salvo la pérdida de un poco de vino, el suceso hubiese pasado a la historia sin pena ni gloria de no ser porque Joseba me dijo: "¿Has intentado controlarla, eh, Jesúsmari? Te he visto ahí tratando de detenerla como si fuese un balón de fútbol". Yo le contesté: "¿Te das cuenta de qué especie somos? Mi reacción ha sido instintiva, no la he pensado racionalmente y, contra cualquier posibilidad, sobre todo teniendo en cuenta mis antecedentes deportivos, he tenido, durante una milésima de segundo, la esperanza absoluta de que podría detener esa botella con mi pierna izquierda como si fuese Neymar o Iniesta, o, al menos, aunque golpease el suelo, impedir que se rompiera y se perdiera el vino". Él dijo sonriendo: "Ya te he visto, ya". Yo le dije: "Lo mejor es que no podemos evitarlo, Joseba. Llevamos la esperanza inscrita en nuestros genes, nacemos con ella de serie".

No le conté la anécdota del noble francés que fue condenado a la guillotina tras la revolución francesa y, esperando su turno en el calabozo, leía un libro, y al ser llamado al cadalso, antes de dirigirse hacia la muerte, marcó la esquina de la página que estaba leyendo.

domingo, 16 de abril de 2017

Me gusta conducir

Al mediodía, regresando desde Zaragoza hacia Barbastro, el otro carril de la carretera soportaba una cantidad de tráfico muy superior a la habitual, de hecho en algunos tramos, en vez de una carretera, parecía casi la calle de una gran ciudad. Nuestro carril, sin embargo, estaba muy despejado. Conducíamos, como tantas veces, al revés.

Durante la época en la que yo vivía en Gerona y Maite en Zaragoza, después del año de excedencia que tomé para cuidar a nuestra hija, cada fin de semana conducía entre las dos ciudades todos los viernes y domingos por la tarde. A pesar de la tristeza de las despedidas guardo, en cierto sentido, un buen recuerdo de aquellos largos trayectos. Siempre me ha gustado mucho conducir. Aquellos domingos en los que conducía entre Zaragoza y Gerona mis viajes coincidían con los de la mayoría excepto a partir de Barcelona, donde todo el tráfico, como esta mañana, estaba el otro lado regresando de la Costa Brava como hoy del Pirineo. Tuve que poner a prueba mi paciencia en múltiples atascos escuchando música en el radiocasete o simplemente estando en silencio dentro del coche dejando que el tiempo se posara como ceniza en mi cerebro para que esta noche, tantos y tantos años después, lo pudiera resucitar difuso, imperfecto y hambriento como un zombi.

Ahora, cuando la gente huye de Zaragoza, nosotros viajamos hacia la ciudad mientras todos conducen en dirección a las montañas en cuyas cimas, a pesar del calor de estos días, todavía podrán esquiar. Y cuando regresamos a nuestra pequeña ciudad del Somontano ellos regresan en largas colas de vehículos con los que me solidarizo en homenaje al tiempo en el que me tocó a mí estar en su situación.

Me gusta conducir, lo he escrito muchas veces. Es, de todas las experiencias que he tenido a lo largo de mi vida, la más parecida a viajar a través del tiempo. Todavía no se ha extinguido en mí esa intensa sensación: kilómetro a kilómetro devoro algo más que espacio. Basta con contemplar cómo se aleja el pasado en el espejo retrovisor para saberlo.

A través del bosque

Yo, como tú, sé perfectamente qué he de cambiar íntimamente para, en cierto sentido, ser mejor. Yo, como tú, sé en lo más profundo de mi corazón qué esfuerzos debería enfrentar sin mirar atrás afrontando el hecho de no volver a ser quien fui.

Y aquí estoy ahora, de pie frente a la encrucijada que he decidido levantar esta noche, y ante ella me siento tan joven y sin experiencia, tan ingenuo, tan ignorante, tan absolutamente desnudo, que durante un instante, antes de divisar a través de la niebla la verdad, me pregunto de qué han servido todos estos años. Tantos años sabiéndolo e ignorándolo al mismo tiempo.

Debo encontrar el valor, la fuerza, aceptar lo que me sucede. Volver a caminar a través del bosque.

viernes, 14 de abril de 2017

Playas

Nunca he vivido junto al mar. Sólo en vacaciones, durante algunos días. Sólo en sueños nocturnos de inmensas y abandonadas ciudades casi enterradas en la arena de playas azotadas por mareas apocalípticas.

A estas horas, pocos minutos antes de irme a dormir, el sonido del tráfico de Zaragoza me recuerda a las olas llegando y alejándose pacíficamente de la orilla al ritmo del color de los semáforos.

jueves, 13 de abril de 2017

Bajo sus alas

Cuando ella llega todo lo cubre con su capa de nubes, estrellas y la luna.  Nunca mira hacia abajo, se limita a volar a sesenta minutos por hora sobre el desierto de yeso y tiza que rodea la gran ciudad y sus basílicas y catedrales y barrios periféricos y sus centenares de parques arbolados. En las copas de las palmeras y pinos anidan grupos familiares de cotorritas argentinas que convierten el barrio donde vivo en un lugar tropical, aunque eso a ella le da igual, porque voló sobre este mismo lugar apenas ayer, cuando a los soldados veteranos de tres legiones que habían luchado duramente por el imperio de Roma les fueron concedidas estas tierras junto a un río salvaje, y voló un poco antes sobre bosques oscuros y pequeños campamentos de tribus que ya no existen, humanos que bajo sus alas contemplaban en el cielo las lejanas fogatas de otras familias que bailaban como ellos alrededor de las llamas narrando su historia al silencio eterno.

lunes, 10 de abril de 2017

Tan verdes que resultan difíciles de creer

1.

Para la felicidad de mi hijo de casi veinte años he tomado toda la semana de vacaciones y hemos venido a Zaragoza dejándolo solo en Barbastro con la vivienda entera a su disposición (todavía no me he olvidado a mí mismo a su edad).

2.

He vivido gran parte de mi vida en esta antigua ciudad junto a un río en medio del desierto. La ciudad de dos mil diecisiete no tiene, evidentemente, nada que ver con la de mi niñez, cuando su personalidad era calladamente provinciana, gris, un centro administrativo de militares y curas.

También es cierto que después, durante la juventud, aparecieron, al margen del antiguo tubo -el barrio más canalla y casi portuario de una ciudad sin mar- algunas zonas de "movida moderna": recuerdo sus calles, los bares, los cuartos de baño absolutamente inmundos a los que enseguida nos acostumbramos, los amaneceres regresando a casa mientras los servicios de limpieza lavaban las calles con mangueras.

Hoy Zaragoza es una ciudad muy distinta. Los niños ya no se vuelven a mirar, como cuando yo era pequeño, al soldado negro de la Base Aérea norteamericana que existía entonces. Como en el resto del país la inmigración ha modificado el paisaje y la Exposición Internacional de dos mil ocho, al coste de una deuda inmensa, nos devolvió un río olvidado por los vecinos y convirtió aquella Vetusta en una pequeña capital europea con pasarelas, tranvías eléctricos y decenas de zonas peatonales y parques. Hoy las estrechas calles del tubo se llenan, además de zaragozanos, de turistas ansiosos de probar -y fotografiar- las exquisitas tapas que se sirven hasta alargar el vermú hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

Zaragoza es hoy una ciudad poblada por decenas de nacionalidades y culturas a la que poder invitar a cualquier amigo de España o del extranjero sin complejo alguno. Es una gran ciudad bonita de la que poder sentirse orgullo, si uno se considera zaragozano.

3.

Me pregunto si yo me lo considero. Navarro de nacimiento, aragonés de Zaragoza de crianza, catalán de Gerona de maduración vital, aragonés de Huesca de regreso a este inevitable alejamiento del presente hacia el futuro, el agua corriendo cada vez más deprisa, precipitándose y precipitándonos con ella, todos mezclados unos con otros, juntos en la única certeza.

4.

Me desconcierta caminar entre tantos rostros desconocidos sin ser saludado o saludar cada dos por tres, sin reconocer uno de cada tres o cuatro rostros como me sucede en Barbastro; me desconciertan las continuas sirenas de las ambulancias y los chillidos de los frenos de los autobuses urbanos de Zaragoza en las marquesinas de las paradas. Me doy cuenta, no sin cierto asombro, de que he terminado acostumbrándome a otro ritmo donde las cosas suceden más lentamente.

Es normal: Barbastro, Binéfar sobre todo -dieciséis años viviendo y cantando allí- ocupan veinte años de mis cincuenta y tres. Ahora mismo Zaragoza me queda grande. Las aglomeraciones comerciales me producen ansiedad, todos esos miles de rostros desconocidos, el ritmo que transmiten, los inmensos aparcamientos subterráneos. Echo de menos la lejanía de las montañas en cuyas cumbres todavía queda nieve, los prados intensamente verdes en este precisa época de la primavera, tan verdes que resultan difíciles de creer.

sábado, 8 de abril de 2017

Seda china

Durante nuestro paseo matinal hemos descubierto las primeras amapolas de la estación. Entre las flores que más me gustan están las amapolas silvestres de frágiles y efímeros pétalos de seda china. Catorce grados de temperatura y una suave brisa: ojalá el verano se plantara aquí.

Maite y yo conversamos y callamos mientras caminamos. A mí me gusta mucho cuando no nos decimos nada durante algunos minutos, sentirla a mi lado mientras avanzamos hacia adelante entre el canal y los campos de cebada y las encinas. Todavía hay nieve en las montañas, algo imposible de creer cuando de regreso al coche comienzo a sudar un poco. Y en las lindes de los campos las primeras amapolas de un color rojo tan puro y ajeno a la inteligencia humana también resultan difíciles de creer. Qué planeta tan extraño es nuestro hogar.

jueves, 6 de abril de 2017

Afinación

Había olvidado la felicidad de escribir casi cada día. Este acto sencillo de sentarme delante del portátil, abrir la página y teclear palabras. Su poder. Su consuelo. Su revelación.

Escribir me obliga a articular mi pensamiento, algo que me hace mucho bien porque el mero hecho de escribir me otorga el poder de discriminar, ordenar y determinar qué es lo importante. Escribir me hace mucho bien porque casi siempre es un acto de pura voluntad contra mi cerebro desafinado.

Si dijera: "Mi cerebro desafinado no podrá más que yo, ganaré esta batalla", mentiría claramente, porque mi cerebro es todo lo que soy y él mismo me permite darme cuenta de algo tan evidente.

Pero nunca me rendiré. Sé afinar una guitarra. Sé cantar la nota exacta de una partitura, y está mal que yo lo diga pero tengo ese don, del cual no puedo atribuirme mérito alguno más allá de los genes heredados.

Algún día lograré que mi cerebro esté afinado. Lo estuvo durante los muchos años en los que desconocía que podía no estarlo. La infancia, la juventud.

Nunca me rendiré. Reduzco el campo de batalla al mínimo espacio posible que me rodea. Sólo quiero que mi existencia sea una experiencia afinada, nada más.

miércoles, 5 de abril de 2017

Normal

Qué día más normal ha sido el de hoy, este miércoles cinco de abril de dos mil diecisiete. Ha sido tan normal que si tuviera que dejar algún resto para los futuros excavadores arqueológicos del pasado escogería el día de hoy. Ojalá se dieran cuenta de que los días normales fueron los extraordinarios ladrillos de la felicidad normal de los seres humanos normales de principios del siglo veintiuno igual que hace dos mil, cuatro mil, diez mil, treinta mil años.

martes, 4 de abril de 2017

Zarpazos grotescos

Hoy he finalizado mis diez sesiones de fisioterapia. Ha sido un alivio terminar con la obligación de ir cada día a la clínica. La resonancia magnética desveló, y copio literalmente, "progresiones disco-osteofitarias C5-C6 y C6-C7 con componente foraminal bilateral y presumible compromiso de raíces emergentes C6 y C7, sobre todo de la C7 izquierda". Para resumir: signos degenerativos que, a partir de los treinta o cuarenta años, aparecerían en cualquiera -aunque yo fui porque me dolía y tenía hormigueos en el brazo izquierdo.

He aprendido algo durante estas diez sesiones, y ya lo escribí: somos artefactos, y el discurrir del tiempo deja su huella en nosotros sin que podamos hacer nada por impedirlo.

Sí, es verdad: los buenos hábitos, el deporte, el yoga, la meditación y una actitud elocuentemente positiva hacia los acontecimientos que pueda traer el futuro pueden ralentizar ese irremediable proceso de decadencia, no lo dudo, he conocido al otro lado de mi mesa casos casi increíbles. En lo que a mí respecta no tengo buenos hábitos, no practico deporte, no hago yoga ni tampoco meditación aunque, eso sí, a pesar de mis problemas de depresión y ansiedad, tengo una tendencia absurda a ser positivo, ¡incluso soy de los pocos humanos que cree que nuestra especie se dará cuenta a tiempo del desastre, cambiará la guerra por la exploración espacial y colonizará otros mundos, ahí es nada!

Yo no lo veré y, ¿sabes qué? No me importa. Llevamos tan poco tiempo en este mundo... Probablemente no lo vean siquiera los tataranietos de mis tataranietos. O tal vez sí. Lo único que me da miedo, pero hasta cierto punto, es imaginar a un ser humano asistiendo al fin de su estirpe. Aunque él no lo sabrá como no lo supo el último Neandertal que cada mañana contemplaba el mar Mediterráneo desde su cueva en el sur de España. Probablemente era consciente de que hacía muchas estaciones que los clanes no se reunían según la tradición; seguramente era consciente de que hacía mucho tiempo que no encontraba a seres humanos como él; cuando poco a poco fueron muriendo los miembros de su grupo y él fue el último de su tribu, estoy seguro de que jamás imaginó que su final era el final de una especie que había habitado la tierra durante centenares de miles de años. El mundo era tan aparentemente inmenso. ¿Cómo creer algo así?

Yo no lo veré y, ¿sabes qué? Sí que me importa. Antes he mentido. Me preocupan los tataranietos de mis tataranietos, e incluso los tataranietos de tus tataranietos. Sé que desaparecemos pero, como un gato panza arriba, lanzo zarpazos grotescos a los agujeros negros del universo.

Nada quedará de las vértebras de mi cuello porque cuando muera seré incinerado. Nada quedará de mis músculos contracturados por la tensión intrínseca a la atención al público. Nada de mi cerebro leal y traidor al mismo tiempo, no quedará nada. Sólo, y no es poco, este preciso instante en el que yo he terminado de escribir y tú has acabado de leerme.