jueves, 28 de febrero de 2019

Veintiocho de febrero

Febrero termina como si nunca hubiera existido, como si en vez de llamarse febrero se llamase enero o marzo a pesar de esa pequeña característica, casi invisible, de durar menos. Porque febrero no sabe, nunca lo ha sabido, que es raro.

Con el calor han regresado los insectos, que no conocen de estaciones ni de cambios climáticos ni de máquinas rodantes en Marte dirigidas por control remoto a través del espacio.

Pienso: "todo es raro", y a continuación caigo en la cuenta de que ya lo era antes, mucho antes, de que yo lo escribiera.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Veintisiete de febrero

Me siento como si todo el día
hubiese estado nadando
contra la corriente y las mareas y
ahora, al fin,
hubiera alcanzado la orilla.

La arena seca.

El sonido de las olas
rompiendo en la playa
detrás de mí.

martes, 26 de febrero de 2019

Veintiséis de febrero

Hoy ha hecho un calor impropio de estas fechas. Cuando me dirigía a la Agencia a las cuatro parecía primavera y he sentido pavor. Ha sido una tarde movida. He estado con un profesor murciano que trabaja en Barbastro de interino casi una hora intentando instalarle un certificado digital en su Macbook Air. Como yo también utilizo esos ordenadores he pensado que sería muy fácil, pero cuando ya llevábamos más de tres cuartos de hora y su computadora decía que el Certificado Digital no era fiable, le he preguntado: "¿No habrás instalado un antivirus, verdad?". Y sí, lo había instalado. ¡Un antivirus en un mac, algo absurdo! Ha desactivado todas las medidas de seguridad y, no sin alguna dificultad, al final se ha ido con su Certificado Digital instalado, algo necesario para acceder a bolsas de trabajo en otras comunidades, etcétera. Me ha dado la mano tres veces. Es de Totana. Un buen chico, veintinueve años aunque aparentaba veinte.

Ya estoy, de hecho hace años que lo estoy, en esa fase. Ahora comprendo cuando mi suegro decía que se había encontrado a un mozo, y éste tenía sesenta años. ¡A mí me pasa lo mismo! Para mí alguien de cuarenta años es un chico. Incluso de cincuenta. Qué poder inmenso tiene el tiempo para cambiar la perspectiva y la proporcionalidad de las cosas.

Volviendo a casa a las siete de la tarde, con el cerebro casi derretido después de tantas horas de atención al público, me he cruzado con Kinda, a quien conozco desde que vine a trabajar aquí. Tiene la nacionalidad española desde hace ya unos cuantos años. Hemos charlado unos minutos. ¿Qué tal tu familia? Bien. ¿Y la tuya? Bien, bien, Jesús. Iba en bicicleta y ha desmontado para charlar conmigo un momento. ¿Trabajas?, le he preguntado. "Sí", ha dicho con una sonrisa blanca en su rostro oscuro, "todo está bien".

Descendiendo la cuesta junto al río que lleva a mi casa he visto el coche de mi hijo aparcado junto a la acera. La toalla que utiliza en el gimnasio estaba en el asiento del copiloto, imagino que todavía húmeda. Es un desastre. Tiene veintiún años y un corazón más grande que este edificio, pero en cuanto a esos detalles es un desastre total y absolutamente. Su dormitorio es territorio tabú. Yo no puedo entrar porque me gusta el orden y aquello es como una habitación engullida por un agujero negro inmovilizada en el tiempo. Ni siquiera yo podría describir tal caos con precisión.

La noche ha llegado y la noche se irá. Estoy muy cansado. Intentaré leer algo antes de dormirme, pero sé que en la segunda página del libro desapareceré del mundo.

lunes, 25 de febrero de 2019

Veinticinco de febrero

El día termina y ha sido muy raro. Anoche escribí en Twitter un pequeño texto defendiendo que los extranjeros no tienen ayudas específicas para ellos sino que se ajustan a unos requisitos que son iguales para todos, y ahora mismo ese tuit tiene catorce mil me gusta y nueve mil setecientos retuits. Una locura.

He vivido en primera persona y por primera vez lo que significa ser viral. He tenido que eliminar los avisos del móvil porque sonaban a cada segundo, a toda velocidad. Me ha causado cierta ansiedad. Bueno, no: mucha ansiedad, pero he logrado controlarla.

Ahora estoy muy cansado y me voy a acostar. No estoy acostumbrado a estas cosas multitudinarias. Me gustan más las pequeñas, las que soy capaz de abarcar sin demasiado esfuerzo. Me gusta la conversación normal, en voz ni muy alta ni muy baja: normal. Y también me agrada hablar con personas que te escuchan y a las que es interesante escuchar. Pero poca gente. Los que caben alrededor de una mesa. Aunque nadie me puso una pistola en la cabeza para entrar en Twitter nada menos que en julio del dos mil once, eso también es verdad.

Escribo en voz baja como si al publicar la entrada de hoy también pudiera leerse en voz baja. Intentadlo por mí. Buenas noches.

domingo, 24 de febrero de 2019

Veinticuatro de febrero

Regresando de nuestro paseo junto al canal vi tres cuervos posados en un árbol. Pensé en la serie de televisión "Juego de tronos", de la que soy fan, muy fan. Hacía calor. Todos los almendros, los cultivados y los silvestres, estaban en flor. El frío va quedando terrible e inevitablemente atrás, adiós al vapor del aire caliente de nuestros pulmones en contacto con el aire frío del exterior, adiós al abrigo; adiós a ir por casa, como hoy, con una chaqueta. El muro de hielo caerá. Spring is coming.

sábado, 23 de febrero de 2019

Veintitrés de febrero

En la mudanza de ayer la empresa olvidó llevarse la bandera de España de sus clientes y ahí sigue, ondeando en un apartamento vacío. Siento curiosidad por saber si quienes vengan a vivir allí la mantendrán o la quitarán.

Respecto a mi opinión, quienes me conocéis después de tantos años, ya sabéis lo que pienso: no sirven siquiera para limpiarse el culo con ellas, las odio. Mis banderas son la ropa tendida en las ventanas: esas nos igualan a todos.


viernes, 22 de febrero de 2019

Veintidós de febrero

Carrer Mare de Deu de la Salut en Girona.
Plaça Major de Banyoles.
Carrer Pia Almoina (en dos pisos distintos del mismo bloque) en Banyoles.
Calle Juan Pablo II en Zaragoza.
Carrer del Río Güell en Girona (tras mi excedencia de un año por el naciminieto de Paula).
Calle Hermanos Gambra en Zaragoza.
Paseo Fernando el Católico en Zaragoza (que compramos, restauramos y luego, tras comprobar que nunca trabajaríamos los dos en Zaragoza, vendimos para irnos a Binéfar).
Calle Zaragoza en Binéfar.
Calle Galileo en Binéfar.
Calle Madres de la Plaza de Mayo en Zaragoza, herencia tras el fallecimiento de mis suegros.
Calle Saint Gaudens en Barbastro.
Avenida del Río vero en Barbastro, la actual.

Catorce domicilios en treinta años. Una mudanza cada vez. Juntos y por separado. Lo he recordado al ver que en un apartamento al otro lado de mi dormitorio se estaban mudando. He hecho una foto desde la ventana. Espero que, en mi caso, la próxima sea la última.

jueves, 21 de febrero de 2019

Veintiuno de febrero

Caminamos creando
una senda inédita.

Cada sonido de pájaro,
cada sonido de ambulancia

o vehículo peligroso
rodando marcha atrás

es nuevo y no se repetirá
jamás exactamente igual.

El pequeño río Vero viaja
inevitablemente hacia el mar.

En eso, como dijo el poeta,
se parece a nosotros.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Veinte de febrero

Cada vez que escucho las canciones de la época dorada de Sinead O'Connor me recuerdo en la autopista viajando entre Zaragoza y Gerona y viceversa. Fue después de la excedencia de un año que tomé para cuidar de mi hija recién nacida. Los domingos me despedía de mis dos chicas y me alejaba de ellas. Mientras viajaba ponía las cintas que me iban a acompañar en el asiento del copiloto, y, en aquella época como ahora, me gustaba mucho la música de Sinead. Hablo de mil novecientos noventa y tres. Atravesando el desierto de los Monegros sonaban sus canciones dentro del coche y aliviaban mi tristeza para transformarla kilómetro a kilómetro en una especie de placer. Este proceso, que todos conocemos, es extraño si uno lo piensa, pero no quiero analizarlo demasiado, forma parte de nuestra condición humana. La pasión de la nostalgia, el consuelo de la tristeza, la felicidad de sentir. Quién no se ha restregado ronroneando como un gato contra la pena y el dolor.

Cuando alcanzaba la ciudad de Gerona sentí muchas veces la tentación de seguir acelerando sin tomar el desvío, conducir hasta Francia, hasta Italia, hasta Siberia. Ya había olvidado el amor, todo, ya era otra cosa, un piloto dando la vuelta al mundo, el adolescente que casi siempre seguimos siendo los hombres adultos. Bueno, al menos yo, algo de lo que no me enorgullezco especialmente.


martes, 19 de febrero de 2019

Diecinueve de febrero

Tengo la sensación de que las tórtolas turcas de Barbastro son más pequeñas que las de Binéfar. O será la dureza del invierno y que yo las recuerdo en verano. Poco a poco han ido expulsando a las palomas comunes de los centros urbanos de este territorio. Pienso en los neandertales. Debió de ser algo parecido: poco a poco, al principio de un modo casi imperceptible, pero a la vez inocente e implacablemente. Ignoro en qué son más eficaces las tórtolas turcas que las palomas, pero el hecho es que esta batalla evolutiva está sucediendo y, al menos en Barbastro, van ganando las primeras con diferencia.

Esta mañana los coches aparcados al aire libre volvían a estar helados, los techos y los parabrisas blancos de escarcha, lo que me ha hecho mucha ilusión. Adoro el invierno y su pureza, ya lo sabéis. Si creyese en la reencarnación, algo que no sucede -no creo en ninguna religión como para creer en algo tan absurdo-; si creyese, digo, en la reencarnación como un juego, diría que en mi existencia anterior en este planeta (y no en otro, más fallos de esa creencia pero dejémoslo estar), en mi existencia anterior en este planeta, vuelvo a decir, debí ser esquimal u oso polar o, simplemente, una foca de la Antártida. Me veo bien allí tumbado en los pedazos de hielo flotantes, rodeado de mi harén. Sí, lo sé, soy simple. Mucho más que una foca, diría yo.