sábado, 2 de marzo de 2019

Dos de marzo

Por la mañana fuimos a pasear por el campo como cada fin de semana. Costumbres. Al cabo de uno o dos kilómetros vimos a un lado del camino los cuerpos de dos raposas, dos zorros. Por el entorno y la anchura de la vía yo diría que era imposible que hubiesen muerto atropellados: campo a un lado, un canal de agua al otro, así que sospecho que fueron víctimas de cazadores que, camino de su coto, vieron a los animales y les dispararon. No, no me detuve a hacerles una autopsia, pero en cualquier caso ha salido en las noticias que un cazador de Huesca, un psicópata, mató a golpes a un zorro delante de la cámara del móvil de un compañero cazador. La sentencia ha sido absolutoria porque la ley considera maltrato sólo a los animales domésticos, a los que dependen de nosotros, no a los silvestres. Es una sentencia que ha causado revuelo pero ahí está. Me he acordado de ella al contemplar los dos zorros muertos a la derecha del camino. Piel preciosa de cuerpos muertos agitada suavemente por la brisa.

A ver, voy a ser muy claro: un cazador de verdad no mata zorros. No me agrada ninguno, pero un poco más los que cazan perdices, faisanes y animales que se comen. Un cazador que mata, seguramente desde el coche, a dos zorros para dejarlos ahí tirados, pasto de los gusanos, es un miserable cabrón que debería plantearse seriamente sus conceptos morales.

Hice fotografías a los cuerpos de los animales muertos. Maite me dijo que qué pensaba hacer con ellas, (en mi imaginación pensaba publicar una de ellas en Instagram). Hablamos y me convenció. Las borré del móvil. Hace años publiqué alguna semejante, pero hoy no. No tengo derecho. Eran fotografías tristes. Podéis imaginarlas. Dos zorros muertos por disparos en el margen del camino. Esas imágenes no eran necesarias. Tengo mucha suerte de vivir con una persona tan sensible e inteligente.

viernes, 1 de marzo de 2019

Uno de marzo

Por la tarde fui al supermercado a comprar víveres. Me gusta escribir víveres en vez de comida porque así es como si viviese en lo más profundo de Alaska. Pero era comida, lo admito. Y no vivo en Alaska, eso también lo admito. Mierda.

Qué gracia me han hecho los niños disfrazados. En un carro, de pie junto a la compra, había una niña preciosa con gafitas redondas vestida de princesa de Disney, y más allá, en otro pasillo, un niño con su rostro pintado de rojo y un disfraz de demonio, con sus blanditos cuernos de diablo en la cabeza. Y otro, un poco más mayor, con una especie de mono con cremallera delantera y barriga blanca representando un animal que ni entonces ni ahora mismo me siento capaz de identificar.

También había muchos adolescentes comprando alcohol. Chicas y chicos haciendo acopio de ron, vodka, refrescos y hielo. Me han inspirado ternura. Yo no he perdido repentinamente la memoria al hacerme mayor. En un momento dado una de las chicas le ha dicho a otra: "Llama a Yago para que entre con el carro". Yago era, evidentemente, el mayor de dieciocho años que les iba a sacar la bebida de la tienda.

Yo he seguido con mis cosas (entre las que se encontraba, por cierto, comprar alcohol), pensando en el carnaval. Nunca me gustó. No, no me gusta. Soy tan soso que lo encuentro innecesario e impostado, aunque sé que las personas que lo viven de verdad están en las antípodas de lo que yo pienso. El carnaval de Tenerife con esos trajes grotescos y gigantescos sobre una joven que se piensa afortunada por el privilegio, las chirigotas de Cádiz cantando todos a la vez cosas sobre la actualidad política vestidos para la ocasión y haciendo caras y extravagancias... No sé. Es que ni siquiera siento indiferencia: no me gustan. Cambio de canal en la televisión.

Pero lo respeto, sólo faltaría. Y conozco más o menos los antiguos orígenes del carnaval, cuando los esclavos se convertían en amos y los amos en esclavos, cuando todo se subvertía temporalmente en alegre chanza y orgías y comilonas; y luego, durante el cristianismo, como una especia de despedida de la alegría y la desvergüenza antes de los tristes días de la Semana Santa.

Lo respeto pero no me alcanza. Esa es la palabra: no me alcanza. No me dice nada. Sé que parezco un abuelo de noventa años no demasiado alegre pero así es: no me alcanza.

Eso sí, los niños disfrazados en el supermercado, inocentes, pequeños, me han enternecido de un modo inversamente proporcional a los sentimientos que me producen los hombres adultos disfrazados de putas.

jueves, 28 de febrero de 2019

Veintiocho de febrero

Febrero termina como si nunca hubiera existido, como si en vez de llamarse febrero se llamase enero o marzo a pesar de esa pequeña característica, casi invisible, de durar menos. Porque febrero no sabe, nunca lo ha sabido, que es raro.

Con el calor han regresado los insectos, que no conocen de estaciones ni de cambios climáticos ni de máquinas rodantes en Marte dirigidas por control remoto a través del espacio.

Pienso: "todo es raro", y a continuación caigo en la cuenta de que ya lo era antes, mucho antes, de que yo lo escribiera.

miércoles, 27 de febrero de 2019

Veintisiete de febrero

Me siento como si todo el día
hubiese estado nadando
contra la corriente y las mareas y
ahora, al fin,
hubiera alcanzado la orilla.

La arena seca.

El sonido de las olas
rompiendo en la playa
detrás de mí.

martes, 26 de febrero de 2019

Veintiséis de febrero

Hoy ha hecho un calor impropio de estas fechas. Cuando me dirigía a la Agencia a las cuatro parecía primavera y he sentido pavor. Ha sido una tarde movida. He estado con un profesor murciano que trabaja en Barbastro de interino casi una hora intentando instalarle un certificado digital en su Macbook Air. Como yo también utilizo esos ordenadores he pensado que sería muy fácil, pero cuando ya llevábamos más de tres cuartos de hora y su computadora decía que el Certificado Digital no era fiable, le he preguntado: "¿No habrás instalado un antivirus, verdad?". Y sí, lo había instalado. ¡Un antivirus en un mac, algo absurdo! Ha desactivado todas las medidas de seguridad y, no sin alguna dificultad, al final se ha ido con su Certificado Digital instalado, algo necesario para acceder a bolsas de trabajo en otras comunidades, etcétera. Me ha dado la mano tres veces. Es de Totana. Un buen chico, veintinueve años aunque aparentaba veinte.

Ya estoy, de hecho hace años que lo estoy, en esa fase. Ahora comprendo cuando mi suegro decía que se había encontrado a un mozo, y éste tenía sesenta años. ¡A mí me pasa lo mismo! Para mí alguien de cuarenta años es un chico. Incluso de cincuenta. Qué poder inmenso tiene el tiempo para cambiar la perspectiva y la proporcionalidad de las cosas.

Volviendo a casa a las siete de la tarde, con el cerebro casi derretido después de tantas horas de atención al público, me he cruzado con Kinda, a quien conozco desde que vine a trabajar aquí. Tiene la nacionalidad española desde hace ya unos cuantos años. Hemos charlado unos minutos. ¿Qué tal tu familia? Bien. ¿Y la tuya? Bien, bien, Jesús. Iba en bicicleta y ha desmontado para charlar conmigo un momento. ¿Trabajas?, le he preguntado. "Sí", ha dicho con una sonrisa blanca en su rostro oscuro, "todo está bien".

Descendiendo la cuesta junto al río que lleva a mi casa he visto el coche de mi hijo aparcado junto a la acera. La toalla que utiliza en el gimnasio estaba en el asiento del copiloto, imagino que todavía húmeda. Es un desastre. Tiene veintiún años y un corazón más grande que este edificio, pero en cuanto a esos detalles es un desastre total y absolutamente. Su dormitorio es territorio tabú. Yo no puedo entrar porque me gusta el orden y aquello es como una habitación engullida por un agujero negro inmovilizada en el tiempo. Ni siquiera yo podría describir tal caos con precisión.

La noche ha llegado y la noche se irá. Estoy muy cansado. Intentaré leer algo antes de dormirme, pero sé que en la segunda página del libro desapareceré del mundo.

lunes, 25 de febrero de 2019

Veinticinco de febrero

El día termina y ha sido muy raro. Anoche escribí en Twitter un pequeño texto defendiendo que los extranjeros no tienen ayudas específicas para ellos sino que se ajustan a unos requisitos que son iguales para todos, y ahora mismo ese tuit tiene catorce mil me gusta y nueve mil setecientos retuits. Una locura.

He vivido en primera persona y por primera vez lo que significa ser viral. He tenido que eliminar los avisos del móvil porque sonaban a cada segundo, a toda velocidad. Me ha causado cierta ansiedad. Bueno, no: mucha ansiedad, pero he logrado controlarla.

Ahora estoy muy cansado y me voy a acostar. No estoy acostumbrado a estas cosas multitudinarias. Me gustan más las pequeñas, las que soy capaz de abarcar sin demasiado esfuerzo. Me gusta la conversación normal, en voz ni muy alta ni muy baja: normal. Y también me agrada hablar con personas que te escuchan y a las que es interesante escuchar. Pero poca gente. Los que caben alrededor de una mesa. Aunque nadie me puso una pistola en la cabeza para entrar en Twitter nada menos que en julio del dos mil once, eso también es verdad.

Escribo en voz baja como si al publicar la entrada de hoy también pudiera leerse en voz baja. Intentadlo por mí. Buenas noches.

domingo, 24 de febrero de 2019

Veinticuatro de febrero

Regresando de nuestro paseo junto al canal vi tres cuervos posados en un árbol. Pensé en la serie de televisión "Juego de tronos", de la que soy fan, muy fan. Hacía calor. Todos los almendros, los cultivados y los silvestres, estaban en flor. El frío va quedando terrible e inevitablemente atrás, adiós al vapor del aire caliente de nuestros pulmones en contacto con el aire frío del exterior, adiós al abrigo; adiós a ir por casa, como hoy, con una chaqueta. El muro de hielo caerá. Spring is coming.

sábado, 23 de febrero de 2019

Veintitrés de febrero

En la mudanza de ayer la empresa olvidó llevarse la bandera de España de sus clientes y ahí sigue, ondeando en un apartamento vacío. Siento curiosidad por saber si quienes vengan a vivir allí la mantendrán o la quitarán.

Respecto a mi opinión, quienes me conocéis después de tantos años, ya sabéis lo que pienso: no sirven siquiera para limpiarse el culo con ellas, las odio. Mis banderas son la ropa tendida en las ventanas: esas nos igualan a todos.


viernes, 22 de febrero de 2019

Veintidós de febrero

Carrer Mare de Deu de la Salut en Girona.
Plaça Major de Banyoles.
Carrer Pia Almoina (en dos pisos distintos del mismo bloque) en Banyoles.
Calle Juan Pablo II en Zaragoza.
Carrer del Río Güell en Girona (tras mi excedencia de un año por el naciminieto de Paula).
Calle Hermanos Gambra en Zaragoza.
Paseo Fernando el Católico en Zaragoza (que compramos, restauramos y luego, tras comprobar que nunca trabajaríamos los dos en Zaragoza, vendimos para irnos a Binéfar).
Calle Zaragoza en Binéfar.
Calle Galileo en Binéfar.
Calle Madres de la Plaza de Mayo en Zaragoza, herencia tras el fallecimiento de mis suegros.
Calle Saint Gaudens en Barbastro.
Avenida del Río vero en Barbastro, la actual.

Catorce domicilios en treinta años. Una mudanza cada vez. Juntos y por separado. Lo he recordado al ver que en un apartamento al otro lado de mi dormitorio se estaban mudando. He hecho una foto desde la ventana. Espero que, en mi caso, la próxima sea la última.

jueves, 21 de febrero de 2019

Veintiuno de febrero

Caminamos creando
una senda inédita.

Cada sonido de pájaro,
cada sonido de ambulancia

o vehículo peligroso
rodando marcha atrás

es nuevo y no se repetirá
jamás exactamente igual.

El pequeño río Vero viaja
inevitablemente hacia el mar.

En eso, como dijo el poeta,
se parece a nosotros.