El ruido del camión de la basura vaciando los contenedores en la calle. El acúfeno agudo que me acompaña intermitentemente desde el primer ataque de ansiedad. El tic-tac del reloj en la cocina. ¿Ya nunca conoceré el silencio verdadero? ¿Cómo es posible que lo haya olvidado de un modo tan definitivo?
Anoche soñé que caía accidentalmente desde el muelle de un puerto pesquero y me hundía cada vez más y más profundamente en las aguas oscuras y sucias de gasóleo y desperdicios. Antes de morir ahogado desperté y fui al cuarto de baño a mear. Luego bebí un vaso de agua en la cocina alumbrada por la luz de las farolas de la acera. Eran las cuatro de la madrugada. Regresé a la cama y, contra todo pronóstico, volví a dormir hasta que sonó el despertador.
viernes, 27 de marzo de 2015
Contra todo pronóstico
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8 comentarios:
Yo también echo de menos el silencio. Mucho. Otro beso
El silencio no existe. Se nota perfectamente su no existencia cuando empiezas el proceso de meditación y te acojonas al tomar conciencia de todos los ruidos que nos rodean. Si el proceso tiene éxito ese día, resulta que descubres que el Silencio existe. Pero no eres consciente de él: solo recuerdas que has vivido en él cuando vuelves a la conciencia.
En cualquier caso, mear, beber agua y seguir durmiendo es un acto de mucha sabiduría.
Me has impresionado, NáN. Yo también medito, pero no conozco el Silencio, así, con mayúscula.
Sí, es verdad que el silencio no existe. Yo siempre lo definí como el zumbido que emiten las cosas. Hoy leí que el ruido que emiten las estrellas es seis millones de veces más agudo que el que es capaz de escuchar cualquier mamífero de la tierra, ni siquiera los murciélagos.
Pero los acúfenos no provienen del exterior sino del interior de la caja craneal: son un fenómeno neurosensorial muy poco conocido en realidad. (como el ruido que emiten las estrellas). Es un silencio diferente porque lo rompes tú y sólo para ti, para nadie más. Un bucle.
Siempre he querido aprender a meditar.
Un beso para los dos.
A mí me viene de serie. Con 16 años, me fumaba a veces las clases de la tarde, en primavera. Me iba andando hasta la playa de la Albufereta (dos km y pico), la cruzaba y me metía en el Cabo de las Huertas, solitario en aquellos tiempos. Me sentaba en una roca a ver el mar. Una tarde, me dije "soy una roca" y me quedé allí inmóvil un par de horas, viendo el mar venir y retirarse. Me gustó el juego y lo repetí algunas veces. Solo más tarde me enteré de que lo que había hecho era "meditar". Años más tarde otra vez, depuré técnicas con un maestro tibetano y, después, lo mejor de todo: con una maestra zen. La meditación más pura.
Pero lo que me pasó con 16 años no es "raro". Todos los niños de dos años se sientan en el suelo, respiran hinchando la barriga y se concentran como bestias en lo que están haciendo (no importa que a los 10 segundos se pongan a hacer otra cosa, porque se concentran en ello otros 10 segundos).
Lo que quiero decir, con más palabras de las necesarias, es que a meditar no se aprende: se recuerda.
Hay silencios que gustan, silencios que estremecen y he descubierto que también existe el silencio atronador.
Hola, Noite, me alegra verte por aquí. Espero de todo corazón que tu hija siga mejorando. Un beso.
Muchas gracias, Jesús.
Está maravillosa.
Un beso
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