jueves, 31 de marzo de 2011

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Esperando en la consulta de mi otorrino leo en una revista que el escritor John Cheever decidió alistarse en la Armada tras el ataque japonés de Pearl Harbour. Casualmente un comandante había leído alguno de los relatos de aquel soldado raso, publicados en el Harper’s Bazaar o el New Yorker, y decidió ponerlo a escribir para una revista del ejército, salvándole así, seguramente contra su voluntad, de una más que probable muerte en combate en la playa Utah durante las primeras horas del desembarco aliado en Normandía, el fatal destino de muchos de los compañeros de barracón de Cheever. Leo esta información y me recuerdo paseando con mi familia por esa playa en agosto de dos mil siete, preguntándome cuántos futuros músicos, carpinteros, profesores, panaderos, conductores, científicos, albañiles, pescadores, cuántos futuros escritores y granjeros murieron allí sin haber tenido tiempo de intentarlo, víctimas todos ellos, como los supervivientes, como Cheever, como yo mismo sentado en esta sala de espera, del azar.

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