Asistí con espanto a la toma de posesión del nuevo presidente de Estados Unidos. Vi y escuché sus delirios, su mala educación frente al presidente saliente, su violencia, sus mentiras. Como tantos otros habitantes del planeta, me pregunté cómo era posible que seres humanos normales, con la mínima empatía y buenos sentimientos que se le suponen a una persona capaz de vivir entre sus semejantes, hubieran decidido votar a alguien tan canalla y enfermo de odio. Estuve mal durante días, padecí ansiedad, me costaba aceptar que en el último tercio de mi vida iba a contemplar la llegada de un nuevo fascismo que, como el que padeció el mundo el siglo pasado, viene también acompañado de la banalización de pensamientos y acciones abominables. Berna González Harbour lo definía muy bien el otro día: "El tiempo de los valores que cimentaron nuestro mundo se esfuma, y en su lugar revive la peor esencia de la humanidad, la de los periodos en que no sabemos contener la maldad." Mi hija me dijo, porque me conoce, que cuidase mi salud mental, que no me dejase arrastrar por pensamientos estériles, y eso intento. Finalmente sólo puedo actuar en la realidad que me envuelve día a día, opinando, dando ejemplo con mis acciones y negándome a aceptar, por activa y por pasiva, comportamientos y expresiones racistas, machistas, homófobas y clasistas. Ignoro qué sucederá en el futuro, cómo nos adaptaremos al cambio climático, que existe al margen de quienes afirman que existe y quienes lo niegan, lo mismo que existen los días, las semanas y los meses. Febrero de dos mil veinticinco existe y comienza ahora. Yo existo, creo, y en estas páginas doy testimonio de ello, si alguna vez sucedió.
lunes, 3 de febrero de 2025
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