La muerte, nuestra antigua compañera, la que nunca ronda lejos de nuestra sombra, ha hecho acto de aparición en las ondas concéntricas de piedras que golpearon el agua de personas cercanas que me importan mucho.
El pasado jueves murió un amigo de mi hermano Carlos Miramón. Hablamos de un hombre de cuarenta y siete o cuarenta y ocho años. No entraré en detalles porque es algo demasiado íntimo, pero Carlos y él eran amigos desde la adolescencia.
Hoy mi otro hermano Carlos (Carlus, Carles, cada quien le llamamos como nos apetece y a él le da igual), mi mejor amigo durante más de treinta años desde que llegué a Girona, me ha contado que esta mañana se enteró de que una antigua novia suya había fallecido hace casi tres años sin él saberlo. Hemos hablado un rato. Yo la había conocido como conocí también al amigo de mi hermano carnal.
La muerte posee de modo natural los conocimientos técnicos que los fotógrafos de Lenin o Stalin trabajaban a conciencia: hacer desaparecer a los seres humanos de las fotografías. Hoy aparecían en un mitin en la plaza roja de Moscú y una década después, en la misma imagen, habían desaparecido como por arte de magia. No lo hacían del mundo pues en muchos casos (estoy pensando en Trotsky) su huella perduró, pero en otros casos sí que desaparecieron como desapareceremos todos, incluso el mismo Trotsky, Shakespeare, Manrique y todas, absolutamente todas nuestras personas queridas y desqueridas.
Lo único bueno de la muerte, además de hacer sitio en un planeta limitado, es que no hace distinciones, nos iguala a todos sin discriminación de ninguna clase; lo malo y lo triste es la desolación que causa a su paso, el estupor ante la evidencia de que algo que palpitaba y exploraba y reía y comía y follaba y leía libros en el sofá, de pronto ya no exista.
A mi amigo entristecido le he dicho que la vida es un campo de minas y la obligación de nosotros, seres humanos más o menos inteligentes y dotados, todos sin distinción, del milagro de la poesía, es atravesarlo cantando, riendo, bailando, amando, desamando y explorando como si caminásemos sobre puras nubes de cielo, césped de terciopelo, el agua inmaculada de un riachuelo. Esa es nuestra única opción si no queremos encerrarnos en casa esperando que llegue nuestro momento con la mirada que tienen las vacas mirando pasar un tren (y esta frase no es mía, pero no recuerdo dónde la leí).
La vida no es un combate contra la muerte: nacemos con esa batalla perdida desde que empezamos a llorar en el paritorio después de la bofetada de la enfermera en el trasero. A partir de ese mismo instante cada día es un regalo, un milagro. Primero sin consciencia alguna y a partir de cierta edad con ella, aunque no importe.
Escucho los tambores de Semana Santa en Barbastro. Me doy cuenta de que sus redobles acompasados no son otra cosa sino el remedo del latido de nuestros corazones.
martes, 27 de marzo de 2018
Campo de minas
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11 comentarios:
Tal cual...
Felicidades por el maravilloso texto y gracias.
Gracias a ti, Luna, antes de irme a dormir.
Maravilloso texto.
"Mors certa, vita incerta".
Un abrazo, Jesús.
Es difícil, todo esto. Un compañero mío ha sido tocado por dos minas, no sé cómo acabará, pero nos disparan cerca, como decía M. Vicent, y siempre ha sido así. En general la muerte permanece escondida en nuestra sociedad. Me refiero a la muerte personal, privada, no a la espectacular, masificada.
En fin, una abrazo
Un abrazo, Fernando.
No conocía ese proverbio latino. Gracias.
Todo lo referente a la muerte particular permanece escondido en estos tiempos, por eso tú debes sentarte delante del piano y yo delante del ordenador para recordarlo sin ninguna mala intención. Respiramos, consumimos la cuenta atrás. El reto es hacerlo sin miedo tocando el piano y escribiendo y bebiendo y comiendo y follando como si no existiera un mañana. En realidad... ¿qué sabemos en realidad?
Un abrazo.
Bueno, José Luis, en tu caso también haciendo esas maravillosas fotografías, un testimonio del mundo. Como te conozco desde hace tanto tiempo había descuidado tu condición de fotógrafo, que me gusta tanto.
Otro abrazo.
Gracias, Jesús. Un saludo, Luna.
Para mí no hay una muerte, sino la muerte de cada uno y cada uno la mira (o no) a su manera, y la encaja o no a su manera. Yo soy esa vaca que mira al tren. Así miro la vida, asombrada, con ojos bovinos y redondos. Va demasiado rápido, demasiado ajeno, no sé a dónde va, como el tren de El Principito. En el fondo termina dándome igual a dónde vaya, porque no entiendo nada de nada. Así que la muerte me pillará con ojos asombrados y preguntándome, pero ¿esto era vivir? Supongo. ¡Ojalá! Eso significará que no estoy demasiado ocupada con el sufrimiento o el dolor o ambos.
Me doy cuenta de que acabo de convertir el acto de morir en un acto absolutamente privado, cuando siempre, siempre, que se sepa, ha sido un acto social, el último, pero social. ¡Hasta tal punto soy hija de mi tiempo! Hija desnaturalizada de la vida, si tenemos en cuenta lo que dice el neurocientífico (de los más importantes) Antonio Damasio este fin de semana (en El País y en La Vanguardia), que, si se me permite, recomiendo.
Pero, de momento, ¡una de cemento! A disfrutar.
Jesús, perdona que me haya extendido pero con este comentario me has dado un pie importantísimo a un tema crucial.
Marisa, yo no tengo ni idea de nada. Ni idea. Ni idea de nada. No he leído lo que dice Antonio Damasio, lo buscaré. Pero a lo largo de mis ya casi cincuenta y cinco años he elaborado la siguiente historia: si te depositaran en una playa delante de selvas y montañas, ¿que harías? ¿Te quedarías en la arena incluso teniendo comida y bebida para mucho tiempo o te adentrarías en lo desconocido para averiguar qué hay allí?
Para mí, esa es la pregunta que da sentido a la vida. La exploración. La exploración continua. La exploración de la misma muerte, de la que ya nadie tendrá testimonio por imposibilidad material.
Yo, salvo que mis facultades mentales me lo impidan, algo tristemente factible, jamás dejaré de explorar, sabiendo que un día se hará el silencio. Tal vez mañana. Tal vez esta noche. Respecto a las personas que amo también lo sé: pueden desaparecer en cualquier momento.
Que ninguna de esas cosas me perturben más allá de la poesía o las cosas que escribo aquí. NO TENEM0S NI IDEA DE LO QUE NOS ESPERA. Y así ha de ser. La ignorancia es lo que transforma el futuro en esperanza.
Un beso, Marisa.
Ahí estamos, otro beso para ti. Y la curiosidad no mató al gato. Es la sal de la vida, contigo totalmente.
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