miércoles, 13 de abril de 2011

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Este señor, un hombre que conozco desde hace algunos años y a quien hacía tiempo que no veía, me cuenta que tuvo un buen susto. Estaba en su huerto preparando unos plantones de lechugas cuando se sintió indispuesto y perdió el conocimiento. Abrió los ojos y no sabía dónde estaba ni quién era, ni siquiera era consciente de estar tendido en el suelo boca abajo, el rostro contra los terrones de tierra. Me cuenta que se sentó en el suelo sin saber qué hacer, perplejo. No sabe cuánto tiempo pasó hasta que escuchó el sonido de un motor. Volvió la cabeza hacia allí y siguió con la mirada un coche que circulaba por la carretera. Me cuenta que fue en ese momento, mientras seguía con la vista el recorrido del vehículo, cuando poco a poco su cerebro volvió a ordenar las cosas. El coche desapareció tras la curva al final de la recta y él regresó lentamente desandando la carretera con la mirada hasta llegar al camino que llevaba a su huerta, que tomó para llegar a ella y, eso me contó, encontrarse consigo mismo sentado en el suelo, empezando a recordar. Trató de ponerse en pie pero no tenía fuerzas, entonces se acordó del móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón y telefoneó a su mujer, que fue a buscarle y posteriormente le llevó al hospital de Barbastro. Había sufrido un infarto fulminante. La joven doctora le dijo que su corazón se había detenido y al cabo de algunos segundos, tal vez minutos, había vuelto a latir por su propia cuenta, algo que sucede muy pocas veces; le dijo que su desorientación al recuperar la consciencia era normal tras la carencia de oxígeno en el cerebro, y que lo que le había pasado era prácticamente un milagro, algo parecido a una resurrección. Este hombre de rostro rubicundo que aparentemente parece gozar de excelente salud me mira directamente a los ojos y lo repite: «Una resurrección». Le pregunto si recuerda algo de ese momento en el que estuvo clínicamente muerto, si tuvo alguna experiencia, si vio alguna luz. Sonríe y me dice que no se acuerda de nada, sólo del momento de despertar con el rostro contra el suelo y no saber nada del mundo ni de sí mismo. Cuando se levanta para irse le digo que se cuide mucho y me contesta: «¿Sabes una cosa, Jesús? Es muy raro, pero desde que me pasó eso ya no le tengo miedo a nada».

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