Contemplo en la televisión las imágenes del tsunami que ha provocado el terremoto de Japón: una oscura y sucia ola de barcos, vehículos y edificios arrasándolo todo mientras penetra tierra adentro como si un dios travieso estuviera divirtiéndose con el mundo.
Recuerdo las cucharadas de Cola Cao flotando y desmoronándose poco a poco en el tazón de leche del desayuno. Con la cabeza apoyada en mis brazos infantiles disfrutaba del épico final de la Atlántida, e incluso jugaba a calcular el tamaño diminuto, en realidad casi invisible, de los aterrorizados habitantes de aquel continente de cacao que poco a poco iba hundiéndose en el blanco océano. Lo que nunca hice, no entonces, no todavía, fue imaginar que yo pertenecía a su especie, no a la de los dioses.
viernes, 11 de marzo de 2011
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