martes, 29 de marzo de 2011

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La cercanía física de la desgracia ajena es tan conmovedora como obscena. Hay algo vertiginoso, terrible, en la visión de los peores momentos en la vida de otras personas.



Recuerdo que en cierta ocasión auxilié a una persona mayor que se había caído en la calle abriéndose una aparatosa brecha en la cabeza, entre varios peatones le ayudamos a ponerse en pie tapándole la herida con un pañuelo y le acompañamos al ambulatorio cercano para que le atendieran. Minutos después descubrí que me había manchado las manos con su sangre y, para mi vergüenza, sentí asco, una repugnancia culpable que tardó horas en abandonarme.



Cuando atiendo a seres humanos en el fondo del agujero, pidiendo una ayuda que no existe cuando nunca han tenido que pedir nada, desesperados cuando hace relativamente poco tiempo vivían una vida normal, siento dolor verdadero, no figurado, es un dolor sordo parecido a la jaqueca, parecido a las náuseas. También siento, sobre todo lo demás, una gran compasión que rápidamente he de sustituir por competencia profesional, pues compasión es lo último que ellos necesitan de mí. Cuando trabajo procuro mirar siempre a los ojos de las personas, pero confieso que si rezuman sufrimiento me cuesta muchísimo mantener la mirada.

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