Domingo de sol en Zaragoza. Empujo la silla de ruedas donde está sentada mi madre mientras a mi lado caminan mi padre y Maite. Hablan de banquetes y fiestas del pasado, cuando nos reuníamos toda la familia por cualquier excusa; hablan de alegría y celebración de la vida. A nuestro alrededor la gente pasea bajo la luz prodigiosa de este día de febrero. Observo la blanca cabeza de mamá, el terrible corte de pelo que le perpetraron en el Centro de día a donde acude de lunes a viernes, y vuelvo al sueño de la madrugada pasada. Estábamos en la casa del huerto en el pueblo, o más bien en una mezcla entre esa sala y el comedor del piso de la calle Fita, eso que a menudo sucede en los sueños. Mi madre reía y hablaba y nos miraba a todos sobre la mesa llena de la comida de siempre: mejillones cocidos con su salsa secreta, huevos rellenos, ternasco al horno, ensalada de pimientos asados. Estaba sana, brillante, guapísima, habladora, sus ojos negros e inteligentes observándonos a todos, a mis hermanos, a nuestras parejas, a nuestros hijos e hijas. Mi padre estaba a su lado, también contento y feliz. Desde mi silla yo sabía que estaba soñando, era absolutamente consciente de que esa reunión estaba sucediendo mientras dormía, y contemplaba a mi madre deseando que ese momento no terminase nunca. Oh, disfruté tanto de esos minutos u horas. Luego el sueño se disolvió sin aviso ni estridencia ni dolor. Volvemos a casa por la calle Bilbao, salimos al Paseo de Pamplona y cruzamos el semáforo frente a la antigua Facultad de Medicina. Mi padre y mi mujer hablan de los buenos tiempos sin un atisbo de tristeza, alegrándose de haberlos conocido y disfrutado. Tampoco yo estoy triste, pues puedo recordar el sueño que guardaré para mí. El sol brilla en el cielo sobre los árboles y los edificios y los coches de colores aparcados en la acera. No hay luz más maravillosa que la del sol en invierno.
domingo, 23 de febrero de 2025
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