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miércoles, 26 de septiembre de 2012

Heridas de guerra

Es un hombre flaco de cabello rizado, rasgos suaves y ojos tan expresivos que parecen maquillados. Desde primera hora de la mañana deambula por Barbastro hablando solo, siempre solo. A veces se asoma a nuestra agencia, se encoge de hombros, agita los brazos, masculla algunas palabras incomprensibles y se va. El otro día un compatriota suyo que le conocía me dijo que se trataba de una persona muy enferma, me contó que a veces entraba en la mezquita y gritaba que todos los hombres son malos, unos asesinos. «Él fue soldado en la guerra y vio cosas feas, cosas que nadie debería ver, cosas que le volvieron loco», me contó.

jueves, 12 de julio de 2012

De privilegios

La agencia comarcal de Barbastro estaba llena de gente cuando, precisamente a través de las personas que atendíamos, empezaron a llegarnos los primeros ecos de los nuevos recortes del gobierno. "Os quitan la paga de Navidad", nos dijeron, e imagino que algunos se alegrarían, no lo sé, lo que sí sé es que desde el primer momento me propuse que esa noticia no afectara ni a la calidad ni al orgullo que siento por mi trabajo. El privilegio de ayudar a los demás no disminuye por cobrar menos.

sábado, 14 de enero de 2012

Dados

C. trabajaba de mecánico de motos en Barcelona cuando conoció a través de internet a una joven de México. Se enamoró de ella y al cabo de algunos meses cruzó el Atlántico para comenzar una nueva vida. A pesar de las advertencias de familiares y amigos su relación virtual desembocó en un amor verdadero, algo que él, por supuesto, ya sabía que sucedería. Ignoraba, sin embargo, que al cabo de varios meses de felicidad un gran cuatro por cuatro se empotraría contra su coche poniendo su mundo al revés y zarandeando su cuerpo como si fuese un dado botando y rebotando dentro de un cubilete. Los bomberos que le rescataron no daban crédito cuando comprobaron que su pulso latía. Su madre, que después del divorcio había abierto un pequeño hotel en el Prepirineo aragonés, recibió la llamada de madrugada, una llamada que sin vergüenza alguna hablaba también del dinero necesario para que operasen a su hijo. Rápidamente condujo hasta Barcelona y allí tomó el primer avión rumbo a México. Al cabo de muchas semanas regresaron a casa. Una ambulancia esperaba en el aeropuerto. Algunas intervenciones quirúrgicas después madre e hijo se sentaron por primera vez al otro lado de mi mesa. Él era el vivo retrato de los supervivientes de Auschwitz, un saco de huesos coronado por un cráneo desde el que dos enormes ojos ajenos a su edad me miraban sin ver.

C. vino a la Agencia el otro día. Apoyó las muletas a ambos lados de la silla y me sonrió con una mueca. Además del asunto profesional que nos llevamos entre manos volvió a preguntarme por algunas aplicaciones del iPhone de las que habíamos hablado en ocasiones anteriores. Su mirada conservaba la huella del dolor y recuerdo que pensé que ya nunca desaparecería de sus ojos. Al despedirse me dio la mano y a continuación salió a la calle mecido como yo, como tú, por la corriente.

miércoles, 13 de abril de 2011

103

Este señor, un hombre que conozco desde hace algunos años y a quien hacía tiempo que no veía, me cuenta que tuvo un buen susto. Estaba en su huerto preparando unos plantones de lechugas cuando se sintió indispuesto y perdió el conocimiento. Abrió los ojos y no sabía dónde estaba ni quién era, ni siquiera era consciente de estar tendido en el suelo boca abajo, el rostro contra los terrones de tierra. Me cuenta que se sentó en el suelo sin saber qué hacer, perplejo. No sabe cuánto tiempo pasó hasta que escuchó el sonido de un motor. Volvió la cabeza hacia allí y siguió con la mirada un coche que circulaba por la carretera. Me cuenta que fue en ese momento, mientras seguía con la vista el recorrido del vehículo, cuando poco a poco su cerebro volvió a ordenar las cosas. El coche desapareció tras la curva al final de la recta y él regresó lentamente desandando la carretera con la mirada hasta llegar al camino que llevaba a su huerta, que tomó para llegar a ella y, eso me contó, encontrarse consigo mismo sentado en el suelo, empezando a recordar. Trató de ponerse en pie pero no tenía fuerzas, entonces se acordó del móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón y telefoneó a su mujer, que fue a buscarle y posteriormente le llevó al hospital de Barbastro. Había sufrido un infarto fulminante. La joven doctora le dijo que su corazón se había detenido y al cabo de algunos segundos, tal vez minutos, había vuelto a latir por su propia cuenta, algo que sucede muy pocas veces; le dijo que su desorientación al recuperar la consciencia era normal tras la carencia de oxígeno en el cerebro, y que lo que le había pasado era prácticamente un milagro, algo parecido a una resurrección. Este hombre de rostro rubicundo que aparentemente parece gozar de excelente salud me mira directamente a los ojos y lo repite: «Una resurrección». Le pregunto si recuerda algo de ese momento en el que estuvo clínicamente muerto, si tuvo alguna experiencia, si vio alguna luz. Sonríe y me dice que no se acuerda de nada, sólo del momento de despertar con el rostro contra el suelo y no saber nada del mundo ni de sí mismo. Cuando se levanta para irse le digo que se cuide mucho y me contesta: «¿Sabes una cosa, Jesús? Es muy raro, pero desde que me pasó eso ya no le tengo miedo a nada».

martes, 29 de marzo de 2011

88

La cercanía física de la desgracia ajena es tan conmovedora como obscena. Hay algo vertiginoso, terrible, en la visión de los peores momentos en la vida de otras personas.



Recuerdo que en cierta ocasión auxilié a una persona mayor que se había caído en la calle abriéndose una aparatosa brecha en la cabeza, entre varios peatones le ayudamos a ponerse en pie tapándole la herida con un pañuelo y le acompañamos al ambulatorio cercano para que le atendieran. Minutos después descubrí que me había manchado las manos con su sangre y, para mi vergüenza, sentí asco, una repugnancia culpable que tardó horas en abandonarme.



Cuando atiendo a seres humanos en el fondo del agujero, pidiendo una ayuda que no existe cuando nunca han tenido que pedir nada, desesperados cuando hace relativamente poco tiempo vivían una vida normal, siento dolor verdadero, no figurado, es un dolor sordo parecido a la jaqueca, parecido a las náuseas. También siento, sobre todo lo demás, una gran compasión que rápidamente he de sustituir por competencia profesional, pues compasión es lo último que ellos necesitan de mí. Cuando trabajo procuro mirar siempre a los ojos de las personas, pero confieso que si rezuman sufrimiento me cuesta muchísimo mantener la mirada.

viernes, 18 de marzo de 2011

77

Conozco al hombre que se acerca a mi mesa, le atendí hace algo más de un año. Sujeta una pequeña carpeta de cartón contra su pecho y al sentarse sonríe nervioso y me da los buenos días. Yo le digo: «es usted apicultor». Entonces él, asintiendo con la cabeza, me dice: «ya veo que se acuerda, ya veo que se acuerda». «Hombre, no todos los días conoce uno a alguien que no se quiere jubilar con... ¿cuántos tiene ahora? ¿setenta y algo?», le digo, fiándome de mi memoria. Y el hecho es que este señor, que declara setenta y dos años pero aparenta sesenta y cinco, es un apicultor soltero, sin familia, silvestre, que continúa trabajando sus colmenas y no quiere saber nada de retirarse. «Todo el mundo me dice que soy tonto, ¿sabe usted? Me dicen que podría jubilarme y seguir trabajando lo mismo, como hacen todos, pero claro, ¿cómo iba a poder vender la miel y hacer facturas estando jubilado?». Yo le confirmo que no podría. «Además», añade, «gano bastante más dinero con mis abejas de lo que cobraría con mi pensión de autónomo, eso también se lo puedo decir, y es una cosa que me gusta mucho, la apicultura me gusta más ahora que cuando empecé, fíjese usted». Yo le digo que haga lo que más le apetezca hacer, que no preste atención a la gente. «Es que no paran, no paran, el otro día un joven del banco me dijo que si me ponía enfermo la seguridad social no me pagaría la baja porque ya soy muy mayor, ¿eso es verdad?». Yo le aseguro que no es verdad, que sigue de alta a todos los efectos, como cuando tenía treinta años, y que en caso de baja por enfermedad la seguridad social le pagaría igual que a cualquier otro trabajador. «Entonces la gente, ¿por qué habla? Parece que les dé rabia que no me quiera jubilar, como lo pienso se lo digo, fíjese». «Le creo», digo, «por desgracia vivimos en una sociedad en la que si uno se aparta un milímetro del rebaño todos le señalan con el dedo. Usted haga lo que quiera, si se quiere jubilar jubílese, yo mismo le haré las gestiones encantado, y si quiere seguir trabajando siga trabajando y que la gente diga lo que quiera». «Ah, pero yo me moriré en el monte, y escuche, eso es lo que quiero, eso quiero, morirme en el monte, se lo digo de verdad». Se queda callado unos segundos y antes de que yo pueda decir algo levanta la mirada y dice: «Además, si quiero seguir cobrando las subvenciones tengo que estar de alta, eso es así, ¿sabe?». Este hombre no tiene un pelo de tonto. «Mire, me piden un certificado de estar de alta como apicultor y otro de estar al corriente con la seguridad social, ¿usted me los podría hacer?». «Cómo no», le contesto, y entonces él abre su pequeña carpeta azul del tamaño de medio folio, extrae de ella unos documentos y para poder leerlos saca del interior de su viejo jersey unas absurdas gafas de plástico estampadas con las franjas blancas y negras de la piel de las cebras africanas. Parecen unas gafas de juguete, de broma, de carnaval, pero me doy cuenta de que los cristales que llevan son graduados, muy gruesos. Mientras el apicultor, con las surrealistas gafas de estampado de cebra instaladas sobre la punta de la nariz, lee en voz alta los documentos que le piden para poder cobrar una subvención por la miel de sus abejas, me sorprendo preguntándome mentalmente si no habrá encontrado esas gafas en el campo, sé que tiene miles de colmenas instaladas en estas comarcas y pasa los días ocupándose de ellas. Después me dirá que en su furgoneta lleva una pequeña grúa con la que las levanta y manipula sin tener que hacer ningún esfuerzo; después me dirá que recorre centenares de kilómetros al mes, a veces miles, a menudo por pistas y caminos; me dirá, como ya me dijo otro apicultor una vez, éste joven y en la flor de la vida, que si las abejas no existieran la civilización humana desaparecería en pocos años; me dirá que los agricultores de las plantaciones de frutales le piden que instale las colmenas en sus proximidades para polinizar los árboles; me dirá que después de tantos años y picaduras está inmunizado al veneno de las abejas, y para demostrarlo me mostrará unas manos no sé si regordetas o permanentemente inflamadas, todo eso me dirá dentro de unos segundos. Ahora me limito a contemplar con estupefacción esas gafas de cebra en el rostro serio y concentrado, venerable, y pienso: «he aquí un hombre libre».

lunes, 14 de marzo de 2011

73

Luna. Bosque. Troya. Estos son los apellidos reales de tres mujeres a las que he atendido hoy en mi trabajo: Luna, Bosque y Troya.

martes, 22 de febrero de 2011

53

Se acerca a mi mesa un señor de pelo blanco y bigote rubio que viste un anorak de color rojo de la marca Quechua. Es polaco y casi no sabe hablar español, de modo que a duras penas logro comprender que su mujer ha venido a España a reunirse con él, quien, para mi sorpresa, lleva viviendo aquí nada menos que cinco años. Me cuenta que trabaja en obra civil, «en la montaña, tubos grandes», y tal vez imaginando mis pensamientos me aclara que trabaja con otros polacos, que habla con muy pocos españoles. Yo le digo que su idioma y el mío son muy distintos, muy difíciles el uno para el otro. «Oh, sí», dice, «mucho difícil, distinto, sí», y añade: «también países mucho distintos, allí en Polonia mucho frío, más frío que aquí, allí ahora treinta grados bajo cero y más, aquí mejor». «Ah, pero en verano aquí no se puede vivir de calor, a mí me gusta más el frío», le digo, y nos reímos los dos. Él dice: «lo peor mosquitos, y moscas también, malas las moscas, mí en verano daño aquí», dice, señalándose un punto entre las cejas, allí donde ponen la bala los francotiradores. «¿Le picó una mosca entre los ojos?», le pregunto. «Sí, oh, mucho daño, sí». Y volvemos a reírnos. La situación es un tanto absurda pero nos caemos bien. Mientras acabo de resolver el alta de su esposa como beneficiaria de su cartilla de la Seguridad Social le digo: «España y Polonia son países muy distintos en el clima pero nos parecemos en el carácter, nos gustan los sentimientos». Él me mira extrañado. «Quiero decir que Polonia y España son países de poetas, ¿no cree?». «¿Poetas?», pregunta. «Szymborska, Zagajewski», contesto, sabiendo que mi pronunciación debe de resultarle ridícula. «¡Ah, sí, Wisława Szymborska, premio Nobel, sí! ¿Usted conoce?», dice con expresión divertida, volviendo a sonreír. «Claro, me gusta muchísimo». Entonces él me mira asintiendo con la cabeza sin saber qué decir o hacer. Le doy sus papeles, le explico los trámites que debe realizar y al levantarse de la silla me da la mano y me pregunta: «¿Cómo se llama usted?». «Jesús». «Muchas gracias, señor Jesús, yo diré mi mujer, ella gusta Szymborska como usted, adiós». «Adiós, señor K.», le digo, «¡y buena suerte con las moscas!». Él ríe, me señala con el dedo índice de la mano derecha y se va. Sé por experiencia que las picaduras de tábano duelen muchísimo.

lunes, 7 de febrero de 2011

38

Este hombre portugués de sesenta y siete años de edad aparenta sesenta a pesar del pelo gris y el rostro curtido por el sol. Se sienta sonriéndome con franqueza y me dice que está contento porque viene a jubilarse. «Usted no se lo creerá», asegura, «pero jamás en mi vida estuve enfermo». «¿Nunca? ¿Jamás tuvo la gripe o se rompió un hueso?», le pregunto. «Lo que le digo: jamás», responde mirándome sin pestañear, y añade: «Oh, pero no piense que mi vida fue fácil, ah, no, mi vida fue complicada, pude morir muchas veces, desde luego que sí», y calla, durante un instante calla y me mira sin verme, lo sé porque en el iris de sus ojos claros comienzan a agitarse las copas de las palmeras, los pájaros y los monos chillan alertando de la presencia de los soldados, las orugas de los vehículos levantan el polvo de los caminos de Angola, aquel polvo rojo.

jueves, 27 de enero de 2011

27

Alguien dijo que estaba nevando y todo el mundo miró hacia los ventanales. El runrún del público que esperaba su turno enmudeció. Quienes estaban siendo atendidos dejaron de sentir miedo durante unos segundos. Alguien dijo que era agua nieve, no nieve de verdad.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Después del ensayo

Después del ensayo vamos al Chanti a tomar una copa. Hace mucho frío en la calle. Me doy cuenta, sin decir nada, de que la iluminación navideña es más austera que otros años. No se me quita de la cabeza la historia de L., una mujer de cuarenta y pocos años a quien le van a quitar la casa, el coche y la furgoneta de trabajo de su marido, que ahora mismo anda buscando trabajo en Suiza. Pienso en sus dos hijos adolescentes, uno de ellos, por cierto, muy buen estudiante. Van a quitarles la casa por no poder pagar la hipoteca. Van a quitarles el coche familiar y la furgoneta de trabajo por no haber podido pagar la seguridad social en los estertores de una pequeña empresa de escayolistas que la crisis arrastró al precipicio. No dejo de pensar en sus dos hijos, en el mayor, que es un poco desastre y nunca se le han dado bien los estudios, y en el pequeño, que es un estudiante extraordinario y el año que viene no podrá ir a la universidad porque sus padres ni siquiera podrían pagar los costes iniciales de los viajes, el piso, la residencia, antes de poder solicitar una beca que cobrarían quién sabe cuándo, si la cobran.

Después del ensayo vamos al Chanti a tomar una copa. De algunos bares y restaurantes salen al frío de la calle quienes esta noche celebraban la cena de navidad de sus empresas. ¡Qué distancias hay entre nosotros, entre todos nosotros! Hay abismos, desiertos, océanos.

martes, 19 de octubre de 2010

Decimonoveno día

Una vez el marido de esta mujer la agarró de los pelos y golpeó su cabeza contra el suelo. Cuando estaba embarazada la amenazaba con las jeringuillas que utilizaba para vacunar a los tocinos, le decía que iba a ponerle la inyección que les ponía a las cerdas para que pariesen. La trataba como si fuese un animal o, sabe usted, peor que a los animales de la granja. En el pueblo nadie le quería y todos le temían, cuando bebía se pegaba con el primero que se encontraba por la calle. Al hijo lo sacó del colegio en cuanto cumplió quince años y le hacía trabajar con él de sol a sol, no le permitía salir por ahí con otros jóvenes de su edad. Durante años ella nunca se atrevió a denunciarlo porque sabía que el monstruo era capaz de matarles a los dos, pero cuando el chico intentó suicidarse se dio cuenta de que debía ser valiente, si no por ella, por su hijo. Puso una denuncia en la guardia civil y los dos se fueron a vivir a casa de su hermana en Barbastro. El juez impuso una orden de alejamiento que, afortunadamente, el ogro cumplió. Se divorciaron sin la presencia de él, que no quiso saber nada. Ella renunció a cualquier pensión compensatoria, a la aislada casa junto a la granja, a todo lo que tuviese que ver con aquel hombre y las cosas que le hacía. Comenzó una nueva vida. Se puso a limpiar para varias empresas en bancos, oficinas y colegios. El hijo se hizo mayor y se fue lejos con la traumática carga de su infancia en la memoria. Ella se compró un piso pequeño en la ciudad. Cuando a finales de septiembre de dos mil diez supo que su marido había muerto sintió un gran alivio, yo sé que está mal, sabe usted, pero no pude evitarlo, por fin podía respirar tranquila, por primera vez podía caminar por la calle sin esa sensación de temor permanente a la que nunca había llegado a acostumbrarse. Le hemos tramitado una pensión de viudedad especial para casos de violencia de género, una modalidad que elude la obligatoriedad de que la viuda percibiese pensión compensatoria del excónyuge. No es mucho dinero pero ella está satisfecha, lo ve como una especie de indemnización por haber aguantado tantos años a aquel hombre que conoció muy jovencita y la engañó. Me da las gracias, se levanta sonriendo y sale a la calle donde hace frío, el aire es transparente, las hojas de los castaños de indias se secan lentamente.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Mahamet

Mahamet me dice que no hay trabajo porque ahora las grandes bodegas vendimian con máquinas. Cuando llegue a casa me enteraré a través de internet de que una sola vendimiadora mecánica hace en un día la faena de cien hombres, pero ahora todavía no lo sé y lo único que puedo hacer es escuchar y compadecerme. La verdad es que no sé qué solución hay para todas estas personas que cada día se sientan al otro lado de mi mesa: temporeros, peones de la construcción, empleados de almacenes y pequeñas empresas sin ningún tipo de especialización. O sí lo sé: no existe ningún futuro para ellos porque en España no se volverán a construir ochocientas mil viviendas al año, no existe ningún futuro para ellos porque las tareas del campo se mecanizarán cada vez más. El panorama es así de desolador. Conozco a Mahamet desde hace años, no tiene familia, vive en pisos patera durmiendo en colchones sobre el suelo y comiendo arroz cocido con pastillas de caldo avecrem. Es un hombre alegre de ojos brillantes y siempre un poco inyectados en sangre. Si alguna vez me ve por la calle siempre me saluda diciendo mi nombre y alzando un brazo. Todavía es bueno, todavía tiene esperanza, la realidad no ha logrado, todavía, socavar sus cimientos. Ojalá nunca lo haga. Siempre que hablo con él me fijo en unas cicatrices simétricas que adornan su rostro de ébano. Juego a imaginar que son el resultado de alguna especie de ritual mientras visualizo rechonchos baobabs, chozas de espino, tierra roja, los mugidos de vacas de cuernos inmensos bajo el cielo azul. ¿Son esas cicatrices las que le dan la fuerza necesaria para seguir adelante?

jueves, 22 de julio de 2010

Kinda y Mahamadou

Conozco a Kinda desde hace mucho tiempo. Él obtuvo la nacionalidad española pero sus hijos siguen siendo gambianos. Viene con Mahamadou, que acaba de cumplir dieciséis años, para que le asigne un número de Seguridad Social y puedan darle de alta en su primer empleo como temporero en las viñas. «Ya es hora de que se ponga a trabajar», dice Kinda. «Bueno», le digo, «si no le gusta estudiar es la mejor opción, desde luego». «Ah, Jesús, pero él es un buen estudiante, sacaba muy buenas notas, ¿verdad?», dice el padre dirigiéndose al hijo, un joven de mirada inteligente que se encoge de hombros con gesto tímido. «Kinda, si es buen estudiante ¿no sería mejor que hiciese una carrera?». Me giro hacia el adolescente. «A ver, Mahamadou, ¿qué asignaturas se te daban mejor?». El chico, un poco incómodo junto a su padre, contesta: «Las de ciencias». Kinda ríe y dice: «¡Él quería ser médico! ¿Te imaginas?». Y yo me lo imagino, desde luego que me lo imagino, veo a Mahamadou estudiando en la Universidad, doctorándose en medicina y volando muy alto y muy lejos. Su padre y yo nos miramos a los ojos. Él dice: «La universidad cuesta mucho dinero, no puedo permitírmelo». «¿Y las becas?», le digo yo, que conozco perfectamente los ingresos de Kinda; «te las concederían todas». «No, no, Jesús, él tiene que trabajar y ayudar a su familia, es su obligación», dice con un gesto serio que de inmediato pasa a convertirse en una sonrisa. Kinda es un buen hombre, lo es, sucede que sencillamente no es capaz de comprender que su hijo tiene derecho a una vida mejor, que algo así es posible. Cuando se levantan para marcharse no puedo evitar sentir una mezcla de lástima y frustración.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Salarios

A lo largo de una mañana de trabajo especialmente intensa varias personas me han informado, algunas con media sonrisa bailando en los labios, de que iban a rebajarme el salario para hacer frente al déficit de mi país, acuciado por la crisis económica mundial. Pero lo que yo me he traído a casa son las lágrimas de Adriana, la hija de M. A., una mujer rumana enferma terminal de cáncer. En su país era veterinaria y tenía a su cargo las granjas de una región montañosa; en España trabajaba de empleada de hogar hasta que cayó enferma. Estamos tramitando para ella una pensión de Incapacidad Permanente por Reglamentos Comunitarios, a la espera tan sólo de los informes laborales de Rumanía, que no llegan. Adriana, que como cada semana me traía los partes de confirmación de la baja laboral de su madre, rompe a llorar al darse cuenta de que ésta morirá antes de que su país de origen envíe la documentación. «Allí todo funciona muy despacio», afirma, «y mi madre no aguantará demasiado», y añade: «lo peor es que no puedo hacer nada». Tampoco yo puedo hacer nada. Pongo mi mano izquierda sobre sus manos y mirándola a los ojos le digo que lo siento mucho. Ella afirma con la cabeza varias veces, se seca las lágrimas, me pide perdón y se va. Otra persona se sienta delante de mí, una anciana que necesita un certificado para presentarlo en el Ayuntamiento. Pasarán varios minutos antes de que el dolor de Adriana se disuelva lentamente en mis pulmones.

lunes, 15 de marzo de 2010

Decimoquinto día

Un agricultor me dice que las heladas de estos días han arruinado las almendras, me explica que las flores darán paso a frutos pequeños, negros, quemados por el frío.

lunes, 8 de marzo de 2010

Octavo día

Una mujer belga se sentó al otro lado de la mesa. Era muy bella. Me miró con sus ojos verdes e hizo algunas preguntas. Su acento extranjero me resultaba tan excitante que me hacía sentir ligeramente incómodo, pero eso era algo, pensé, que ella no podía saber. Una vez la hube informado de las cuestiones que la habían llevado hasta allí hicimos algunos comentarios sobre el tiempo. Me dijo que había nevado copiosamente en Graus, algo infrecuente a estas alturas de marzo. Mientras hablaba me sorprendió el tamaño y aspecto de sus manos, grandes y fuertes como las de un leñador. Hablamos de los almendros en flor, de los verdísimos campos de cebada, hablamos de las inminentes amapolas, que a ella le gustaban tanto como a mí, y me contó que en Bélgica echaban tal cantidad de pesticidas en los campos que casi se habían extinguido. Luego, al darse cuenta de que había otras personas esperando, se levantó, sonrió, me dio las gracias, se despidió y se fue.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Una vida normal

Huyendo del ruido me he mudado temporalmente a la buhardilla, al dormitorio de invitados. Aunque mañana sea fiesta en Binéfar yo trabajo en Barbastro y tengo que madrugar. La cama está bajo una claraboya, y como en la planta de arriba se acumula mucho calor la tengo abierta para que se cree algo de corriente con la puerta de la terraza. El resultado es que los sonidos de las ferietas, todos esos bocinazos, micrófonos chillones y música machacona, se cuelan convertidos en un eco amorfo, indiferenciado, falsamente lejano.

Vuelvo a pensar en alguien que atendí por la mañana, una mujer que vive escondida en un pueblo del Pirineo, traumatizada y temerosa de ser encontrada por un ex marido que a punto estuvo de asesinarla. Los pequeños ojos me interpelan desde su desolación, gritan: ¿cómo ha podido pasarme algo así? ¿acaso no merezco una vida normal?

martes, 19 de mayo de 2009

Todas las mujeres

En esta época del año todas las mujeres están guapas, todas sin excepción. Se sientan al otro lado de la mesa de trabajo, hablan conmigo mirándome a los ojos y, sin ser conscientes de ello, me regalan abiertamente su belleza carnal, una belleza que ni el dolor ni la miseria son capaces de eclipsar.

lunes, 16 de marzo de 2009

Decimosexto día

Tarde radiante. En la agencia apagamos los fluorescentes y trabajamos con la luz natural que entra a raudales por las ventanas. Cuando abramos las puertas al público toda esa luz se ensombrecerá a medida que algunos hombres y mujeres nos cuenten cómo y cuánto les está afectando la crisis económica. Un joven de Gambia que trabaja en unas famosas bodegas me contará que el pasado seis de marzo cobró la nómina de enero y no sabe cuándo cobrará la de febrero. Un hombre de cincuenta y seis años querrá saber en qué situación quedaría si cerrase el sitio donde trabaja, una fábrica de plásticos para la automoción que desde hace semanas está en la cuerda floja. Una chica embarazada de muchos meses me preguntará si todavía se mantiene la prestación de dos mil quinientos euros por nacimiento de hijo, yo le diré que sí, que no ha habido ningún cambio, y ella me dirá que en la calle se rumorea que van a eliminar esos gastos, me dirá que a su marido se le termina el desempleo dentro de dos meses, me dirá: "en buen momento hemos ido a tener un hijo, no sé qué será de nosotros".

Regreso a Binéfar por la carretera. La naturaleza florece ajena absolutamente a nuestras pesadumbres. Un poco más allá de la bodega de vino que no puede pagar a sus trabajadores algunos tramos del arcén parecen un verdadero jardín. La semana pasada le comenté a un agricultor lo bonito que estaba el campo y él me contestó con un refrán que no conocía: "flor de almendro, hermosa y sin provecho". Lo recuerdo mientras conduzco junto a los arbolillos de delicados pétalos blancos, hermosos, efímeros.